MEMENTO MORI
(El panorama de las vanidades)
A pacer llevo mis sueños como corderos de oro,
cuando en la sombra nocturna un rey moro constelado
deja sus nubes vagar, perezosas, por el cielo
y cuando la argéntea luna cual pálido y dulce sol
vierte al mundo sortilegios en una nieve de estrellas
y ardientes cuentos de hadas hacen crecer a los niños.
Boga, barco de mi vida, sobre las olas del sueño
hasta que en medio del agua se alcen soberbias las costas
con laderas de laureles y colinas de cipreses,
donde entre los negros ramos suspira un canto sin tregua,
donde caminan los santos de túnicas luminosas,
donde la muerte de negras alas tiene un bello rostro.
Cosa distinta es el mundo de los venturosos sueños,
otra es el mundo real donde con sudor de sangre
nos forzamos por sacar leche a las rocas estériles.
Cosa distinta es el mundo soñado y sus flores de oro,
otra es el forjar la vida como un afanoso herrero,
dando forma al pensamiento lo mismo que al hierro duro.
Mejor dormir que saber lo que el mundo me reserva,
estar ebrio por un cántico, amar una luz sagrada,
que sólo vea dulzura donde ven penas los otros,
porque de todas maneras es inútil el ver claro,
ya que el mal sigue en el mundo, lo vea yo o no lo vea,
y para nada me sirve el querer estar despierto.
¿Otros ya no han dicho al mundo que renuncie a sus desgracias?
¿Quién ha querido escucharlos? ¿Quién los oye? ¿A quién preocupa?
Todo ha pasado en el mundo y sólo el mal permanece.
¡Oh, esas grandes, pero mudas, esas inmensas pirámides,
que han quedado como negros siglos sobre los desiertos!
¡Cuántas cosas ellas vieron, lo que dirían si hablaran!
Cuando el mundo, cuento de hadas —vieja guardia de los siglos—,
me abre con sus llaves de oro y con sus palabras mágicas
el gran pórtico del templo por donde corre el pasado,
yo, bajo los arcos negros de columnas hasta el cielo,
al escuchar hondamente la voz de mis pensamientos
hago que la rueda inmensa del tiempo ruede hacia atrás.
Y miro… Bosques de siglos, océanos de los pueblos
desfilan rápidamente cual pensamientos que vuelan,
y las imágenes luchan, y miro y miro sin tregua
esa piedra que señala los confines de la historia,
donde el mundo en rutas nuevas sigue una nueva medida.
Allí me gusta parar unos instantes la rueda.
*
Allá se encuentran los negros salvajes de hachas de piedra,
que recorren el desierto sin casas y sin hogar;
llevan tocados de lobo, pieles de oso en las espaldas.
Allá el idólatra adora el fuego que no comprende,
allá está el mago que graba sus signos, sobre la piedra,
que no podrán comprenderse en los siglos venideros;
Babilonia, una ciudad tan grande como un país,
ciudad de muros inmensos con una mar de palacios
y en sus gigantescos muros los jardines suspendidos.
Mientras en las plazas públicas el pobre pueblo gemía
como un mar atormentado cuando el viento lo levanta,
Semíramis sonreía entre los frescos boscajes.
Este rey —dueño del orbe—, en su pensar inconstante,
un mundo llama a la vida y un siglo feliz ofrece.
Entre sus pórticos de oro aparece como un sol,
mas su incontenible odio trajo un siglo de rencores.
¿Qué era lo que le faltaba para ser el mismo Dios?
Y en Dios se hubiera tornado si no lo lleva la muerte.
Asia en sus muelles placeres embriagada se adormece,
en el aire están las bóvedas sostenidas por columnas
y ante las mesas dispuestas, acostado, Sardanápalo.
Bajo los hábiles dedos desgranan mitos las arpas,
los comensales escuchan la asombrada flor del canto,
entre aromas, vinos dulces y mujeres de tez pálida.
¿Hoy? Es inútil que yerres por la llanura arenosa,
sólo el aire da sentido a mentirosas imágenes;
sólo los montes, custodios de piedra, están en sus puestos.
Como una sombra, el asiático cruza el desierto a caballo.
Le dices: ¿Dónde está Nínive? Y él alza su larga mano.
¿Dónde? No lo sé —responde—. No sé si existió siquiera.
*
El Nilo mueve sus ondas entre campos conquistados.
Sobre él el cielo de Egipto despliega sus llamas de oro.
Por la amarilla ribera brotan del fondo los juncos;
las flores, joyas del aire, brillan humildes al sol:
unas, blancas, altas, como platería de la nieve,
y otras rojas como llamas o azules ojos que lloran.
Entre los juncos que crecen profundos, verdes y erguidos,
sus plumas finas las aves en los nidos las despliegan
y mientras al sol gorjean, los picos entrelazados,
se zambullen en los sueños que mana la fuente eterna.
El Nilo con su leyenda y con su espejo amarillo
va hacia la mar que le absorbe toda su antigua nostalgia.
Sus riberas se entrelazan con campos verdes, felices.
Menfis es allá a lo lejos, coronada de edificios,
muro a muro y roca a roca, una ciudad de gigantes.
Allí están los pensamientos de orgullosa arquitectura
Alzaron de monte a monte toda su antigua grandeza,
revistiéndola de plata para que relumbre al sol.
Y así, cadena brillante en el soñar del desierto,
Menfis, entre las arenas, si sopla la tempestad,
es una idea sagrada que se refleja en el aire,
lanzada en la lejanía… Más allá se elevan altas,
eternas como la muerte, las gigantescas pirámides,
tumbas que en su fondo guardan la epopeya de un poeta.
La noche cae… Duerme el Nilo, las estrellas aparecen,
en el mar mira su imagen la luna y borra los astros.
¿Quién ha abierto la pirámide y penetra en su interior?
Es el rey: su traje de oro siembran las piedras preciosas.
Pata verse en su pasado viene, mientras que su alma
se desgarra contemplándose más allá del fin del tiempo.
Es en vano que los reyes reinen con sabiduría.
Los malos signos aumentan, la bondad es prenda rara,
inútil buscar sentido a la indescifrable vida.
Sale en silencio a la noche… y su sombra se despliega
sobre las ondas del Nilo. Así ensombrecen los pueblos
los pensamientos reales proyectados turbiamente.
Los sueños de la pirámide, las ondas frescas del Nilo,
el gemido de los juncos bajo la luz penetrante,
parecen ser gigantescas lanzas de pulida plata.
Con la grandeza del agua, de la noche, del desierto,
todo se une para dar un vestido al viejo imperio,
resucitando en las dunas los ensueños mentirosos.
En la voz de sus raudales el río santo nos cuenta
el secreto de sus fuentes allá en los tiempos remotos,
y el alma, embriagada en sueños, a su encuentro se desliza.
Las palmeras en los bosques que dora el rayo de luna
alzan sus esbeltos troncos. La noche es clara, brillante,
las ondas sueñan espumas y el cielo ordena sus nubes.
En los colosales templos —columnas de mármol blanco—,
cuando en la noche los dioses pasean sus vestiduras,
el canto sacerdotal resuena en arpas de plata
y al hálito del desierto y en el frescor de la noche
las pirámides deliran, resonando dolorosas,
mientras los reyes se quejan en su gigantesca tumba.
Domina la torre mora muchas mansiones antiguas.
Desde día el mago miraba soñando en su espejo de oro.
En él miríadas de estrellas como en un hogar se unían,
pudiendo seguir el mago sus misteriosos caminos,
dibujando con su vara sus órbitas descubiertas.
Así halló el centro del mundo y cuanto hay de justo y bueno.
Puede que para desgracia de una raza afeminada,
de reyes llenos de crímenes, de malvados sacerdotes,
leyera el mago los signos, cual, guardián de venganza,
a la inversa. Llegó el viento, levantó toda la arena
del desierto, cubrió villas como gigantescos féretros,
para un pueblo ya sin savia pesando sobre la tierra.
El huracán acudió al galope de sus crines,
y hoy ya las aguas del Nilo sólo el desierto las bebe,
cubriendo con sus arenas lo que antes eran jardines.
Menfis, Tebas, el país está cubierto de ruinas,
por las arenas desérticas sólo pasan los beduinos,
oreados de leyendas por los infinitos campos.
Pero aún reflejan estrellas las ondas del largo Nilo,
y turbándolo, el flamenco, paso a paso, entra en el agua.
Y todavía la luna platea el antiguo Egipto,
nuestra alma sueña su historia en las voces del pasado
que llegan hasta el presente, querellando con el agua
que al deslizar su caudal levanta las profecías.
Entonces es cuando Menfis, pensamiento del desierto,
surge en idea grandiosa del soplo del huracán.
Los beduinos sorprendidos contemplan la maravilla
y cuentan bajo la luna cuentos de flores y estrellas
sobre la ciudad que brota del desierto doloroso.
En la tierra y bajo el mar se oyen crecer los lamentos.
Guarda el mar en lo profundo campanas que cada noche
resuenan, mientras el Nilo ha sumergido jardines.
Bajo el arenal desierto vive un pueblo que despierta
con sus ciudades y marcha a los palacios de Menfls
y en las salas luminosas, entre el vino y los placeres
y los gritos de alegría, cada noche espera el alba.
*
Vemos el Jordán que baña las praderas palestinas.
Entre las viñas de oro los alcores se levantan,
y Sión, la maravilla del templo de Jehová,
miramos, con los olivos mezclados a los laureles.
El Cedrón con su onda baña las altas hierbas buscando
a Jerusalén la mítica, ciudad que duerme en los valles.
Y en el Líbano hemos visto errar las ágiles corzas,
y en las campiñas segadas, las más hermosas doncellas,
llevando unas en sus hombros los áureos haces de trigo,
y otras que, al querer cruzar con pies desnudos el agua,
púdicas se levantaban las blancas faldas, turbando
la corriente del arroyo con sus lisos muslos claros.
Vi los reyes de Judea en su magnífico templo,
donde en bóvedas el mármol audazmente se levanta
y las inmensas columnas parecen mostrar el cielo.
Vi al rey David desgarrando en lágrimas sus vestidos,
rompiendo su arpa sonante contra los mármoles puros,
suplicando de rodillas le perdone Dios su culpa.
Salomón, el rey poeta, templa la voz de una lira,
haciéndola resonar de un pensamiento salmódico,
mientras en el son sagrado moja sus dedos proféticos.
Cantaba el Rey de los Reyes en un esplendor de luz,
el sol se paró en los cielos para oír su melodía
al par que el mundo escuchaba su tranquila y dulce voz.
Al salir del templo deja su pensamiento vagar
porque le aguarda el amor con sus espaldas de nieve
y sus blandos ojos negros. Cambia el tono de su lira,
pues las mujeres le esperan sonriendo, maliciosas.
Unas tan oscuras como la idea de un cuento asirio,
otras rubias como el oro, sueño secreto del norte.
El día del juicio llega y de los sauces llorones
el cantor cuelga su arpa temblorosa y es en vano
que conjuréis a la muerte, pues los muros se desploman.
Húndense las escaleras y las bóvedas doradas,
el sol contempla, amarillo, el largo drama de muerte
y se esconde en nubes rojas de tal suceso espantado.
Pueblos, sacerdotes, reyes caen envueltos en las ruinas.
Se rasga el velo del templo de Sión, nada se tiene,
tan sólo un montón de piedras es hoy la ciudad de ayer;
los cedros caen de los montes y queda desierto el Líbano,
la raza judía yerra, disgregada, entre los siglos.
Se alzan al sol del desierto, deshojadas, las palmeras.
*
¡Oh, dejadme hundir mi lira en las aguas del océano,
revestir su son de plata con la risa de las ondas,
con la imagen de los astros, con el azul de los cielos!
Quiero hacer surgir los montes de Grecia llenos de sol,
sus bosques resplandecientes cayendo por las colinas
y las rocas enclavadas entre las nubes de púrpura.
Sobre los valles profundos, hundidos en las regiones
nubosas, existen templos de innumerables columnas,
como si en sus brazos pétreos los montes los levantaran
para a los dioses mostrarlos. Los buitres, sobre los valles
brumosos, planean lentos, las alas tensas, los ojos
fijos sobre el bajo mundo que extendido se derrama.
Es así como la Grecia, hija del mar tenebroso,
lleva a los cielos sus templos, sus cargamentos de nieve,
bellos cielos transparentes, de azul profundo, infinito.
Junto al pie de las colinas, en abanico se extienden
los valles y los boscajes, las fuentes y los arroyos
que resbalan tropezándose en los muros de granito.
Y en medio de los rebaños de rocas, con esplendor
derrochadas entre bosques, partidos por claras aguas,
se ve una blanca ciudad luciendo entre ramos verdes.
El mar, rizando su rostro, sacude, dulce, la espuma
que arroja un mundo de rayos en su incansable ondular,
dando en las puertas gloriosas de la ciudad, roto en música.
Mucho más azul que el cielo, llevando el sol en su cata,
refleja en su mundo claro toda la grandiosa Grecia.
A veces, el mar se plisa, ensombreciendo su sueño;
ninfas blancas cual la nieve, sacudiendo el agua azul,
se salpican y al jugar se sumergen, agitando
sus cabelleras oscuras, las bocas llenas de risas.
Y en las olas luminosas el océano las alza,
celebrando cada onda su grácil aparición,
hasta que el mar en su juego las tira sobre la arena.
Los oceánicos cuerpos, igual que estatuas de nieve,
brillan entre sus cabellos negros, que secan al sol,
sobre cojines de arena lánguidamente extendidos.
Después huyen a poblar la noche verde del bosque
y cuentan historias mientras cortan flores del camino.
De un bosque, Sátiro surge, calvo y con barbas de buco,
largas las orejas, chato de nariz y boca hendida.
Goloso, muerde una fruta, furtivamente se vuelve,
ríe y en su loca huida mueve alegre la cabeza.
Ellas, blancas, pasan bajo la bóveda de los juncos.
Una se prende a una rama extendida sobre el agua,
quedando el fruto de nieve columpiándose en el aire;
otras, tendidas de espalda, nadan con un solo brazo,
mientras con el otro rompen los nenúfares de espuma
con que se adornan flotando como ahogadas en las ondas.
Eros dulcemente curva las ramas para llamarlas,
y ellas le siguen apenas estremeciendo la linfa…
En un bosquecillo duerme Sátiro, ebrio de almizcle.
Las ninfas, regocijadas, cuelgan flores en su oreja,
y tanto se ríe el bosque que hasta la noche estremece.
Las ninfas, bajo las ramas, se pierden por un sendero.
Cae la tarde, el sol se acuesta sobre el valle de los mitos.
Un listón rojo de brasa cambia unos montes en otros,
su relámpago profundo está fijo en la azur;
el mar cálido del aire, las estrellas retrasadas,
la dulce voz del arroyo, los suspiros de los bosques,
la voz del mundo y el mar se unen en el infinito.
Los bosques divagan negros bajo el peso de los astros.
Arroyos templados como la noche dejan caer
cascadas púrpura sobre los escabeles de roca;
en los azules profundos, en el cielo —mar tranquilo—,
los fuertes montes proyectan su coronación extática
y en olas de trigo verde se truecan los hondos valles.
Entre los cuarzos hendidos, fuera del basalto rojo,
los árboles solitarios pliegan sus troncos al viento,
sacando de las raíces un montón de piedras rotas.
Un buitre se prende fiero a un pico de la montaña,
las nubes van por los cielos, el viento empuja su flota
y por la noche del mundo resuena el canto del mar.
Y es entonces cuando sobre las aguas la santa luna
eleva su hermoso disco en el imperio radiante,
plateando de tisúes azules el ancho mar.
Se duerme gris en la espuma como si fuera una perla,
la arena brilla y los ríos centellean en el bosque.
La ciudad, llena de lámparas, prende millares de estrellas.
Y en el lugar donde nacen troncos de extraño follaje,
el rayo blanco de luna mancha de verde el sendero,
Filomela llena el bosque de suspiros amorosos,
y Júpiter, transformado en un esbelto mancebo,
espía la fina sombra de una hija de la tierra.
Se miran para asombrarse de ser ambos tan hermosos.
Ser arroyo es una suerte porque durante la noche
cuántas gracias misteriosas se revelan, ofreciéndose
mientras oye atentamente las mentiras de las ondas.
Para él descubren las ninfas su blanca nieve de mármol,
que abandonan prisionera sobre la clara corriente,
arrastradas por la espuma burlona de voz de plata.
Y, buenas, todas las hojas se van diciendo secretos,
sonrientes, parpadeando, oyendo, fijos los ojos,
a las ramas tornadizas que fingen rumor de labios
perdidos en los senderos del valle de las fontanas.
¡Si esto se supiera, cuántas manos cortarían flores,
cuántos labios guardarían el pensamiento del bosque!
Quien tiene oídos escucha la voz de las malas lenguas,
las olas murmuradoras y las estrellas que hablan
de los amores ocultos de las gracias y las ninfas.
¿Quién oye sin acordar su arpa rica a estas canciones?
Pues son tantos los secretos guardados por los arroyos,
que si el bosque habla, la vida es poca para decirlos.
Pero en su cámara estrecha, con su lámpara de aceite,
pálido está el pensador, de luto su pensamiento.
Es en vano que reúna el mundo en un solo signo,
pues el signo que propaga en secreto él no lo cree.
Confundido en su pensar, mira su sombra en el muro.
Su sombra ríe, la noche calla, la mesa está muda.
El escultor ciego está en su celda frente al mármol,
tiembla su cincel… queriendo ablandar con sus ideas
la piedra fría. Ya surge de su mano la escultura
que muestra al mundo su pálido, su completo ser eterno,
clavado en su movimiento, mudo en su sentir cruel:
un dolor fijo en el centro de los siglos que desfilan.
Sobre la piedra volcada, cercano a la mar sombría,
está Orfeo, negligente, acodado en su arpa rota…
La ensombrecida mirada vuelve y la deja caer
sobre los astros eternos, sobre los juegos marinos.
Llena de desesperanza, su voz que alertó la roca
escuchaba la manera de mentirse olas y vientos.
Si hubiera arrojado al caos su arpa de cantos colmada,
siguiéndola el mundo entero, a su música prendido,
se hubiera hundido tranquilo, lento, en los eternos valles…
Y caravanas de reyes soles y de rubias lunas,
las muchedumbres de estrellas y el universo implorante,
en un eterno emigrar se hubieran desvanecido.
Tras ellos, de las alturas apenas casi entrevistos,
y de los sombríos valles del caos, mundos remotos
hubieran surgido en olas en medio de los espacios.
Pero a su vez, atraídos por un mágico dolor,
sus enjambres luminosos siguiendo a un mundo caído
se irían. Y luego, nada: ni un átomo iluminado.
Mas Orfeo tiró el arpa al mar… y por su murmullo,
todo el pensamiento griego, seducido, la siguió,
llenando con su amargura los espacios oceánicos.
Desde entonces, tiembla el mar con su sublime dolor,
cantan sus nubes de olas la decadencia de Grecia
y con sus brazos azules la costa acaricia en vano…
Mas ¿qué sabemos…? ¿No oímos la armonía de las pléyades?
¿No vivimos en un mundo que se hunde sin darnos cuenta?
Yo creo que el océano de lo infinito oye un cántico.
¿No sentimos que está el mundo de inútil dolor transido?
Puede que siga el etéreo suspirar de arpas antiguas,
puede que estemos perdidos hace ya tiempo en el caos.
*
¿Habéis nunca adivinado lo que calcula un gran sol
cuando un rayo de su idea impide volar los mundos,
perderse de su sendero, caer desde el infinito?
Girando, rebeldes, corren turbados y romper quieren
la fuerza de encantamiento que los ata y hacia el caos,
de donde vienen, correr, pues de él confusos salieron.
La vieja eternidad mira, estupefacta, los mundos.
Hace millares de años medita en mitos y enigmas
que el espacio le propone con sus astros y sus leyes;
y ella se pone a juntar de los siglos que pasaron
toda la vida y la fuerza, toda la sabiduría
para edificar un grande, inmenso pueblo de reyes.
Y entonces Roma aparece en la Humanidad absorta
por sus potentes ideas, como soles en el caos,
y lo que dice es eterno e inmortal para los siglos.
Y así los pueblos conducen sus generosos espíritus,
sus hazañas seculares, su gigantesca existencia,
continuando el pensamiento prescrito por aquel pueblo.
¿Oísteis de emperadores erguidos sobre sus troncos?
Su voz y su frente ornada de astros al mundo atraían;
era su palabra un rayo para el universo entero;
mares rugiendo en su sueño, ricos países floridos,
ciudades antiguas, pueblos fieros están dominados
y los Césares reparten desde el Senado la Tierra.
Bajo los arcos de triunfo pasa el vencedor altivo,
sordo de aplausos, y apenas si oye el clamor como un mar
de voces multiplicadas que insisten, gimen y huyen.
A sus carros de oro atados, con la frente cotonada,
vencidos de humillación, el mirar pálido y hosco,
van los reyes derrotados tirando el pesado yugo.
Arde Roma y la tormenta silba y en ella se baña,
castigando en olas rojas el mar agitado y cálido,
y echa en medio de la espuma nubes de humo, viento y chispas.
Y en esa terrible boda enciende las torres negras,
tendiendo hacia las estrellas sus gigantescas antorchas…
Arde el siglo y toda Roma es su oceánica tumba.
Las nubes son una brasa que oscurecen las estrellas,
y como un piélago negro, por duros sueños alzado,
la urbe soberbia se agita entre olas de fuego y humo.
En el diluvio de llamas, amplio como un firmamento,
solamente se ha salvado un gran palacio de oro
y en su umbral canta Nerón… de Troya el fúnebre canto.
*
Cerca de los plateados ríos que en múltiples ondas
centuplican sus murmullos por los bosques y colinas,
en las grutas excavadas por las pendientes del monte
están los áureos boscajes de constelados calveros,
los bosques de plata donde las claras ramas se agitan
y selvas de cobre rojo sonando armoniosamente.
Se alzan los montes, se hunden los valles y los arroyos,
llevando al sol en su lecho las islas encantadoras,
como pequeños jardines llenos de árboles floridos.
De rocas grises, allí, tiene Doikía un palacio:
sus pilares son los montes y su techo es una selva,
cuyos árboles se mueven entre bajos nubarrones.
Un valle que es infinito como el desierto de Sahara,
con arriates de flores, como oasis sonrientes,
y con un río que lleva sobre su espalda las islas,
es el jardín luminoso del palacio en la montaña.
Los escalones de roca están mordidos, gastados,
y en sus cámaras lucientes que brillan como el acero
hay selvas de flores grandes como los sauces llorones
y rosaledas iguales que alamedas tenebrosas,
sembradas de lunas llenas que en la oscuridad se encienden.
Las violetas son lo mismo que estrellas de la mañana,
el resplandor de las rosas llena de rubor las rocas,
los cálices de los lirios parecen urnas de plata.
Entre los prados de rosas y los caminos de flores
vuelan insectos cual joyas y, como leves navíos,
mariposas construidas de coloreados sueños:
arco iris son sus alas y un espejo de diamantes
que, al reflejar el florido mundo del jardín ameno,
con su murmullo lo llenan de un temblor voluptuoso.
La bóveda está tajada a la vez que el techo de árboles,
viéndose a través de ella pasar la luna en el cielo,
joven reina blanca y bella, rubia y de brazos de plata,
que sobre sí cruza airosa un manto azul y estrellado,
cubriendo su blanco seno de una nieve virginal
mientras bondadosos miran sus grandes ojos las nubes
que se extienden albas, puras, en rizados arriates,
ofreciéndole violetas, tendiéndole flores de oro.
De cuando en cuando, la luna corta una flor y la tira
sobre el caudal de las aguas que huye como los relámpagos,
resplandeciendo en el mundo de los valles florecidos,
cayendo en bandas de plata en los dulces bosques verdes.
Pero una nube se alza compacta y negra en el cielo,
se forma, fija y se vuelve una hermosa catedral,
ceñida por las columnas en sombra que la rodean.
Apenas si un débil rayo entre los fustes se filtra,
las arcadas de su cúpula están cubiertas de plata,
sobre sus ojivas penden cortinajes azulados.
La luna hacia ella encamina sus lentos pasos lumínicos,
una diadema de astros arde en sus rubios cabellos,
encandeciendo los aires y haciendo brillar su frente.
Los negruzcos escalones de la catedral se alumbran
cuando ella penetra. Enciende las columnas con su luz
y arroja una sobre otra las negras sombras del templo.
En filas rubias los astros marchan siguiendo a su reina,
el aire en ondas azules todo el camino abrillanta
y las bóvedas del cielo se van quedando en la sombra.
La catedral centellea como edificada en mármol,
a través de una red áurea aparece como en sueños,
alcanzando hasta los cielos sus escalones de roca.
El largo río que corta al infinito el jardín,
despliega en anchos espejos sus aguas más cristalinas
y las islas que en él nacen también en su fondo mueren.
Sobre estos grandes espejos los iconos de los astros
húmedos van a nacer entre las límpidas aguas,
de modo que si los miras piensas que miras el cielo.
Y con hondas cavidades y piedras de sombra de oro,
se alzan las islas preciosas entre bosques de laurel,
dibujándose en el fondo de la ribera profunda,
de manera que parece que de una misma raíz
se alza un dulce paraíso bajo la luz de los astros
y otro paraíso cae con esplendor en el río.
Plata en polvo, en los caminos y por las verdes praderas;
ramos de color cereza se curvan bajo su flor
y se deshojan al viento en una nieve rosada
que él empuja, amontonando los pétalos delicados.
en un cúmulo de nieve que rosadamente brilla,
mientras los sauces de plata tiemblan, santos, sobre el río.
El aire es de primavera, las estrellas aparecen,
las flores sus misteriosas vidas sacan a los prados
en tanto que el viento llena el aire de luz y olores.
Desde un árbol a otro árbol, largas redes diamantinas
relampaguean violáceas a los rayos de la luna,
tejidos diáfanamente por arañas de esmeralda.
Los grillos como relojes roncos cantan en las hierbas
y en un árbol las arañas tejen durante la noche,
sobre el río plateado, un velo de pedrería,
y a lo largo de este puente, cruzando su fina trama,
la luna desciende al río y, al tocar su quieto espejo,
reluce como una mágica maravilla de violeta.
Sobre este ligero puente, Doikía, la bella hada,
pasa trenzándose el oro de seda de sus cabellos.
Es blanca como la nieve nocturna, esbelto su talle;
sus áureas trenzas resbalan en sus manitas de cera
y tras su veste de plata se ven sus miembros ligeros,
tocando apenas el puente sus piececitos desnudos.
Rápida, atraviesa el río, trepa por las escaleras
de las rocas, aparece en las grutas del castillo,
trayendo la luz del día y entra altiva en su palacio.
Bajo su calor está la luna henchida de rayos,
cada estrella es un brillante, y son las flores de fuego
joyeles humedecidos por luminarias profundas.
Húmedas, tiemblan las luces bajo la bóveda azul;
con su voz, Doikía, el hada, llama al pájaro encantado,
que a través del aire llega con su precioso plumaje.
Cuando este pájaro canta el mundo ríe de gozo.
Ella lo pone en su hombro y va a los dorados valles
donde la onda del río, larga, resuena en los juncos.
En una barca de cedro que flota ligeramente,
Doikía el hada remonta el filo de la ribera
y sobre el dorso del río se abandona en la corriente.
La barca corre de prisa, rompiendo el agua de plata,
en ella va recostada el hada hermosa soñando.
A la barca prodigiosa se han enganchado los cisnes.
Pero a medida que el río profundamente desciende,
se hunde en las selvas oscuras donde el agua apenas brilla,
tocada de cuando en cuando por los rayos de la luna.
Ya los altos troncos son como enormes postes grises,
hasta llegar a formar con sus ramas amplias bóvedas,
hasta llegar a cubrir con ellas el ancho río.
Como a través de los techos rotos de una ruina gótica,
penetra entre los ramajes la claridad de la luna
aquí y allá, revistiendo el río de bandas claras.
El ave mágica canta sobre el hombro de Doikía,
las olas corren riendo y su multitud arrastra
la barca, precipitándola en los fragosos torrentes.
Por los bosques de leyenda el río del canto pasa,
allí, a veces, se acumula como le sucede al mar;
su gran espejo, cercado por montañas y altas rocas,
forma un lago gigantesco, hasta el seno del cual llega
el sol de oro, penetrándolo, llenándolo de esplendor,
de manera que se puede contar la plata del fondo.
Luego se pierde de nuevo en la espesura del bosque,
donde en el árbol del centro se halla la reina encantada,
donde los sauces flexibles son los hijos-flor del rey.
El bosque fue una ciudad antes del encantamiento,
sus arcos son hoy las ramas, sus pilares son los troncos,
y sus bóvedas, los techos de hojas curvadas y oscuras.
En la noche suena el cuerno y los tropeles de corzas
arriban por el sendero, hollando las hojas secas,
campanillas en el cuello, rompiendo los ramos verdes.
En medio del bosque, giran alrededor de la encina,
hasta que surge una blanca emperatriz sonriente,
llevando un cántaro al hombro y en el pelo una corona.
Las hermosas hadas, hijas del rey, salen de los árboles;
son gentiles, de altas tallas; las herradas en el hombro,
cruzan por la sombra verde, doblándose ante las corzas,
que bajo tan dulces manos ofrecen pacientemente
sus ubres plenas, corriendo en las herradas sonoras
la leche que, al resbalar, el bosque llena de música.
Los cisnes llevan la batea lejos, cada vez más lejos,
huyendo entre los cristales del agua que se separan
ante la proa de cedro que abre largos surcos blancos.
Y cada vez más hermosas, más magníficas, más altas,
las selvas antiguas son. Sus copas negras entierran
las rocas y las montañas que se tienden hacia el cielo.
Aunque un río se defienda y agite sus oleajes,
los árboles de la orilla por encima de él se juntan,
entremezclando sus ramas, sus hojas entrelazando,
hasta formar un esmalte que cubre la verde bóveda.
El río, en su sombra eterna, profundo corre y suspira…
Van por sus costas floridas las sombras de los caballos.
El sol, al pasar su áureo anillo sobre los bosques,
en su recorrido curva las copas verdes, llegando,
sorprendido, a comprobar qué lejos está la tierra
y cuán altos son los troncos en aquel lugar del bosque,
pues aunque sobre ellos vaya, las hojas, igual que un muro,
forman tan espesa bóveda que no penetran sus rayos.
Cerca de los manantiales pacen los caballos blancos
como la espuma del mar, que noche ni día vieron;
la santa luna, los áureos astros, el sol sonriente
desconocidos les son. La clara y oscura sombra,
los embalsamados aires, los ríos que centellean
por los boscajes profundos, entre márgenes floridas,
es sólo lo que conocen. Y van con la crin al viento,
doblado, como los cisnes, su cuello, y tocando apenas
el terreno con sus cascos herrados con oro rojo.
Allá, en la sombra endulzada por balsámicos olores,
alzan las frentes, hinchando los belfos hacia el confín
y por relincho agudizan en el bosque las orejas.
Los cisnes llevan la barca lejos, cada vez más lejos,
huyendo entre los cristales del agua que se separa
ante la proa de cedro que abre largos surcos blancos;
y, de pronto, nace el día en un torrente de luz,
el río sale del bosque, entre llanuras sin fin,
que anchas se tienden al sol entre verdores floridos.
Mas se alza ante la proa una imponente montaña,
dos veces mide la altura que nos separa del sol.
Roca sobre roca, sube paso a paso al infinito,
y su frente, hundida en nubes, muestra apenas su contorno
en la oscuridad azul, dividida en dos mitades:
una sube sobre el mundo, otra llega hasta el sinfín.
Y en el pecho de esta inmensa montaña se abre una puerta:
es alta y su arco penetra, profundo, en la piedra dura,
juntándose en el umbral las negras escalinatas,
que llegan hasta los valles, que desde allí se divisan
apenas, y hasta a los bosques y las campiñas risueñas,
donde millares de arroyos corren hondos y tranquilos.
Por esta puerta, a la aurora salen largos y albos coros
que se elevan hada el cielo en el rosicler del día;
por ella, el carro del sol para sus ardientes potros,
por ella, la rubia noche muestra su rostro de plata.
Y en luminosos enjambres van saliendo las estrellas,
esparciendo por el cielo sus sagradas flores de oro.
Allí habitaban los dioses de la Dada —allí la puerta
del sol, piedra a piedra, baja hasta el mundo de los hombres—,
y sentados en sitiales de roca viva, en la verde
oscuridad de la selva, como en el trono del mundo,
bebían copas de aurora con alientos de alba espuma
mientras millares de ríos nacían y resonaban.
En la lejanía, a veces, soplaban su cuerno de oro,
despertando la selvática voz de los bosques profundos
y llamando a sus caballos, que a galope respondían,
la crin al viento, en tropeles de nieve por los senderos.
Y los dioses cabalgaban, compitiendo en ligereza,
por la alta sombra del bosque y la tierra sin confines.
De cuando en cuando, al dormirse los caballos en la noche,
la luna, hada de la Dada, con los dioses va de fiesta;
el sol, niño de oro, sale del sagrado mar azul,
fatigado de su curso y se sienta ante la mesa,
dorando los aires gradas a la luz que vive en él.
La sala verde del bosque resplandece con los cánticos.
Como si fueran pintados, están los dioses cubiertos
de sol; sus blancos cabellos, sus largas barbas relucen,
las arrugas de sus labios se pueden contar; los trajes
oscuros parecen blancos en el fulgor de la luz,
y en su regocijo ríen, entrechocando los vasos,
y a través de sus pestañas la luna los mira, púdica.
Lleva una túnica azul cosida toda de estrellas
y sus senos de alba nieve resplandecen de un collar
de perla fina, engarzada por un simple hilo de oro.
Lleva los largos cabellos trenzados sobre la espalda,
sus ojos garzos contemplan al gran hermano celeste
y su ánima la asaltan pensamientos melancólicos.
Antes de partir, la luna canta una canción que llama
a los uros de los bosques; les acaricia las crines,
curva sus cuernos, golpea dulcemente sus testuces,
y al besarlos, en sus frentes deja joyeles brillantes.
Luego, sube al negro monte y entre oleadas de estrellas
se desliza suave y dulce sobre la ruta del cielo.
A espaldas de esta montaña, en la extensión infinita,
está el magnífico imperio del bello y sagrado sol,
irguiéndose sus palacios sobre alcores y jardines,
resplandecientes de mármoles, serenos como los hielos,
con pórticos siempre abiertos, escaleras deslizantes
y columnatas de piedra, unidas por largas bóvedas.
Están las grandes ventanas cubiertas de cortinajes,
tramados de oro bermejo, en los que la hermana blanca
ha tejido muchos años. Por el aire de diamante
dotan en pesadas ondas los balsámicos olores
que se extienden sobre el valle como arroyos bajo el sol,
cubriendo los frutos de oro de los bosques y los ríos.
Y batallones de flores, en platabandas, parecen
estrellas y mariposas, que ciegan a quien las mira,
como ideas empapadas en oro y en arco iris.
Allá arriba, desplegando sobre jardines floridos
anchas velas irisadas, van por los cielos los barcos,
brasa y oro, de las nubes, y en los espacios celestes
que las estrellas esmaltan, el emperador posee
su morada, que escalona castillo sobre castillo,
con espejos de diamante, con ventanales de Ofir
y con salientes de mármol blanco y tapices de púrpura.
Por las altivas columnas pasa murmurando un cántico:
es un viento de alma pura en un aire de brillantes.
En la atmósfera traslúcida no puede atarse la sombra.
Como por un agua clara, pasan con sus bellas frentes
las hijas del sol, cruzando a través del aire cálido.
Su cabellera es umbrosa y su rostro es como un lirio,
tocando apenas sus sombras un misterioso rubor
—alba rosada a través de ventanas de esmeralda—.
En un país siempre claro fulge la dudad del sol,
Luz en la luz, la celeste voluptuosidad domina,
Transparencia de agua, flores que la luz sume y anula,
jardines claros del agua destellantes a lo lejos,
bosques de rosas, plateado color de las azucenas.
Lagos ahí transparentes vense, y es roja su faz,
tácito, oscuro reflejo de calladas rosaledas.
Risueña, el alba de plata clarea en el patio; verde
y transparente es su tónica sobre la ebúrnea tez.
Rosas al lago confía con sus manos marfileñas.
El viento le ha enmarañado su cabellera estelar.
En lo umbrío de una atmósfera de dulce carmesí
verdes prados son testigo de un vago sueño de cúpulas.
Sombras verdes, su materia, que funde plata y silencio,
transparente, cual tras una diamantina telaraña,
luna, monasterio blanco, recóndito entre el verdor,
rodeadas por la vid sus columnas perdurables.
En el jardín, los augustos árboles de un verde oscuro,
rodeados y cubiertos de hiedra en su misma cúspide
mueven banderas efímeras, blancura florida, y pasa
de un muso a otro —fulgor de hojas—, entre un desmayar
de flores, puentes mecidos por el perezoso céfiro,
la hiedra, de árbol en árbol, suntuosa en su invasión.
Las parras dejan caer de sus altos brazos finos
frutos violeta y dorados, racimos negros y tersos,
donde las abejas liban su rica miel luminosa.
Los caballos de la luna beben de la vid los zumos,
y embriagados por el vino pacen la hierba olorosa
y en la noche eterna corren relinchando alegremente.
Y en el templo de la lima, entre columnas de plata,
se la ve, hermosa, pasar. Su dulce cuerpo es de nieve;
sus hombros deslumbradores son de un oro rubio y fino.
Así ella cruza, cubierta de una gasa transparente,
los brazos centelleantes, reflejada por los miles
de espejos diseminados en los muros y los techos.
En las cámaras inmensas de tan hermoso edificio
cuelgan magníficos cuadros, que en su pintura retratan
los mitos dacios, la fe de los antiguos creyentes.
Por jardines y atanores va la veste de la luna
o por los patios de plata, donde las albas en coro
viven, o bien, por el bosque encantado de las reinas.
Este es el Edén de Dada, el Empíreo de los dioses;
allí, en un lugar, el día es eterno; en otro es,
la noche, eterna; y en otro, un alba eterna de mayo.
Las grandes almas altivas de los héroes de la Dada,
después de su muerte, vienen en luminosos cortejos,
por la puerta de la vida que es la puerta del Edén.
*
Aquí está el viejo Danubio, esplendoroso y audaz,
deslizando en un murmullo su oleaje pensativo
que adormecido se mueve, corriendo a la mar amarga;
así en millares de siglos, millares de pensamientos
adormecidos y viejos se hunden en la eternidad
y, siguiéndolos, las fuentes de los claros tiempos surgen.
Sobre los alzados arcos que blandamente se entierran
en las olas del Danubio, gruñidoras y agitadas,
pasa un puente, un pensamiento de piedra lanzado en arco.
Los furiosos oleajes levantan sus rudas frentes
y al romper precipitados en la piedra inquebrantable
gimen, bañando los pies de su rocoso monarca.
Sobre el puente pasa Roma su poderosa grandeza,
el sol se apaga en los cielos ante el brillo de las armas,
los escudos resplandecen, ruedan rugientes los carros
y Saturno, coronado de nieve desde su estrella,
truena y lanza sus miradas sobre el imperio del tiempo,
preguntando al mundo, atónito: ¿Es que esto son los mortales?
Allí por donde los Cárpatos de crestas duras se alzan,
donde los pinos se alinean como un ejército fiero
y los montes con su frente tocan la bóveda azul,
se mantienen silenciosos los ejércitos de Roma,
las anchas frentes erguidas bajo los brillantes cascos,
mirando a la roca donde la última ciudad se alzaba.
En el cielo azul se forman duras nubes de basalto,
del Danubio y del Mar Negro parece escucharse el grito
de rebelión y crujir las junturas del planeta.
¿El Universo se habría sublevado contra el globo?
¿Las estrellas moverían sus ejércitos? ¿Los soles
lucharían? ¿Roma cae? ¿Se desploma a tierra el cielo?
No. Del fondo del Mar Negro, de sus palacios profundos,
de las rocas arqueadas en pórticos gigantescos
el ejército de dioses de la Dacia se adelanta,
y Zalmoxis, el antiguo vendaval, cruza las nubes,
removiendo sus caballos de rayos. Desde Levante,
en los uros cabalgando, sus escuadrones le siguen.
Como una bruma de plata su barba ilota en el sol,
henchida por la tormenta su cabellera es de nieve,
su corona se le ciñe cual rayo petrificado,
trenzada de astros azules. Tendido sobre su carro,
les señala con su mano a las huestes el camino
y por afán de combate su ojo brillante le sangra.
Así el arco de los cielos sube en toda su grandeza,
los altos montes sus árboles remueven y con estrépito
hacen que rueden las rocas, saludándolo sombrías,
y su blanco manto regio desprende pliegues de nieve
cuando alza su brazo y grita a las rocas que se partan
y hace resonar los bosques hasta el fondo del empíreo.
En el cénit ya, sus huestes paró sobre las romanas.
«Decebal[8] —gritó en las nubes—, los fulminaré venciéndolos
y las aguas del Danubio se tragarán sus legiones».
Pálido, Decebal sale a la alta, estrecha ventana,
y levanta su corona hacia la imagen augusta
y mira con gran dolor hada sus antepasados.
Entre los desfiladeros, los ejércitos de Roma
alzan los ojos al cielo y ven a los dioses dados
marchando en filas que rompe el fuego rojo del sol.
Sobre una roca está el César sobrecogido de asombro:
«Levantad contra el ejército del cielo el romano lábaro
y gritad: ¡Roma está aquí!». Los bosques hondos y umbríos
resuenan con el temblor prolongado de las armas.
«¡Roma está aquí!», gritan. Arden las águilas bajo el sol,
de Sarmisigetus[9] llega en vano un río de flechas,
pues los escudos detienen la granizada de bronce;
los dioses rugen, las rocas se tambalean, las nubes
se desgarran y torrentes de rayos cortan los montes.
Los dioses de Roma llegan del Poniente. Sobre un astro,
Zeus, juntador de nubes, asciende a la augusta bóveda;
Marte tiende su arco fiero apuntándole a Zalmoxis
por salvar la noble estirpe brotada un día en su muslo;
el mismo Marte levanta los emblemas de la Urbe
y ante su antiguo furor las nubes de piedra tiemblan.
El mundo parece alzarse de su caótica hondura
y las nubes se levantan en cúmulos y pilares.
Júpiter para esta lucha ha librado a los Titanes
de su eterna oscuridad y suben tronando al cielo,
tendiendo sus negros arcos contra los astados uros
de modo que se hunde el aire bajo una aurora de flechas.
Las brumas han reunido sus puntas llegando al sol
como un bosque gris y eterno. Por los claros relucientes
se abren campos de batalla en los bosques plateados;
a través de los pilares de nubes los fieros cascos
sobre las frentes divinas se ven, los escudos de oro,
las lanzas que arden al sol y arcos tendidos al viento.
Jove frunce el entrecejo y como un niño sacude
al viejo Globo, los montes se estremecen, muere el mar.
Es la señal de la lucha entre los bandos de dioses;
Zalmoxis deja las riendas a sus caballos de brasa
que hinchan en lenguas de oro sus largas crines; mugiendo
los uros dados levantan sus testuces. Caen las nubes.
La batalla es cruel y áspera. Los dados paveses brillan,
lanzando soles y lunas entre los bosques de nubes
para quemar de los dioses romanos las armaduras.
Su paso confunde al cielo, caballos y uros trepidan
cual truenos que llenarán durante un siglo las nubes
y quiebran en sus escudos las espadas de Vulcano.
Todo en vano, que invencibles, en formación de batalla,
también sus armas se rompen en los contrarios escudos.
Invencibles, unos y otros; unos y otros, inmortales.
Es inútil que se lance Marte entre las filas dadas,
inútil que Zeus lance sobre los cascos sus rayos,
pues inquebrantables quedan los unos como los otros.
Sobre un arco de los cielos, en la claridad lejana,
apoyados en sus lanzas los dioses nórdicos viven
al sol una eterna aurora que da frescura a su mundo.
En trono de alto respaldo está Odín, su pensamiento
mira de la larga lucha toda la inmensa grandeza
y su corona de oro luce en su ardorosa frente.
Los blancos cabellos caen sobre sus hombros bordados.
Tranquilo, su barba alisa y las sombrías miradas
de sus ojos azulados dirige hacia los que ludían.
Freyja, esbelta y blanca como la nieve, de azul vestida,
su cabeza humedecida del oro de sus cabellos,
reposa sobre los ásperos hombros del rey del Walhala.
El huracán lleva el cántico en la enardecida lucha.
La madera de la lira es el cielo, los cordajes
son las nubes. Al limpiarse de la bruma las estrellas,
se deslizan armoniosas a través del instrumento,
sembrando ideas de oro en la voz de la tormenta.
Los bosques ceden al viento y oscuramente responden.
Júpiter suelta del freno los buitres. Con sus dos alas
largas y negras ocultan el sol. Entre las quebradas
huecas y hondas de las nubes, en su carro va Zalmoxis.
Vio la cabeza de Júpiter como en el sol del poniente
se ve la cresta del monte entre triunfadores rayos,
mientras él, fijo en lo oscuro, temerariamente espera.
Las miradas del Olímpico ven el carro. Con terror,
para esquivarle los ojos, levanta el Dacio su mano.
Los caballos aterrados relinchan y se encabritan.
Con un grito frío, Júpiter le hunde el rayo en su costado,
y el cruel y gran ejército de los dioses de la Dacia
cegado escucha la voz de su ilustre padre herido
y huye. Caballos y carro rotos en las nubes caen.
Los arcos negros disparan una gran lluvia de flechas,
alcanzando las divinas y fugitivas espaldas.
Así, perdidos, aullando, de la bóveda descienden
y el torrente de su sangre, húmedo, rojo de aurora,
llena los hoyos de nubes con sus lagos de rubí.
Las nubes huyen rasgadas, se curva la limpia bóveda.
Dorados, en el cénit, se alzan los dioses de Roma.
Cruzan sus lanzas mirando los ejércitos del valle;
sus bellos cascos lumínicos resplandecen con el sol;
vuelven sus fieros caballos y sus carros de oro fino
hacia el poniente y el sol humildemente los sigue.
Los dioses de Dada llegan al mar, que abre sus portones;
se precipitan y bajan hasta las cámaras grises.
Con la luz, su vida queda oscura y amortajada,
pero la luz, temblorosa de su profundo dolor,
en oleadas de imágenes canta el desastre de Dada
y con sus brazos azules toca amorosa las costas.
La tarde se estrella, el día huye hada el mundo del mar
y en las cimas de los montes las guardias encienden fuegos,
que como manchas de oro, desde los valles en sombra,
aparecen suspendidos de las nubes. Junto al fuego,
los veladores su sombra proyectan en las murallas.
Sobre rocas y praderas el ejército se duerme.
Junto a una roca y un fuego que ennegrece las murallas,
solo, en un lecho de paja, está el César acostado.
Bajo él ve los hondos valles llenos de niebla y de sueño,
contempla los rojos fuegos, las rocas llenas de sombra.
Como una campana clara y azul sembrada de luces,
el cielo abraza este mundo con su siniestro Señor.
Soñoliento, al remover su voz de trueno en las nubes,
despierta centelleando los ecos de las campiñas
y en piadosa teoría las estrellas lentamente
penetran multicolores en los templos de las brumas.
De su plegaria la noche se llena. Dulces iconos
esparcidos, relucientes, cubren los valles de lágrimas.
Los rayos de fuego ensayan penetrar entre la bruma
y los jirones de luz rayan los valles de sombra,
pasando la oscuridad, tiñendo arroyos y fuentes
al lanzar sus resplandores en las ondas y las selvas.
Con su soplo lastimero el viento cruza los bosques,
creando un hechizo mágico al hablar entre las hojas…
Se asoma sobre la cresta de un negro encinar la luna
y Trajano cree ver surgir en él a los Césares
saludando con sonrisa muerta el emblema de Roma,
y al cruzar lentos los aires contemplan la ciudad Dacia,
bendiciendo a los ejércitos romanos, desvaneciéndose
en formación luminosa, llenando el aire de ensueños.
Enraizada en el monte de rocas largas y negras,
arrojada a los espacios desde el hondo precipicio,
Sarmisigetus alcanza con la arista de sus muros
las nubes, y entre los arcos las antorchas de resina
manchan la sombría noche con sus enfermizas luces,
hiriendo la oscuridad de las levantadas bóvedas.
Y en la sucesión de arcos, doblados de resplandores,
el César vio reunidos a la mesa de la muerte
los duques dacios. Antorchas de paz, fijas en los muros,
iluminaban las cámaras, y las blancas armaduras,
suspendidas de los haces de las lanzas y los arcos,
empavesaban de un fúlgido azul los pilares grises.
Los duques son como abetos, fuertes, tallados en roca.
Crueles tienen los ojos, triste y honda la mirada;
sobre sus espaldas cuelgan pieles de tigre y león;
fuerte el brazo, recta el alma, anchos de pechos y hombros,
sus cascos son como piedra posados sobre su frente
y parecen semidioses con sus largas cabelleras.
Las copas, blancas y limpias —como cráneos de enemigos—
son de plata y de oro fino las asas, bien cincelado.
Levantándolas, rodean la larga mesa de piedra.
Porque prefieren morir antes que una vida esclava,
vierten en los hondos cráneos el veneno sobre el vino
y en el silencio nocturno brindan, beben, hablan, ríen.
Ríen y su risa vuelve serena su palidez.
Una a una las brillantes antorchas van apagándose,
uno tras otro se extingue el hálito de los duques.
Caen de sus sillas al frío de la losa gris que cubre
el suelo. No queda nadie, uno solo vive aún.
Arde su santa corona, sus ojos lanzan relámpagos.
La luna en el mar azul baña su cuerpo de oro,
iluminando las cimas y las férreas hondonadas
donde el antiguo castillo se elevaba hasta los cielos.
Decebal (pálido como un muro con cal de luna)
aparece en la ventana y tiende su muerta mano
fuera de su manto negro que totalmente lo cubre.
Habla. Su voz de profeta ha traspasado los siglos,
su alma, enfrentando la muerte, ha iluminado su tiempo.
Su idea, una profecía, su palabra, un gran tesoro,
y el valle lo escucha atento y las estrellas lo escuchan.
El César, desde su roca, lleno de asombro lo oye
y las palabras se hunden en su oído claramente:
«¡Desgracia para vosotros, romanos, tan poderosos!
¡Que sombra, polvo y ceniza vuestra grandeza se vuelva!
Llegará un tiempo en que nadie comprenda, ni vuestros hijos,
cómo si fuisteis tan grandes pudisteis caer tan hondo.
Gota a gota apuraréis la hez de la degradación,
emborrachando a los locos, desesperando a los sabios.
»En el tapiz de la Historia, los pueblos esclavizados
pasan sus trémulas sombras en filas acusadoras,
arrastrando su alma seca por vuestro envilecimiento.
No los dejasteis vivir su destino. De vuestra alma
corrompida le llenasteis su joven savia inocente;
su suerte pesa en vosotros. Decid, ¿qué habéis hecho de ellos?
»¿No escucháis cómo os maldice el mar con sus tempestades?
Las bocas de los volcanes, gritando, piden venganza,
la lava que amasó el tiempo lanzan al profundo cielo,
y a través de negras nubes —cruel oración de brasas
hacia los dioses— suplican que vuestra raza destruyan.
¡Vuestra muerte! Eso reclaman los pueblos del mundo entero.
»Ella vendrá, pues alzados de su paz por los profetas,
fuera de sus bosques verdes surgirán inmensos pueblos
que ideas dominadoras llevarán sobre su frente.
Constelaciones sangrientas en las bóvedas azules
les marcarán el camino hada vuestro vasto imperio
y hada Roma irán fluyendo ríos de amapolas rojas.
»De la frente de los Alpes erguidos sobre las nubes,
del centro del bosque verde y las rocas suspendidas,
los escudos por trineos, descenderán en torrente.
La tierra echará en su frente cenizas penitenciales
y habrá un puente de cenizas romanas, ya tus legiones
difuntas, sobre los ríos. Después, no quedará nada.
»Habéis llegado a ser viles, a embruteceros esclavos,
cayendo hasta la vergüenza vuestra raza santa y grande.
La grey de reyes y sabios caerá en la servidumbre
cuando los bárbaros traigan el delta de sus ensueños,
empujando a las tinieblas todo aquello que dijisteis.
¡Que tres veces la desgracia caiga en ti, pueblo romano!»
Así dijo. Al maldecir, su mano blanca y enjuta
la sacó por la ventana, y arrancando de su frente
la ensombrecida corona la lanzó sobre el abismo.
Pálido como la muerte, de pie está bajo la luna,
los cabellos levantados por el viento, sus palabras
de maldición resonando, rebotadas, en las rocas.
Y el César, estupefacto, dijo: «Tierra, ¿qué es lo que tenemos
entre las manos, el mundo o sólo un montón de sueños?
¿Pensados por ti seguimos hoy en el día de ayer…?»
Y el orden eterno mueve sobre él todo el universo
del océano de estrellas. ¡Qué irónicamente giran!
César, ¡qué grande pareces! ¡Pero qué pequeño eres!
En la vida está la muerte. Y en la grandeza se encuentra
el germen de la caída. Así son todas las cosas,
y los romanos cayeron, grandes en el mal y el bien.
Es terrible ver a un pueblo condenado siempre a ser
grande en el mal, aumentando su vergonzosa vileza
sin que siquiera la muerte Dios, implacable, le envíe,
porque el brazo poderoso de la muerte no se atreve
a separarle la vida y duda, al alzar su hacha,
como el verdugo al cortar la cabeza del monarca.
Los dioses vacilan antes de confirmar la sentencia
y meditan que si un pueblo mereció ser inmortal,
fue el de ellos; y si muere, ¿cómo seguir inmortales?
¿Los descendientes…? Ya roto el fértil tronco nativo,
nos hemos ido perdiendo en los siglos despiadados,
Ellos llevaban coronas; nosotros, yugos de palo,
desterrados en las rocas; ellos llenaron el mundo
con nosotros y olvidamos la insigne grandeza antigua
bajo los signos de muerte sin ningún signo de vida.
Hubo un tiempo en que en su tierra no podían ya enterrar
a sus muertos. Y pendían sobre sus cuerpos sagrados
harapos pobres de siervos, de mendigos miserables,
aunque sintiesen en ellos la luz que enciende los siglos.
Cuando entronizados fueron, fueron en tronos quemados
y en sus frentes las coronas fueron de hierro candente.
Y aunque en nuestros corazones de grandeza haya semillas,
no queremos concederlo, porque el pensamiento extraño
a nosotros lo rompió la vida inmensa y pujante.
Largos siglos que quedaron huérfanos del gran espíritu
de Roma nos han creado… En nosotros, ella existe;
si morimos, día muere… pues somos su último ramo.
Cuando tú piensas en ella, tu alma se vuelve divina
y vamos hacia el pasado como dioses de los cielos.
Sobre las profundidades de los siglos, arco iris
nos levantan; con los dioses, la eternidad recorremos
hasta escuchar la armonía de la sagrada ciudad,
.sintiéndonos poderosos sólo con pensar en ella.
*
La región polar en sueños de invierno pasa la vida,
dormida en olas sagradas y en las ruinas de los yelos,
desposada hace mil años con el viejo rey del Norte,
quien soberbio en su vestido, la barba de nieve al viento,
sopla yelos, arrojando su voz llorosa a las nubes,
embriagándose de estrellas, cantando al compás del mar.
Fríos y tristes vivían los desposados. Las noches
del invierno un tul de plata, como un sudario, les tienden.
Los vientos helados son el hálito de las ondas;
el arpa, a través de ellas, grita —corazón de yelo—,
enseñando a delirar al mar y a mugir al viento.
Las estrellas se reflejan sobre el desierto sin fin.
Entonces, cuando es llegada ya la dulce medianoche,
coloreando sus rayos de zafiro van los cielos
y de la frente del Norte se eleva el astro polar.
Ya no aparece la mar entre las rocas batidas,
el viento no lleva más en sus alas el invierno,
todo calla cuando cae su rayo en la mar amarga.
Y cuando se alza la estrella sobre la frente del rey,
el Norte sigue en sus sueños y la larga noche pasa.
Desde la roca en que reina, sus pies de granito extiende
hasta el fondo de la mar áspera, amarga y sin límites.
Los largos cabellos flotan, como espinos, en los vientos,
sus hombros —montes de nieve— suben hasta el infinito
mientras su arrugada frente, a través de las tormentas,
se mantiene, en tanto caen mezcladas nubes y estrellas.
Abajo, el mar lo sepulta; arriba, lo ciñe el cielo;
el espejo de las aguas enturbiado se serena
y de su seno salvaje se alzan una luz y un canto.
Se ha unido al yelo el ensueño de una noche de verano.
Y en el fondo del mar áspero los palacios de zafir
levantan sus bellas bóvedas y sus luminosas cámaras;
las áureas estrellas brillan en las teas y los árboles
en flor. Por el aire quieto, a través de dulces luces,
se ven, flores virginales, flotar las blancas doncellas,
vestidas de azules túnicas, rubias como hilos de oro.
Son blancas como la nieve nocturna, su faz reluce.
El cielo mismo en las nubes se asoma para mirarlas;
desatados, sus cabellos les flotan sobre los hombros.
La noche sueña en los astros y mira el fondo del mar,
la luna dulce enrojece su rostro de amor y asombro,
la ola azul y vagabunda también de asombro se tiende.
Una hija tiene el mar como una lágrima de oro.
El caudal de sus cabellos le desciende hasta los pies.
Es la reina de los astros, meteoro de la noche.
A veces, entre las olas, nadando corta la mar
y la albura de sus senos levanta el azul del agua,
mientras las olas le cantan al tesoro de la espuma.
Allá en el fondo del mar, en las elevadas cámaras,
están ante largas mesas las deidades del Walhala
presididas por Odín, el de los níveos cabellos.
Es allí donde deciden, en rúnicos caracteres,
la muerte de Roma, ensillan sus caballos de tormenta,
se arman de oro y se aprestan para su largo camino.
Entonces la tempestad desenraiza los mares
y frontalmente sus olas lanza sobre las estrellas,
alzando bloques de yelo, tirándolos a las nubes,
intentando hundir los cielos. En un celeste rincón
es el verano y los dioses descienden los escalones
en la noche antigua y brillan sus rostros cual soles pálidos.
A través de los lamentos de las olas, de los gritos
de las nubes abre el mar sus pórticos azulados.
Parte sus aguas en dos ante los dioses que van
cabalgando y en la orilla de los cantiles comidos
por la onda se reúnen, brillando bajo la luna
sus cabellos y sus cascos, azules como la luz.
Y parten. Odín su lanza lanza a las nubes de bronce
que pasa como una aguja de oro el velo de los cielos,
mostrando sobre la nieve los caminos hada Italia.
Y cruzan, cruzan los campos cubiertos de su blancura.
Sobre los bárbaros hombros el acero azul reluce
y la tempestad les hincha sus cabellos en el viento.
En la colina sagrada de Roma han aparecido.
Sobre su mundo dormido cae una estrella del cielo
y allí los siglos remotos, inexistentes, se duermen.
¿Pensasteis alguna vez lo que es la noche del mundo?
Sueños de la Humanidad, deseos incontenibles
duermen. Si durmieran siempre, ¿quién su existencia sabría?
Es el alegre jardín orgulloso de la tierra.
El plenilunio ilumina un pensamiento de oro,
Roma brilla en sus colinas cerca del río que mira
deslizar la vida eterna que en los alcores reluce.
La lanza de Odín se para, se transforma en cruz de oro,
y Odín muere, siendo el Tíber el ataúd de su fe.
*
Igual que bajo las rocas, en las entrañas de bronce
de la tierra se mantiene, en cadenas y sin miedo,
el alma blanda en las llamas del horroroso volcán;
así los siglos oscuros mantienen en sus cadenas
de humillación el espíritu que se debate en las fibras
de los pueblos y es capaz de pulverizar los hechos.
Pero hay siglos en que el mundo yerve por salir del fango
como un volcán encendido que se abre paso en las nubes
y entierra con sus cenizas la creación de un país;
así los hijos más fuertes de los siglos ya pasados
quieren que el mundo se salga de sus goznes y arrancarlo
lanzándolo hacia el azar de una era nueva mejor.
La bandera tricolor, llena de sangre, plantada
en la barricada está, y la Bastilla se hunde.
El pueblo ruge soberbio como un mar que se despierta,
todo lo rompe y sus olas que suben con valentía
hacen surgir seres fieros que en tempestades lo arrastran
a enterrar en los escombros lo que sus pies pisotean.
Y a través de la hosca imagen de días desenfrenados
en que la vida es la chispa y la sangre es un torrente,
pálido y siniestro pasa como un tigre Robespierre.
Su mirada sanguinaria yerve en él vigiladora;
es sentencia lo que escribe, condenación lo que piensa
en su cráneo donde funde sus pensamientos de hierro.
Pero cae. El oleaje alto de la mar se aplaca,
el rayo de la justicia entra profundo en el pueblo
y los días de terror se truecan en un fantasma.
Mas las potencias inquietas que en lo hondo del mar viven
quisieran ahogar la costa e invadir con su grandeza
el mundo. Todas se unen en el aliento de un hombre.
Grande, porque lo levantan los fieros tiempos antiguos,
porque el pensamiento alzado del largo temblor del mundo
lo lleva sobre su frente y escrito en sus estandartes.
Cuando levanta su arma por los pueblos subyugados,
todos los pueblos lo aclaman… y los reyes se desploman
y se encienden en la noche sus orgullosas estrellas.
Por eso tras sus banderas todos marchan fervorosos.
Él los lleva a la victoria, él los conduce a la muerte.
Quien muere, muere seguro de estar en su pensamiento,
y cuanto de noble y fuerte hay en este duro siglo
le sigue porque a través de la noche y las batallas
la eterna paz es quien brilla como un fin esplendoroso.
Hacia ese fin que en la noche brilla como si es un sol,
van a cientos de batallas, siguiéndole enardecidos,
cayendo a millares para que centenas de millares
surjan detrás y lo sigan, ya en inviernos o veranos,
hasta que tiendan los fríos montes de nieve en la tierra
donde el cierzo azotador sueña tormentas gigantes.
El Norte, entonces, saliendo de las ruinas de sus yelos,
quiebra sus montes, soñando sobre el haz de las campiñas
altos surcos… Torbellinos de frío se arremolinan,
pasando sobre el ejército, amortajándolo… y luego,
se alza orgullosa la antorcha de una aurora boreal
sobre los hombros cubiertos por un desierto de nieve.
«El Norte me derrotó, pero me dejó mi idea».
Como un sol, se le ve hundirse en el mar de las edades,
su último rayo en la cúpula de los Inválidos queda.
El mundo vuelve asombrado su mirada hacia el poniente.
No ha caído un solo hombre, sino todo el pensamiento
de un siglo… El libro del mundo comenzó de nuevo en él.
Desterrado en rocas grises su pensamiento titánico,
como Prometeo, aquel que trajo al mundo la luz,
contempla desde una roca los juegos del mar profundo.
Echado allí por la mano de su destino, se duerme.
Con hondo dolor el mar quiere derribar la tierra,
golpeándose y mugiendo contra la tumba rocosa.
Los soles mueren, al caos caen sistemas planetarios,
pero es capaz de medirlos pensamiento del hombre…
¿Quién mi profundidad mide? ¿Un hombre? No. Un pensamiento
insondable. Vana es la adivinación del sabio,
poniendo un grano de duda mezclado con la verdad.
Pero el viento quemó todas mis tribus de pensamientos.
En un cráneo mondo y blanco que en sólo una mano cabe
viven edades enteras de calma meditación;
cosmos, arroyos de estrellas, ríos con masas de soles,
de los pretéritos pueblos la vida incierta y grandiosa,
valles de la eternidad, de ignotas profundidades:
¡y la imagen de todo un siglo junto al cáliz de una flor!
Tú, que, santo y grande, siembras estrellas en vasto caos,
surge, cual astro radiante, de las ruinas de mi mente,
irrumpe, fantasma oculto entre difusas imágenes;
tú, que profético escribes el decurso de la historia,
y sostienes del poder las bóvedas imponentes
¿quién eres, di? Y, comprendiéndote, comprenda al hombre, tu imagen.
Relampaguea en las nubes que tu grandeza nos velan,
entre derrumbadas bóvedas véate allá en lo profundo;
si tu tesoro conozco, ni morir me pesará,
¿Por ventura no te busca la vida de los humanos?
Yo, un hombre, de conocerte aceptaría morir.
Pero ¿acaso, oh sembrador, para las hormigas siembras?
¿Quién, quién plantó estas semillas que, en fulmíneo ramaje
convertidas, siglo a siglo, pueblan los campos del caos,
asentadas sus raíces en el corazón del hombre?
¿Pensamientos de coloso en un cráneo de hormiga,
tan grande la voluntad y tan menguado el poder,
el infinito que fulge preso en el brillo de un átomo?
En vano por comprenderte lucha mi naturaleza.
Tú abarcas todo el espacio en su vasta inmensidad
y el hombre, flaco de fuerzas, no acierta a plasmar tu imagen.
Presa azarosa, juguete de pensamientos y dogmas,
los sofismas impotentes muéstranse cabe tu ser
y en ti meditando a muchos la muerte los sorprendió.
Labran los hombres figuras que dicen en ti inspiradas.
Grabado en piedra, esculpido, tallado en monte o en tabla,
aquí de rocas, allí de madera santa, y luego
quisieron que tu figura lo explicara todo. ¡Mudo
ante ruegos y blasfemias aquel ídolo por siempre
permanecía! Potente, sí, mas sólo un pensamiento.
Vano envío de los siglos, un temporal de preguntas
te busca en los jeroglíficos de la desértica Arabia
donde Ceellina instaura sueños de arena en el aire.
Los ensueños atraviesan el desierto; al mar descienden,
y en él los mitos de azules y centelleantes olas
ahogando mis bahías de incertidumbre los truncan.
Son ya mis sueños caudales águilas de ígneas garras.
Les di suelta, y en el cielo —el mito en sus ojos— vuelan.
Ciegos, quemadas las alas, vendrán a dar luego en tierra.
Astros de oro, en el pórtico de la eternidad irrumpen.
Caen en llamas de los cielos, nievan ceniza en mi testa.
Creí hallar lo verdadero. Despierto: he sido poeta.
Para explicarte, suscito ciudades del pensamiento.
Idea a idea se yerguen. El sol dorará sus cúpulas.
Así, en asiática tierra, ciudades del tiempo antiguo
peñasco a peñasco tocan con su muralla el empíreo.
Mas, si tan sólo a lo cierto roe un ápice de duda,
el viento da buena cuenta de mi ciudad ideal.
Cómo eres, nadie lo sabe. Las preguntas sobre ti
en las ondas de la historia se levantan como ruinas
y a través de las ideas rocas míticas se alzan.
Ninguna de las imágenes que el mundo te ha atribuido
es eterna, porque tú, con una cohorte de ángeles,
de siglo en siglo en un cielo lleno de mitos te ocultas.
Tiempo, pues eres la fuente donde nace el pensamiento
de la historia, ¿a la pregunta angustiosa de mi ser
y al enigma que nos forma podrías tú contestarme?
No… pues tú mides la pausa entre la cuna y la fosa.
En ese espacio no existe la verdad. El relojero
eres que cava… Y no dándome solución, a ella me llevas.
Hoy el punto del solsticio para la tierra ha llegado.
De la grandeza al ocaso, del ocaso a la grandeza
se ve cómo va girando la amplia rueda de la historia.
Es en vano que la miren los pálidos pensadores,
queriendo para su curso… Pretensiones ilusorias.
Es el poniente de Dios y el morir de las ideas.
Nadie consigue que el sol no se acueste en el crepúsculo,
ni impedir a Dios se extinga en el cielo de la idea,
ni detener a la noche en la tumba de la historia.
Infantilmente creyeron muchos que el mundo regían,
sin darse cuenta que iban sobre las olas sin nombre
y que el planeta en que van piensa honda y santamente.
Se multiplican los signos de los tiempos, y en la tarde
enrojecida de guerras, de incendios, de sufrimientos,
las ideas de los siglos se reducen a la nada.
El sol divino, al hundirse, vierte sus últimos rayos
sobre el campo de la historia que tanto amó, y se confunde
con las tinieblas del mar que se muestran enemigas.
Una leyenda nos cuenta que en el país donde huyen
los días para vivir más jóvenes y más bellos,
en el jardín de las noches donde las dores son astros,
allá, en los bosques de bronce, cantan las arpas colgadas
de las ramas, los dragones construyen ricos palacios
y hay un agua de Juvencia en la llanura encantada.
No se muere quien la bebe… Yo bebiera para ver
cómo el reino de la muerte llega rompiendo este mundo.
Caen los astros, y al caer, desgarran otros planetas.
Bajo la celeste bóveda, retumba el trueno con grandes
campanas de duelo, brillan los relámpagos, lo mismo
que antorchas santas y puras en la tierra amortajada.
Que el mar remueva sus olas y se estremezca al morir,
que las nubes, buitres negros, enciendan sus vastas alas,
que rayos extraviados hiendan el aire mortal,
que en la bóveda del mundo el sol muerto amarillee,
que de cada llama broten los ángeles de la muerte
y que desgarren el velo azul tendido en el cielo.
Que los relámpagos fijos en las nubes permanezcan,
que el trueno profundo calle, que el sol parpadee, extinto,
que las estrellas del cielo, temblando, a la tierra caigan,
que los ríos espantados se oculten bajo la tierra
y sequen la superficie del mundo, cubriendo todo
de hojas negras, amarillas, y el cielo arroje sus astros.
Que extienda sobre el planeta sus grandes alas la muerte.
Las tinieblas son el traje de los últimos residuos,
algún rastro retrasado su pequeña fuente extingue,
el tiempo muerto sus miembros tiende y se hace eternidad.
Cuando ya nada suceda en la desierta extensión,
yo te preguntaré, hombre, ¿qué quedó de tu poder?
Nada. ¿Para qué beber la eterna agua de la vida
si es para ver que la historia del mundo sigue pasando
y con las mismas miserias sigo cansando mi alma?
Sólo veré cómo nacen, viven y mueren los pueblos.
Iguales en la virtud, en sus miserias y vicios.
Si conocer el futuro deseas, mira al pasado.
Del agua santa del lago que da la inmortalidad
hay una gota en el vino que bebe la poesía,
una gota solamente. Sobre las otras que mueren,
ella resiste más tiempo. Morirá, porque es humana.
Es en vano que lo escribas sobre piedra y que lo creas
eterno. Eterna es la muerte y la vida sólo un tránsito.
Por eso bebo en el vaso de la ardiente poesía.
Ya no me atormento más con preguntas insolubles,
leyendo el libro del mundo, en el que no escribí nada,
mientras reduce a la nada la muerte la vida oscura.
En vano es que la midamos a nuestra propia medida.
Las ideas son fantasmas y toda la vida es sueño.
1872