53

A primerísima hora —las 6.47 para ser exacta— me desperté en el suelo de la sala de estar de Wayne. Me había permitido el lujo de un cojín para mi dolorida cabeza, pero esa fue la única libertad que me había tomado.

Una intuición me había despertado de mi sueño narcótico. Agarré el móvil y cuando comprobé que me había llegado, por correo electrónico, el informe de Tiburón, el hacker financiero, con todos los movimientos de las tarjetas de crédito y cuentas bancarias de Wayne, despabilé de golpe y empecé a temblar de emoción. Ahora vería exactamente dónde había estado Wayne los últimos cuatro días, dónde se había alojado, qué había comprado, cuánto dinero había sacado. Prácticamente estaba salivando.

Tiburón explicaba que la información comprendía hasta la medianoche de ayer y que si algo había sucedido en las últimas siete horas, no aparecería en el informe, pero no me importó. Solo necesitaba los detalles de los últimos cuatro días. Para mi absoluta consternación, las tarjetas de Wayne no mostraban movimiento alguno. Cero. Tiburón incluía las transacciones de los últimos dos meses, pero todas se detenían bruscamente en la noche del miércoles.

Mi cabeza comenzaba a dolerme y miré fijamente el teléfono. Avancé y retrocedí por la pantalla preguntándome si no estaría pasando algo por alto. Pero no. Nada había sucedido. Dos de las tarjetas de crédito de Wayne estaban agotadas, por lo que no había podido utilizarlas, pero tenía una tercera con mucho espacio aún y otra de cobro automático.

Su última compra había sido una pizza a las 21.36 del miércoles y desde entonces no había cargado nada en ninguna tarjeta de crédito, no había comprado nada con la tarjeta de cobro automático y no había retirado un solo céntimo del cajero.

Era como si Wayne se hubiera caído por el borde del planeta.

Estaba petrificada. Se me había congelado el cerebro.

La siguiente pregunta obvia era: ¿había retirado Wayne una suma de dinero importante durante los días previos a su desaparición? No. Wayne sacó cien euros el domingo pasado, pero tenía la costumbre de extraer cien euros cada pocos días, obviamente su dinero de bolsillo.

Así pues, ¿dónde se hallaba para no necesitar dinero alguno? ¿Cómo había llegado hasta allí? No puedes alquilar un coche, no puedes alojarte en un hotel, no puedes comer en un restaurante, no puedes hacer nada sin mostrar una tarjeta. Durante unos instantes sentí lo mismo que había sentido al iniciarme en este caso, que Wayne estaba muerto. Lo había sentido de verdad. En ese momento me dije que estaba confundiendo mi estado de ánimo con el de Wayne, pero al contemplar ahora los espacios en blanco de todas sus tarjetas, volví a tener la sensación de que estaba muerto. Todo ese blanco, todo ese negro, me hacían pensar en la muerte.

Un pinchazo feroz de algo terrible me atravesó el estómago. Cerré los ojos, los abrí y contemplé la fina piel de la parte interna de mi muñeca izquierda, la pequeña maraña de venas azules.

No. Seguro que había pasado algo por alto. ¿Era posible que Wayne tuviera una tarjeta de crédito secreta? Pero eso significaría que había destruido todos los documentos relacionados con ella, lo cual sería muy rebuscado. Demasiado rebuscado para resultar verosímil.

¿Y la información de Tiburón? ¿Podía confiar en ella? Sin duda. Tiburón no solo gozaba de excelente reputación, sino que en su informe había incluido mucha información que podría cotejar con los extractos guardados en el despacho de Wayne. Había hecho una lista de los pagos de la hipoteca de Wayne, las facturas del agua, luz y demás, y las órdenes de pago de los últimos dos meses, todas por la cantidad correcta y en la fecha correcta. Hasta había incluido el pago reciente del seguro médico de Wayne, pago que yo sabía que Wayne había realizado porque Jay Parker había abierto el recibo que venía en el correo.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Se hallaba Wayne metido en algo chungo? La escalofriante llamada de Harry Gilliam hacía pensar que así era. Pero Wayne no parecía esa clase de persona.

¿Y si había desaparecido voluntariamente? En realidad, nadie «desaparece» del todo. Siempre hay alguien que sabe dónde está. Alguien —probablemente la escurridiza Gloria— estaba ayudando a Wayne. Traté de recordar lo que la gente me había dicho cuando les pedí que dejaran volar su imaginación. Siempre hay algo de verdad en lo que la gente dice aunque ni ellos mismos lo sepan. De hecho, era probable que yo ya supiera dónde estaba Wayne. Disponía de todos los datos, simplemente ignoraba cuáles eran pertinentes y cuáles no.

Con una punzada de temor advertí que me estaba quedando sin cuerda, que mi estado de ánimo estaba empeorando. Se me estaban acabando las pilas y tenía que encontrar a Wayne antes de que se agotaran del todo.

¿Era posible que Wayne estuviera paseándose por Connemara en una autocaravana, observando tojos, como había sugerido Frankie? De ser así, le deseaba suerte; Connemara era una extensa región plagada de tojos, y no me sentía con fuerzas para ir hasta allí. Jay Parker había dicho que Wayne estaba en un concurso de ingestión de tartas en North Tipperary, pero una búsqueda rápida en Google me desveló que tal evento no existía.

Roger St. Leger había dicho, cuando se dejó de bromas: «Wayne está en su casa, escondido debajo de la cama». ¿Y qué había dicho Zeezah? Algo sobre que Wayne estaba disfrutando del amor y la ternura de sus padres.

De pronto comprendí algo: aunque la gente dijera que Wayne no se ocultaría en un lugar obvio, no hay duda de que la señora Diffney me habría telefoneado llorando. Yo había visto lo cariñosos que eran los miembros de su familia. Si estaba metido en algún lío, existía una gran probabilidad de que hubiera recurrido a ellos.

También caí en la cuenta de algo más: «Haz caso a Zeezah».

Entonces pensé: ¿Le palpó Zeezah la entrepierna a Roger St. Leger? ¿Lo hizo de verdad?

Clonakilty se hallaba a trescientos kilómetros de Dublín, lo que significaba que tenía un largo trayecto por delante escuchando a Tom Dunne por la radio. Durante unos instantes pensé que existía un Dios misericordioso. Me gustaba Tom Dunne, me gustaba mucho. Corría un auténtico peligro de convertirme en una «chupaventanas» de Tom Dunne.

Antes de ponerme en marcha me miré en el espejo del cuarto de baño de Wayne para comprobar el aspecto de mis heridas. Tenía el ojo izquierdo enrojecido y aunque la frente en realidad tenía peor aspecto —el chichón estaba adquiriendo un tono morado oscuro— la tapé con la base de maquillaje y el flequillo. A primera vista nadie diría que tenía un gran tajo en la frente. Perfecto. Me disponía a tratar con personas de clase media, las cuales tendían a recelar de la gente con pinta de ir por ahí armando follón.

Quería telefonear a Artie pero era demasiado pronto. Probablemente no tardaría en llamarme él. No obstante, seguro que Jay Parker también me telefonearía de un momento a otro para que le pusiera al corriente de la situación, y no me veía capaz de darle la noticia sobre la inactividad de las tarjetas de crédito de Wayne, por lo que puse el teléfono en modo silencio.

Me comí unos puñados de Cheerios, engullí mis cuatro amadas pastillas con un largo trago de Coca-Cola light de una botella gigante y subí al coche. Partí sabiendo que faltaba poco para que Tom Dunne entrara en antena y me dije que probablemente sobreviviría a este día.

Helen no puede dormir
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