32

El anticlímax fue tan atroz que no pude articular palabra, y tampoco Jay.

Todo apremio nos abandonó y salimos a la terraza con los ojos clavados en las aguas tranquilas e impenetrables del lago, como si estuviéramos en estado de shock.

Nos quedamos un rato en silencio, contemplando sus profundidades oscuras como la tinta.

—Qué curioso —dije—. El agua parece realmente tinta. Tiene casi su misma textura viscosa.

—Podrías ahogarte en ella —dijo Jay—. En la tele siempre salen anuncios diciendo lo fácil que es ahogarse.

—Se equivocan —le contradije—. Es muy difícil ahogarse.

Que me lo digan a mí.

Había planeado hasta el último detalle la vez que lo intenté, y aun así no conseguí salirme con la mía. Incluso había llenado una mochila con pesas pequeñas adquiridas en otra vida, cuando me importaba marcar bíceps. Me llené los bolsillos con latas de fresas y me puse las botas más pesadas que tenía. Aguardé hasta bien entrada la noche y caminé hasta el final del muelle de Dun Laoghaire, alrededor de un kilómetro y medio, lo más lejos posible de la tierra y la gente, y bajé los escalones de piedra viscosa hasta el agua negra.

Estaba tan fría que durante un brevísimo instante dudé de la decisión que había tomado, pero lo que más me sorprendió fue que solo me llegara hasta la cintura. Había dado por sentado que el agua me engulliría de inmediato y me llevaría hasta la tierra del no dolor.

¡Por el amor de Dios! ¿Tenía la vida intención de humillarme hasta el mismísimo final?

Con paso desafiante, eché a andar hacia la embocadura de la bahía, donde el agua era más profunda —por fuerza tenía que serlo, ¿cómo si no conseguían entrar esos ferries gigantescos?—, pero las pesas ralentizaban mi avance.

—¡Oiga! —llamó una voz de mujer desde el muelle—. ¿Qué hace en el agua? ¿Se encuentra bien?

—Sí —dije—. Solo estoy nadando.

Probablemente estaba paseando a su perro. ¿Qué otra cosa podía hacer allí a esas horas de la noche?

Seguí andando, despacio, confiando en despeñarme de un banco y ser arrastrada hacia las profundidades. Pero el agua no estaba ganando profundidad. Lo único que estaba pasando era que yo tenía cada vez más frío. Los dientes me castañeteaban con violencia y me notaba las piernas y los pies pesados y entumecidos. Puede que esta fuera la manera. En lugar de ahogarme, me iría enfriando hasta sufrir una hipotermia. Me daba igual cómo ocurriera con tal de que ocurriera.

Unas voces llegaron a mí en la noche fría y tranquila. Gente incorpórea estaba hablando de mí.

—... allí, en el agua. ¡Mire!

Una voz de hombre.

—Tengo una linterna.

Un perro ladró y un haz de luz avanzó por la superficie del agua hasta aterrizar en mi cabeza. ¡Por el amor de Dios! ¿Es que no podían dejar a una persona suicidarse en paz?

—¿Está usted bien? —El hombre de la linterna parecía preocupado.

—Estoy nadando —vociferé con todo el aplomo que fui capaz de reunir—. Déjeme tranquila. Siga paseando a su perro.

Un segundo hombre dijo:

—No está nadando. Está intentando quitarse la vida.

—¿Usted cree?

—Es de noche, hace frío, va vestida. Está intentando quitarse la vida.

—Entonces será mejor que la saquemos.

Segundos después los dos hombres y —el colmo de la humillación— sus condenados perros estaban trotando por los escalones y nadando hacia mí. Cuando me dieron alcance, uno de los hombres me quitó la mochila de la espalda y dejó que se hundiera.

—Déjenme tranquila —protesté al borde de las lágrimas—. No se metan donde no les llaman.

Pero entre los dos me arrastraron hasta los escalones mientras los perros formaban una flotilla feliz a mi alrededor.

La mujer que había reparado en mí, la que había puesto en marcha la misión de rescate, me ayudó a subir los últimos peldaños.

—¿Qué es eso tan horrible que te ocurre para querer hacer algo así? —me preguntó con cara de preocupación.

Siempre he encontrado a los amantes de los perros irritantemente carentes de imaginación.

—Deberíamos llamar a la policía —dijo uno de los hombres.

—¿Por qué? —Estaba llorando ahora. Llorando a moco tendido. No estaba muerta. Seguía viva, con las ganas que había tenido de morirme—. Intentar suicidarse no es ningún delito.

—Luego, reconoces que estabas intentando quitarte la vida.

—Deberíamos pedir una ambulancia —propuso la mujer.

—Estoy bien —dije—. Solo mojada y aterida.

—No esa clase de ambulancia.

—¿Se refiere a la ambulancia con hombres de bata blanca?

—Eh... sí...

—Está tiritando —dijo uno de los hombres—. Chorreando y tiritando. Y ahora que lo pienso, yo también.

Pobre gente. Me habían salvado la vida y ahora no sabían qué hacer conmigo.

—Tengo una manta en el coche —dijo la mujer.

—Será mejor que volvamos —sugirió uno de los hombres—. No conseguiremos nada aquí parados.

Y ahí que partimos los cuatro, tres de nosotros soltando agua. Tardamos unos veinte minutos en recorrer el kilómetro y medio, y la verdad es que formábamos una pandilla curiosa. Según pude dilucidar, la mujer y los dos hombres no se conocían, simplemente habían salido a dar un tranquilo paseo nocturno con sus perros cuando se percataron de que estaba intentando diñarla, y ahora se sentían obligados a entablar conversación con unos completos desconocidos. Los perros, por el contrario, se lo estaban pasando en grande: amigos nuevos y un chapuzón inesperado, ¿qué más podían pedirle a la vida?

—¿Tienes casa? —me preguntó la mujer—. ¿Quieres que llame a alguien?

—No, no, estoy bien. —Todavía me caían lágrimas por la cara.

—Tal vez debería llamar a los Samaritanos.

—Tal vez. —Compadecí a los Samaritanos. Seguro que les entrarían ganas de colgar cuando se dieran cuenta de que volvía a ser yo.

—¿Te has quedado sin trabajo? —me preguntó uno de los hombres.

—No.

—¿Te ha dejado tu novio por otra chica? —preguntó el otro.

—No.

—¿Has pensado en la gente que habrías dejado aquí? —inquirió la mujer, súbitamente enfadada—. ¿En tus padres? ¿En tus amigos? ¿Por qué no tienes en cuenta sus sentimientos? ¿Cómo se sentirían ahora si la marea no hubiera estado baja y nosotros no hubiéramos estado aquí?

La miré con los ojos bañados en lágrimas.

—Tengo una depresión —expliqué—. Estoy enferma. No lo hago por diversión.

¡A eso llamo yo poner sal en la herida! Si a una persona le sale un lupus o un cáncer, no tiene que soportar que la gente la acuse de egoísta.

—A mí me parece —dijo uno de los hombres— que deberías ingresar en un lugar de reposo.

Helen no puede dormir
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