30
—Para que lo sepas —le había dicho a Artie—, nunca me acuesto con un hombre en la segunda cita.
Esbozó una sonrisa torcida y me abrió la puerta del restaurante. Era nuestra primera cita en el mundo exterior, la primera vez que nos veíamos desde el día que tropezara con Bella en la feria de la parroquia y terminara en la cama con su padre.
Antes de marcharse de mi apartamento aquel día, Artie había dicho que me llamaría, pero yo dudé de que lo hiciera. Sospechaba que me encontraba demasiado problemática, pero estaba equivocada: me telefoneó al día siguiente y me preguntó si podía invitarme a cenar.
—Para conocernos un poco —propuso.
—Caray, yo creía que ya nos conocíamos lo suficiente —repuse.
—Creo que nos dejamos algunos detalles. Podríamos dar marcha atrás. ¿Te iría bien el miércoles?
Justamente el miércoles no me iba bien, hacía de canguro a los niños de Margaret.
—¿Jueves? —dije—. ¿Viernes?
—No puedo. Tengo a los niños.
Y eso sentó las bases de lo que sucedería en el futuro.
Quedamos para el viernes de la semana siguiente. Reservó una mesa en el restaurante y me recogió en mi casa y pareció impresionado al verme con un vestido ceñido de color negro, tacones de vértigo y pelo de secador.
—Uau —dijo.
—¿Qué? ¿Esperabas que apareciera con tejanos y deportivas? Más te vale no llevarme a Pizza Express.
Él también estaba «uau». Camisa azul marino ajustada y arremangada para dejar a la vista sus preciosos antebrazos, pantalón negro de sastre y, lo más sexy de todo, un cinturón con una hebilla plana plateada, un diseño sencillo que, sin embargo, atraía la atención y hacía que me entraran ganas de abrirla. Aunque quizá se debiera únicamente a que ya conocía las maravillas que escondía dentro.
Me puse mi abrigo corto y volandero negro estilo Mad Men. Estaba muy orgullosa de ese abrigo, lo había comprado por diez euros en una tienda benéfica con la etiqueta todavía puesta. Nuevo a estrenar.
Ya en el coche (un todoterreno negro, debería mencionar), Artie me desveló adónde nos dirigíamos. Se trataba de un restaurante bastante elegante, no con categoría de estrella Michelin, pero célebre por ser íntimo y caro. Me pregunté cómo había conseguido una mesa a solo diez días de Navidad.
Antes de entrar inquirí, algo inquieta:
—¿Piensas pagar tú la cena?
—Sí. —Sonrió—. Pienso pagarla yo.
—Supongo, entonces, que esperas que me acueste contigo.
—Sí. —Sonrió de nuevo—. Lo espero.
—Pues has de saber que yo nunca me acuesto con nadie en la segunda cita.
—Lástima. —Abrió la puerta—. En ese caso, no pidas caviar.
—Estás de suerte. Me prendería fuego antes que comer caviar.
Entramos y, con suma eficiencia, nos condujeron a una mesa, nos trajeron la carta, nos sirvieron bebidas y nos tomaron nota. Luego me concentré en Artie.
—Adelante, habla —le insté—. Como dice la gente muy, muy irritante, cuéntamelo «todo sobre ti».
—¿Qué te gustaría saber?
—Vamos, hombre. —Estaba empezando a impacientarme—. Lo de que nos conociéramos fue idea tuya. Yo estaba más que feliz solo con el sexo.
—De acuerdo, allá voy. Trabajo. Mucho, supongo.
Poco a poco le sonsaqué su vida. Salía a correr seis kilómetros varias mañanas por semana, a veces con otro tipo llamado Ismael. Jugaba a póquer una vez al mes con colegas del trabajo. No obstante, el tiempo que pasaba con sus hijos era sagrado y se aseguró de dejármelo bien claro. Y la verdad sea dicha, las cosas que hacían juntos me recordaban a los Walton del monte Walton. Le interrogué en profundidad para crearme una imagen de su vida en común.
Iban al cine a menudo.
—¿Incluida Iona? —pregunté sorprendida.
En mi mente había hecho una fusión de Iona y Kate, la hija de Claire, y la única razón que se me ocurría de que Kate quisiera ir al cine era para incendiar la sala.
—Claro —dijo.
Unas semanas antes habían asistido todos juntos a un curso de hacer pan y a principios de enero tenían planeado otro de cocina vietnamita de un día.
—¿Incluida Iona? —pregunté de nuevo.
—Incluida Iona —contestó—. ¿Por qué no?
Iban a pasear a Wicklow.
—¿Como... excursionistas? —Me preparé para agarrar mi centelleante cartera de mano. No quería, no podía unirme a una pandilla de excursionistas.
—No como excursionistas. —Se estaba riendo—. Como gente que sale a pasear.
En algún momento llegó el primer plato y me lo comí sin apreciarlo apenas, luego llegó el segundo plato y tres cuartos de lo mismo.
—Y ahora, Helen, como dice la gente muy, muy irritante, cuéntamelo «todo sobre ti» —dijo Artie—. ¿Qué haces?
Lo medité.
—Nada, aparte de trabajar, y actualmente no abunda eso, así que no hago nada.
—¿Nada?
—Nada. No hago ejercicio, no leo, no soy jugadora, me da igual la comida, vivo de sándwiches de ensaladilla de col y queso. —Con una punzada de temor, añadí—: Jesús, no tenía ni idea de que fuera tan aburrida.
—Lo eres todo menos aburrida.
Agarré carrerilla.
—Veo muchas series de televisión. Me gustan las series policíacas escandinavas. Y a veces voy al cine. Si hacen una película policíaca escandinava. Y me gusta ver rarezas por YouTube, cerdos barrigones bailando claqué y cosas por el estilo. Y me gusta comprar, sobre todo pañuelos. Eso es todo, Artie, esa soy yo a grandes rasgos.
—¿Te gustan los animales?
—¿Te refieres en la vida real, no en YouTube? No. Los detesto. Sobre todo los perros.
—¿El arte? ¿El teatro? ¿La música?
—No. No. No. Detesto las tres cosas, sobre todo la música.
—¿Estás unida a tu familia?
Lo medité. «Unida» podía ser una manera de describirlo.
—Estamos unidos —dije con cautela—, pero nos tratamos muy mal. Esta mañana le dije a mi madre que si no dejaba de comportarse como una vieja, apoyaría una ley de la eutanasia en la que cada lunes por la mañana un autobús recogiera a todos los viejos que se quejaban de que no oían la tele o no veían las teclas del móvil o les dolía la cadera y les dispararan un tiro en la cabeza. Pero estamos unidos.
—¿Y tus hermanas?
—La verdad es que también estamos muy unidas, sí. Aunque dos viven en Nueva York.
—¿Tienes amigos?
Tema delicado.
—En estos momentos no, pero la culpa no es mía. Te lo contaré otro día. ¿Y qué me dices de tus hijos? ¿He de conocerles y asistir a cursos de hacer pan?
—No. —Artie se puso inesperadamente serio—. Sé que Bella te ha conocido y eso puede generar cierta incomodidad, sobre todo porque no deja de preguntar por ti. Pero es preferible que no les conozcas.
—Ya.
—Al menos por el momento —añadió.
—A ver si lo he entendido bien. Quieres que sea tu compinche sexual mientras tus hijos reciben tu amor, tu cariño y la mayor parte de tu tiempo.
—Yo no lo expresaría tan crudamente —repuso.
—No, no, me estás malinterpretando —dije—. Me parece bien. No quiero tener hijos, bueno, puede que quiera dentro de setenta años, cuando sea un poco más madura, pero ahora seguro que no, y tampoco quiero responsabilizarme de los hijos de otro.
—Entiendo.
—Artie, dejemos claras un par de cosas. Tú no eres mi tipo.
Su rostro adoptó una expresión de interrogación cortés.
—¿Y cuál es tu tipo?
Enseguida pensé en Jay Parker, en su energía, su chispa, su falta de fiabilidad.
—Eso no importa —dije—. Lo que importa es que no lo eres. Y no me gusta el equipaje que arrastras. Pero también hay cosas buenas. —Enumeré los diferentes puntos con los dedos—: A) Me gustas mucho. B) Me gustas mucho.
Me miró un largo instante.
—Te has olvidado la C —señaló.
—¿Que es? —pregunté.
—«Me gustas mucho.» —Nos miramos fijamente—. Me gustas mucho, mucho —repitió. Bajando la voz, añadió—: No he pensado en otra cosa desde que te vi. No deseo otra cosa que estar contigo, quitarte la ropa, saborear tu piel, acariciarte el pelo, besar tu preciosa boca.
De repente, me costaba respirar. Tragué saliva.
—Mi norma de no acostarme en la segunda cita queda anulada —dije.
Artie elevó un brazo por el espacio entre nuestra mesa y la de al lado y, como si de una invocación se tratara, una camarera se materializó detrás de él y se llevó la tarjeta de crédito que había aparecido por arte de magia en su mano.
Segundos después la camarera estaba de vuelta con el datáfono. Artie introdujo algunos números y al instante estábamos levantándonos y él me estaba ayudando a ponerme el abrigo de la tienda benéfica. Echamos a andar muy, muy deprisa, casi corriendo, hacia el coche y antes de alcanzarlo me agarró y me apretó contra un portal y empezó a besarme y yo a besarle a él y finalmente tuve que apartarle.
—No.
No podíamos hacerlo ahí, en plena calle, que era lo que iba a ocurrir si no nos deteníamos.
—Espera —dije—. Sé fuerte y llévame a una cama o algo que se le parezca.
Por el camino no abrimos la boca. No había nada que decir. La situación resultaba casi insoportable, tan tensa como viajar en coche hasta un hospital con una persona en estado crítico. Cada semáforo en rojo, cada conductor indeciso que se nos ponía delante, ralentizando nuestro avance, era una tortura.
Me llevó a su casa. Y la belleza de Artie mezclada con la belleza de su hogar me sumió en una especie de anonadamiento del que apenas podía recordar nada salvo que fue una de las mejores noches de mi vida.
Al día siguiente, Artie me despertó cuando fuera aún estaba oscuro. Ya se había vestido. Medio dormida, le pregunté:
—¿Debo largarme ahora, antes de que vuelvan los niños?
—No. He de ir a trabajar. Lo siento. He intentado retrasar algunas reuniones para que pudiéramos disfrutar de la mañana juntos, pero ha sido imposible. Puedes quedarte el tiempo que quieras, solo has de cerrar la puerta con un golpe cuando te vayas. Te he preparado crepes.
—¿Crepes? —repetí débilmente. Qué peculiar.
—Y tengo algo para ti.
—Geniaaaal. —Como es lógico, estaba esperando un pene erecto, pero era una planta. Una aspidistra de color verde oscuro, casi negro. Rozando la frontera de lo siniestro.
Me senté y la observé detenidamente. Era increíble.
—¿Te gusta? —preguntó con nerviosismo.
—Caray... no sé qué decir. Me encanta.
—La elegí yo —me informó todo orgulloso—. Sin la ayuda de Bella. Pensé que quedaría bien en... en tu piso.
—Tienes razón. Es sencillamente perfecta.
Fue así como comprendí que pese a los impedimentos —a saber, su trabajo exigente y sus tres hijos—, Artie me tenía «pillada», que tal vez pudiéramos llegar lejos.
Volví a dormirme y cuando desperté ya era de día, de modo que me paseé por el paraíso de cristal haciendo de fisgona forense.
Como puedes imaginar, sentía una gran curiosidad por Vonnie, y el hecho de que fuera la artífice de esa casa maravillosa solo hacía que aumentar mi sed de información. Había algunas fotos de ella aquí y allá, y era espectacular. Solo había que mirarla para saber que pertenecía a esa clase de mujeres que siempre estarían delgadas, más incluso que su hija de quince años, sin tener que hacer sacrificios. Poseía un estilo bohemio chic: blusas de estopilla encogida, ausencia de sujetador, tejanos gastados y chanclas. Entonces vi una foto de ella con un traje de Vivienne Westwood y carmín rojo Paloma Picasso y me pareció tan fantástica que tuve que tragar saliva para reprimir el miedo.
Pero lo que de verdad me interesaba eran las fotos de Iona. Cogí algunas y observé su melena vaporosa y sus bellos ojos distraídos e intenté influir psicológicamente en ella. «Soy más fuerte que tú», le dije contrayendo el rostro. «No me das miedo. No me darás miedo.»