2
Las casitas diminutas de clase trabajadora están muy bien pero carecen de un práctico garaje subterráneo. Tardé más en encontrar un hueco para aparcar que en salvar los tres kilómetros que me separaban de la casa de Artie. Finalmente encajé mi Fiat 500 (negro por fuera y por dentro) entre dos descomunales todoterrenos y entré en el maravilloso mundo de metacrilato. Tenía mi propia llave; no hacía ni seis semanas que Artie y yo habíamos realizado el solemne intercambio. Él me había dado una llave de su casa y yo le había dado una llave de la mía. Porque en aquel entonces tenía casa.
Deslumbrada por el sol vespertino de junio, seguí a ciegas el sonido de unas voces y descendí por los mágicos escalones flotantes hasta el patio de madera, donde un grupo de gente guapa y rubia estaba haciendo —de todas las cosas aptas para familias del mundo— un rompecabezas. Artie, mi hermoso vikingo. Iona, Bruno y Bella, sus hermosos hijos. Y Vonnie, su hermosa ex esposa. Estaba sentada en los tablones al lado de Artie, su hombro delgado y moreno pegado al hombro ancho de él.
No esperaba verla, pero vivía cerca, pasaba a menudo por aquí, generalmente con Steffan, su compañero.
Fue la primera en reparar en mí.
—¡Helen! —exclamó con suma calidez.
Un coro de saludos y sonrisas radiantes se elevó hacia mí y de pronto me vi sumergida en un mar de besos y abrazos. Una familia cordial, los Devlin. Únicamente Bruno se mantuvo distante, e iba listo si pensaba que no lo había notado; llevaba mentalmente la cuenta de sus muchos, muchos desaires. No se me escapaba ni uno. Todos tenemos nuestros talentos.
Bella, rosa de los pies a la cabeza y apestando a chicle de cereza, estaba feliz con mi llegada.
—Helen, Helen. —Se arrojó a mis brazos—. Papá no nos dijo que ibas a venir. ¿Puedo peinarte?
—Bella, dale un respiro —dijo Artie.
De nueve años y de natural cariñosa, Bella era el miembro del grupo más pequeño y débil. No obstante, sería una imprudencia alienarla. Pero primero tenía un asunto del que ocuparme. Clavé la mirada en el punto donde el brazo de Vonnie rozaba el de Artie.
—Sepárate —dije—. Estás demasiado cerca de él.
—Es su esposa. —Los pómulos transexuales de Bruno ardieron de indignación... ¿Llevaba colorete?
—Ex esposa —le corregí—. Y yo soy su novia, por lo que ahora es mío. —Hipócritamente, me apresuré a añadir—: Ja, ja, ja. —(Para que si alguien me tachaba de egoísta e inmadura y decía: «¿Y el pobre Bruno?», yo pudiera responder: «Por Dios, si era una broma. Ha de aprender a encajar una broma».)
—En realidad era Artie el que estaba apoyado en mí —señaló Vonnie.
—Mientes. —Esta noche no me apetecía este juego que siempre tenía que jugar con Vonnie. Apenas me veía con fuerzas para reunir las palabras necesarias para continuar con la farsa—. Siempre le estás encima, Vonnie, pero ya es hora de que lo asumas. Artie está loco por mí.
—Está bien. —Vonnie se desplazó de buen talante por los tablones hasta dejar un buen espacio entre ella y Artie.
Aunque no era mi estilo, no podía evitar que me cayera bien.
¿Y qué había hecho Artie entretanto? Mostrar un interés desmesurado por el ángulo inferior izquierdo del rompecabezas, eso había hecho. Casi siempre tenía un punto taciturno, pero cuando Vonnie y yo comenzábamos nuestro forcejeo de hembras dominantes, había aprendido —de acuerdo con mis instrucciones— a ausentarse del todo.
Al principio, Artie había intentado protegerme de ella, lo cual hacía que me sintiera terriblemente humillada.
—Es como si me estuvieras diciendo que ella da más miedo que yo —protestaba.
En realidad, el verdadero problema era Bruno. A sus trece años tenía más mala leche que la más malvada de las chicas, y sí, yo sabía que tenía una buena razón para ello: sus padres se habían separado cuando él contaba solo nueve tiernos años y ahora era un adolescente controlado por las hormonas de la rabia, lo que expresaba adoptando la moda fascista, esto es, camisa y pantalón negros y ceñidos, lustrosas botas negras de caña alta y un pelo muy, muy rubio y muy, muy corto con excepción de un extenso flequillo estilo años ochenta. Utilizaba asimismo rímel y hubiera dicho que había empezado a ponerse colorete.
—¡Bien! —Sonreí con cierta tirantez a los rostros allí congregados.
Artie levantó la vista del rompecabezas y me clavó su intensa mirada azul. Dios. Tragué saliva y enseguida deseé que Vonnie se fuera a su casa y los chicos a la cama para poder quedarme a solas con él. ¿Sería una descortesía pedirles que desfilaran?
—¿Te apetece beber algo? —preguntó Artie sosteniéndome la mirada. Asentí en silencio.
Esperé que se levantara para poder seguirle hasta la cocina y olisquearle a escondidas.
—Yo iré —se ofreció dulcemente Iona.
Conteniendo un aullido de frustración, la vi descender los escalones flotantes hasta la cocina, donde habitaban las bebidas. Tenía quince años. Encontraba sorprendente que se le pudiera confiar el traslado de una copa de vino de una estancia a otra sin el temor de que se la puliera de un trago. Cuando yo tenía quince años me bebía todo lo que no estaba clavado. Era lo que todo el mundo hacía. Tal vez se debiera a la escasez de dinero en el bolsillo, no lo sabía, solo sabía que no comprendía a Iona y su fiable naturaleza abstemia.
—¿Te apetece comer algo? —me preguntó Vonnie—. Hay ensalada de hinojo y Vacherin en la nevera.
Mi estómago se cerró de golpe: no iba a permitirme que le metiera nada.
—Ya he comido. —No era cierto. Ni siquiera había podido ingerir un trozo del pastel de mamá y papá.
—¿Seguro? —Vonnie me miró de arriba abajo—. Estás un poco flaca. ¡No quiero que te adelgaces más que yo!
—No hay peligro.
Pero tal vez lo hubiera. No había ingerido una comida decente desde... desde hacía un tiempo, no podía recordarlo; una semana, puede que más. Tenía la impresión de que mi cuerpo había dejado de informar a mi mente que deseaba comida. O puede que mi mente estuviera tan preocupada que no era capaz de asimilar dicha información. Las pocas veces que el mensaje llegaba a su destino era incapaz de hacer algo mínimamente complicado, como verter leche en un cuenco con Cheerios, para acallar el hambre. Hasta comer palomitas, lo que había probado a hacer la noche anterior, se me antojaba de lo más extraño: ¿por qué querría alguien comer esas bolitas ásperas de poliestireno que te hacían cortes en la boca y luego te restregaban la sal en las heridas?
—¡Helen, hora de jugar! —aulló Bella, que apareció con un peine de plástico rosa y una fiambrera rosa repleta de pasadores rosas y gomas de pelo rosas—. Siéntate.
Oh, Dios. A peluqueras. Por lo menos hoy no tocaba la ventanilla de Matriculación de Vehículos a Motor. De todos nuestros juegos, ese era el peor: yo tenía que hacer cola durante horas mientras ella permanecía sentada en un cubículo de cristal imaginario. Yo le decía que se podía hacer por internet, pero ella replicaba que entonces no habría juego.
—Por ahí viene tu bebida —anunció Bella... Luego, entre dientes, dijo a Iona—: Dásela de una vez. ¿No ves que está estresada?
Iona me ofreció una copa de vino tinto y un vaso alto con tintineantes cubitos de hielo.
—Shiraz o infusión de valeriana helada casera. No sabía qué preferirías, así que te he traído las dos cosas.
Durante un segundo consideré el vino, pero me dije que no. Temía que si empezaba a beber no pudiera parar, y me aterraba la idea de una resaca.
—Vino no, gracias.
Me preparé para el pandemonio que solía seguir a esa clase de declaración. «¿Qué? ¿No quieres vino? ¿Has dicho “Vino no, gracias”? ¡Se ha vuelto loca!» Esperé a que los Devlin se levantaran todos a un tiempo y me inmovilizaran la cabeza con una llave para poder meterme el shiraz con un embudo de plástico, pero pasó sin comentarios. Por un momento había olvidado que no estaba con mi familia biológica.
—¿Prefieres una Coca-Cola light? —preguntó Iona.
Dios, los Devlin eran los anfitriones perfectos, incluida la rara de Iona. Siempre tenían Coca-Cola light en la nevera para mí a pesar de que ninguno de ellos la bebía.
—No, no, gracias, así está bien.
Bebí un sorbo de la infusión de valeriana —no tenía un sabor desagradable, pero tampoco agradable— y me hundí en un almohadón gigante. Bella se arrodilló a mi lado y procedió a acariciarme la cabeza.
—Tienes un pelo precioso —murmuró.
—Muchas gracias.
Bella pensaba que yo lo tenía todo precioso, por lo que no era precisamente un testigo fiable.
Mientras sus deditos peinaban y separaban mechones, mis hombros empezaron a relajarse y por primera vez en diez días experimenté el alivio de una respiración como es debido: mis pulmones se llenaban completamente de aire y luego lo soltaban.
—Caray, qué relajante...
—¿Un mal día? —me preguntó.
—No te haces una idea, pequeña amiga rosa.
—Ponme a prueba —dijo.
Me disponía a embarcarme en el deprimente relato cuando recordé que solo tenía nueve años.
—Bueno —dije, esforzándome por utilizar un tono alegre—, he tenido que dejar mi piso porque no podía pagar las facturas...
—¿Qué? —Artie me miró atónito—. ¿Cuándo?
—Hoy, pero estoy bien. —Lo dije más por Bella que por él.
—¿Por qué no me lo contaste?
¿Por qué no se lo conté? Cuando seis semanas atrás le di las llaves, le advertí que existía esa posibilidad, pero se lo dije en tono de broma; después de todo, el país entero iba retrasado en los pagos de sus hipotecas y estaba endeudado hasta las cejas. Pero el fin de semana pasado Artie había tenido a los niños y después se había ausentado toda la semana, y a mí me costaba tener conversaciones serias por teléfono. Y a decir verdad, no le había contado a nadie lo que estaba pasando.
Ayer por la mañana, cuando comprendí que había llegado al final del camino —que en realidad el final del camino había llegado hacía tiempo pero me había negado a reconocerlo con la esperanza de que los obreros llegaran con su alquitrán y sus rayas blancas y me construyeran unos pocos kilómetros más—, quedé para hoy con los dos tipos de la mudanza. Probablemente fuera la vergüenza lo que me había mantenido callada. O la tristeza. O el desconcierto. Difícil saberlo.
—¿Y qué piensas hacer? —Bella parecía muy preocupada.
—He vuelto a casa de mis padres. Están atravesando una mala racha en estos momentos y no les sobra la comida, pero pasará...
—¿Por qué no vives aquí? —me preguntó Bella.
La carita sedosa de Bruno enseguida enrojeció de indignación. Estaba siempre tan enfadado que lo normal hubiera sido que tuviera la cara llena de granos —la manifestación externa de su bilis interna—, pero en lugar de eso tenía una piel increíblemente tersa y suave.
—Porque tu papá y yo hace poco que salimos...
—Cinco meses, tres semanas y seis días —declaró Bella—. Casi seis meses, o sea, medio año.
Miré con inquietud su carita expectante.
—Y estáis bien juntos —continuó con entusiasmo—. Lo dice mamá. ¿Verdad, mamá?
—Desde luego —respondió Vonnie con una sonrisa irónica.
—No puedo vivir aquí. —Me esforcé por sonar jovial—. Bruno me acuchillaría en mitad de la noche. —Y me robaría el maquillaje.
Bella me miró horrorizada.
—Él no haría una cosa así.
—Sí la haría —aseguró Bruno.
—¡Bruno! —le reprendió Artie.
—Perdona, Helen. —Bruno sabía lo que le convenía. Se dio la vuelta, pero no antes de que le viera pronunciar con los labios las palabras: «Que te jodan, capulla».
Tuve que hacer acopio de autocontrol para no pronunciar a mi vez: «Jódete tú, fascista». Iba a cumplir treinta y cuatro años, me recordé. Y Artie podría verme.
Me distrajo una luz parpadeante en mi móvil. Un correo electrónico nuevo. Con el intrigante título: «Tendré que disculparme». Cuando vi de quién era —Jay Parker— casi se me cae al suelo.
Queridísima Helen, mi deliciosa cascarrabias, aunque me mata decirte esto, necesito tu ayuda. ¿Por qué no olvidas el pasado y te pones en contacto conmigo?
Una respuesta de una palabra. Tardé menos de un segundo en teclearla. «No.»
Dejé a Bella juguetear con mi pelo mientras daba sorbos a mi infusión de valeriana y observaba a los Devlin hacer su rompecabezas, deseando que todos —con excepción de Artie, claro— ahuecaran el ala. ¿No podríamos al menos entrar y poner la tele? En la casa donde yo crecí tratábamos «el aire libre» con desconfianza. Ni siquiera en pleno verano nos aficionábamos al jardín, sobre todo porque el cable de la tele no llegaba tan lejos. Y la tele había sido importante para los Walsh; nada, absolutamente nada —nacimientos, muertes, matrimonios— sucedía sin el sonido de fondo de la tele, preferiblemente de una serie donde se gritara mucho. ¿Cómo podían los Devlin soportar toda esa conversación?
Puede que el problema no fueran ellos, me dije. Puede que el problema fuera yo. Tenía la sensación de que mi habilidad para hablar con otras personas estaba escapando de mí como el aire de un globo viejo. Estaba peor ahora que hacía una hora.
Bella tiraba de mi cuero cabelludo con sus delicados dedos, chasqueando la lengua y rezongando, hasta que finalmente quedó contenta con el resultado.
—¡Perfecto! Pareces una princesa maya. Mírate. —Me plantó un espejo de mano delante de la cara. Vi mi pelo recogido en dos largas trenzas y una cosa tejida a mano atada alrededor del flequillo—. Mirad a Helen —instó a la multitud—. ¿No está guapísima?
—Guapísima —convino Vonnie en un tono que sonaba sumamente sincero.
—Como una princesa maya —recalcó Bella.
—¿Es cierto que los mayas inventaron los Magnum? —pregunté. Se produjo un breve silencio de pasmo. A continuación se reanudó la conversación como si no hubiera dicho nada. Me hallaba totalmente fuera de mi onda.
—Parece enteramente una princesa maya —aseguró Vonnie—, aunque los ojos de Helen son verdes y es probable que los de una princesa maya fueran castaños. Pero el cabello es exacto. Buen trabajo, Bella. ¿Más infusión, Helen?
Para mi sorpresa, no podía más —al menos por el momento— de los Devlin, de su atractivo y su gentileza y sus modales, de sus juegos de mesa y sus rupturas amistosas y sus medias-copas-de-vino-en-la-cena-para-los-niños. Estaba deseando quedarme a solas con Artie, algo que no iba a suceder, y ni siquiera podía reunir la energía suficiente para cabrearme: no era culpa de Artie tener tres hijos y un trabajo absorbente. Él no estaba al corriente del día que yo había tenido hoy. O ayer. O, de hecho, la semana que había tenido.
—No, Vonnie, gracias. Será mejor que me vaya. —Me levanté.
—¿Te vas? —Artie me miró consternado.
—Te veré el fin de semana. —O la próxima vez que a Vonnie le tocaran los niños. Había perdido la pista de su calendario, el cual era sumamente complicado y cuya premisa básica era que los tres hijos pasaran exactamente el mismo tiempo en la casa de uno y otro progenitor. No obstante, los días variaban de una semana a otra para que Artie o Vonnie (las más de las veces Vonnie, en mi opinión) pudieran hacer cosas como tomarse unas minivacaciones o ir a una boda en el campo, por decir algo.
—¿Estás bien? —Artie empezaba a parecer preocupado.
—Sí. —No podía contárselo ahora.
Me asió de la muñeca.
—¿Por qué no te quedas un rato más? —Y bajando la voz, añadió—: Le pediré a Vonnie que se vaya. Y los niños tendrán que irse a la cama en algún momento.
Pero podrían tardar horas. Artie y yo nunca nos acostábamos antes que ellos. Como es lógico, al día siguiente me encontraban allí, por lo que era más que evidente que me había quedado a dormir, pero todos hacíamos ver que yo había dormido en una cama de invitados imaginaria y que Artie había pasado la noche solo. Aunque era su novia, tendíamos a comportarnos como si fuera una amiga de la familia.
—Tengo que irme. —No podía seguir sentada en la terraza esperando la oportunidad de pillar a Artie a solas para arrancarle la ropa de su cuerpo estupendo. Acabaría estallando.
Pero primero las despedidas. Duraban unos veinte minutos. No llevaba bien las despedidas largas. Si por mí fuera, farfullaría que tenía que ir al lavabo, me largaría sin decir ni pío y me encontraría camino de casa antes de que alguien reparara en mi ausencia.
Encuentro las despedidas insoportablemente aburridas; en mi mente yo ya me he ido, por lo que me parece una total pérdida de tiempo todo esos «Que vaya bien» y «Cuídate» y rostros sonrientes.
A veces me entran ganas de sacudirme del hombro las manos de la gente, abrirme paso a empujones y echar a correr. Pero los Devlin eran dados a las despedidas exageradas: abrazos y besos dobles incluso de Bruno, quien, sin duda, no podía liberarse plenamente de su educación burguesa, y besos cuádruples (las dos mejillas, frente y mentón) de Bella, quien propuso que una noche durmiéramos todos en su cuarto.
—Te prestaré mi pijama de tartas de fresas —me prometió.
—Tú tienes nueve años —espetó Bruno en un tono superdespectivo—. Ella es vieja. ¿Cómo quieres que le quepa tu pijama?
—Tenemos la misma talla —replicó Bella.
Curiosamente, la teníamos. Yo era baja para mi edad y Bella era alta para la suya. Eran todos altos, los Devlin, herencia de Artie.
—¿Seguro que quieres estar sola? —me preguntó Artie mientras me acompañaba a la puerta—. Has tenido un día horrible.
—Seguro. Estoy bien.
Me cogió la mano, apretó la palma contra su camiseta y procedió a deslizarla por los pectorales en dirección a los músculos del estómago.
—Para. —La aparté—. Es absurdo empezar algo que no podremos terminar.
—Vaaale. Pero antes de irte quitaremos esto.
—Artie, he dicho...
Con ternura, retiró la cinta que Bella me había puesto en el pelo, la blandió y la arrojó al suelo.
—Oh —dije—. Oh —repetí mientras las manos de Artie resbalaban por mi maltratado cuero cabelludo y procedían a deshacer las dos trenzas. Cerré los ojos y permití que sus dedos se abrieran paso entre mis cabellos. Deslizó los pulgares por mis orejas, la frente y el ceño, por el punto rígido donde la nuca se encontraba con el pelo. Mi cara empezó a relajarse y la bisagra de mi mandíbula se desatrancó, y cuando finalmente paró me hallaba en tal estado de éxtasis que una mujer con menos aplomo habría perdido el equilibrio. Conseguí mantenerme derecha—. ¿He babeado? —pregunté.
—Esta vez no.
—Bien, me voy.
Artie inclinó la cabeza y me dio un beso menos apasionado de lo que me habría gustado, pero era preferible no encender el fuego.
Pasé la mano por su nuca. Me gustaba enredar mis dedos en el pelo de su cogote y tirar lo justo para no hacerle daño. No demasiado.
Cuando nos separamos, dije:
—Me gusta tu pelo.
—Vonnie dice que necesito un corte.
—Yo digo que no. Y aquí decido yo.
—Vale. Intenta dormir. Te llamaré más tarde.
En las últimas semanas habíamos adoptado una... en fin, supongo que una especie de rutina que consistía en mantener una breve charla justo antes de dormirnos.
—Y en cuanto a tu pregunta —dijo—, la respuesta es sí.
—¿Qué pregunta?
—¿Los mayas inventaron los Magnum?
—Oh...
—Sí, por supuesto, los mayas inventaron los Magnum.