LOS APARECIDOS
I
… porque esto desaparece como el humo sobre la tierra. Cual una flor ella se abrió; como la hierba fue segada; la envolvieron en un sudario y la recubrieron de tierra.
Bajo de la alta bóveda de una perdida iglesia,
entre los candelabros donde brillan los cirios,
con su túnica blanca, el rostro hacia el altar,
tendida está la novia de Arald, rey de los Avaros.
Dulce y profundamente cantan los sacerdotes.
En su pecho de muerta le reluce un collar
y sus áureos cabellos caen de la caja al suelo,
se han hundido sus ojos y una santa sonrisa
triste sobre sus labios lívidos y cerrados
vaga en su bello rostro, blanco como la cal.
Cerca y arrodillado está Arald, rey soberbio,
la desesperación centellea en sus ojos,
y los dientes aprieta, el cabello en desorden;
como un león rugiera, mas no puede llorar.
Ya lleva el rey tres días contándose su historia:
«Yo era un adolescente. En los bosques de abetos,
con mis hambrientos ojos la tierra devoraba,
soñando en levantar los pueblos, los imperios…
Yo soñaba que oía el mundo mi palabra
y que mi espada abría mi camino en el Volga.
Reinando, audaz y joven, sobre enjambres de errantes,
para los que yo era igual que un semidiós,
sentía el universo temblar bajo mis pasos,
y las otras naciones, por la mía empujadas,
llenaban de terror desde el desierto al polo.
Porque Odín ya no estaba en su altivo palacio,
por las rutas de estrellas sangrientas sus mesnadas
marchaban con sus jefes de blancas cabelleras,
despertando en la paz del fondo de los bosques
miles de voces que iban hacia la Roma antigua.
Me lancé sobre el Dniéster para oprimir tu pueblo;
tú entre los venerables consejeros llegaste,
blanca como de mármol, la cabellera de oro;
y mis ojos bajé ante tu dulce rostro
como si fuera un tímido niño, yo tan fuerte.
A tu requerimiento se me apagó la voz,
traté de responderte, responder no sabía;
hubiera preferido me tragara la tierra,
pero entre mis dos manos dejé caer mi rostro
y por primera vez las lágrimas me ahogaron.
Tus ancianos amigos entre sí sonrieron
y nos dejaron solos… Te pregunté en seguida,
alzando mi mirada a ti, sin comprender:
“¿Por qué, dime, has venido, reina, hasta mi desierto,
por qué buscar a un bárbaro bajo un techo de pinos?”
La voz llena de lágrimas, cálida de ternura,
mirándome con ojos reflejados de cielo,
dijiste: “De ti espero, oh rey caballeresco,
me entregues a un cautivo que pido humildemente.
Entrégame al travieso y alegre niño Arald”.
Y volviendo mi rostro, yo te tendí mi espada.
Mi pueblo se detuvo después junto al Danubio;
Arald, el niño rey, olvidó el universo,
y destinó su oído para escuchar tu voz,
y el vencedor entonces amó sólo al vencido.
Así tú, virgen rubia como la flor del trigo,
venías en la noche sin que nadie te viera,
rodeando mi cuello con tus brazos de nieve,
tendiéndome tu boca dispuesta a la querella:
“A ti vengo, señor, a reclamarte a Arald”.
Si me hubieras pedido la tierra y Roma antigua,
las coronas que ciñen la frente de los reyes
y los astros sin fin que recorren los cielos,
a tus pies los dejara bajo tus claros ojos.
Pero tú nada quieres, pues ya no quieres nada.
¡Dónde se fue ese tiempo en que abría un camino
para encontrar salida hacia los vastos mundos…!
¡Más me hubiera valido no conocerte nunca
y tener ante mí el humo de las ruinas
realizando mi sueño de los bosques de abetos!»
Alzando las antorchas y con sus lentos pasos
hacia la tumba llevan la reina danubiana.
Los monjes que conocen lo estéril de la vida,
con sus ojos vacíos y con sus barbas blancas,
viejos como el invierno, cantan fúnebremente.
Se la llevan cantando hada los subterráneos
de bóvedas sombrías, y gentes tenebrosas
con unas largas cuerdas el ataúd descienden,
como un sello colocan la cruz sobre la losa,
bajo una luz que arde en un rincón oscuro.
II
Arald sobre el caballo vuela montes y valles
como sueños que huyen, la luna se le esconde.
Cierra sobre su pecho los pliegues de su manto,
hace crujir las hojas que encuentra en su camino
y la Estrella Polar le señala su ruta.
Llega al linde del bosque en los montes antiguos,
las fuentes susurrantes brotan entre las piedras,
allí está la ceniza del hogar enfriándose;
entre profundos boscajes un perro a lo lejos ladra,
ladra y sus tonos de auroc resuenan en sus oídos.
Sobre un sitial de roca está rígido y pálido,
el báculo en la mano, el sacerdote herético.
Hace un siglo que vive de la muerte olvidado,
el musgo en sus cabellos y en sus hombros le brota,
su barba llega al suelo y al pecho sus pestañas.
Así, desde hace siglos, noche y día, está ciego;
tiene sus pies viejísimos a la piedra anudados,
cuenta en su pensamiento los innúmeros días
y vuelan sobre él, persiguiéndose en círculos,
las alas de dos cuervos, uno negro, otro blanco.
Arald de su caballo baja y con una mano
al anciano sacude de su sueño de piedra:
¡Oh hechicero inmortal, hacia ti yo he venido
a que me des la amada que me robó la muerte,
y a tus pies desde ahora viviré arrodillado!
El viejo con su báculo levantó las pestañas,
lo miró largamente, su boca nada dijo,
desató con esfuerzo sus dos pies de la tierra,
descendió de su trono, le llamó con la mano
para que lo siguiera al sendero del bosque.
En la puerta agrietada que lleva hacia los montes,
con su báculo viejo golpeó hasta tres veces;
chirriando, la puerta se salió de sus goznes,
se santiguó el anciano… El rey se estremeció,
sombríos pensamientos volaron por su frente.
Al panteón de mármol entraron ya tranquilos
y tras ellos las puertas a sus goznes volvieron;
el anciano a un candil prendió luz y su llama
se levantó azulada como un trazo de fuego.
Alrededor brillaron como carbón los muros.
En el cruel silencio no saben lo que esperan…
El mago con su mano lo invita a que se siente;
Arald, el alma muerta, preso en sus pensamientos,
con la mano en la espada, se sienta silencioso,
y en el muro de mármol clava dura su vista.
Blanco, dulce, fantástico, crecer parece el viejo;
en los aires levanta su vara prodigiosa
y un soplo helado hiende los muros de la tumba
mientras miles de voces se elevan en la bóveda
en un canto bellísimo, suave, adormecedor.
De más en más el cántico aumenta en oleadas,
la tempestad parece que levanta sus voces,
que el viento pavoroso cruza sobre los mares,
que Arald debate su alma sin paz sobre la tierra,
que todo lo viviente se va petrificando.
El templo entero tiembla cual si fuera de tablas
y hasta los fundamentos de las rocas vacilan,
llantos desgarradores, de maldición seguidos,
se persiguen, se llaman, se aniquilan y gimen
y en tumultos de olas y más olas se agrandan…
«Que la tierra de muertos dé vida a sus entrañas,
que en sus ojos resbalen chispas de luz serena,
que la luna le dé reflejo a sus cabellos,
y a su aliento, Zalmoxis, dale un grano de luz
del soplo de tu boca, la que hiela y abrasa.
Vosotros, elementos, someteos a Arald,
recorred diligentes las entrañas del mundo,
transformad piedra en oro y el hielo en llamarada,
que el agua sea sangre, que las piedras se incendien,
pero a su corazón dadle un cálido riego».
Entonces, ante Arald desapareció el muro
y vio la confusión de la naturaleza
—nieves, rayos, heladas, el viento del estío—
y lejos, la ciudad bajo un arco de llamas,
el mundo enloquecido y las gentes gimiendo.
En la iglesia cristiana rompió el rayo el altar,
en dos quedó el retablo roto y estremecido;
del centro de su fosa apareció la tumba,
cortada en dos la piedra, y entonces, lentamente,
se alzó la desposada como un fantasma blanco…
¡Tierno color de nieve! En su seno, el collar
de las piedras preciosas… los cabellos tendidos,
los ojos vidriosos y los labios violeta;
con sus manos cerúleas se acaricia las sienes;
está su hermoso rostro blanco como la cal.
Cortando viento y bruma, ella avanza, y los rayos
con las nubes se apartan para verla pasar,
palidece la luna y el cielo lentamente
se cierra y con espanto se detienen las aguas.
Pareciera que un ángel cruzara los infiernos.
El paisaje se borra. Sobre los negros muros,
enlunada de sueños, paso a paso ella llega;
Arald, loco, la mira, sus ojos la devoran,
tiende sus fuertes brazos hacia ella y después
cae sin conocimiento, derribado en su silla.
Entonces, en su cuello siente los brazos fríos,
en su pecho desnudo, largos besos de hielo,
como un puñal que corta el soplo de la vida…
La siente cada vez más cálida, más viva
y sabe que en sus brazos quedará para siempre.
Su aliento poco a poco se torna dulce y tibio…
¿Es verdad que ahora abraza a quien tuvo la muerte?
Ella enlaza su cuello con sus brazos de nieve,
tendiéndole la boca, dispuesta a la querella:
«¡Rey, María ha llegado a reclamarte a Arald!»
«Arald, ¿quieres tu frente reposar en mi pecho?
Tú, dios de negros ojos… —¡qué hermosos ojos tienes!
¡déjame encadenar tu cuello con mis trenzas,
tú has transformado en cielo mi juventud, mi vida,
déjame ver tus ojos, que son mi dulce muerte!»
Y suaves, tristes voces se apartan del estruendo,
y hasta su oído llega una canción antigua,
como si murmurasen las fuentes en las hojas
una armoniosa música de amor y de pasión,
como el agua ondulante y quieta de los lagos.
III
… con frecuencia, cuando los hombres mueren, muchos de entre ellos son llamados a resucitar para convertirse en aparecidos…
Código de las leyes, 1652
En las salas desiertas, la luz de las antorchas
hiere la oscuridad como manchas de brasa;
Arald pasea solo, ríe salvajemente
—Arald, el joven rey, es un rey solitario—,
su alcázar sólo espera que se acerquen los muertos.
Sombrío velo negro cubre espejos y mármoles,
la luz de las antorchas penetrando su trama
refleja dolorosa sólo un poco de luz;
enlutado el palacio parece que ha crecido
y el rostro de la muerte vela de esquina a esquina.
Desde que cayó el rayo sobre la abierta tumba,
un sueño sordo y frío duerme al rey todo el día.
Sobre su corazón lleva una mancha negra.
Cuando llega la noche, despierto hace justicia
y, señor de la noche, cuanto toca es de luto.
Parece que de cera lleva puesta una máscara,
tan blanco tiene el rostro, tan frío, tan inmóvil,
la fiebre arde en sus ojos, su boca está sangrando,
sobre su corazón lleva una mancha negra,
coronando su frente con diadema de acero.
Desde entonces la muerte ha vestido su vida
y ama el canto profundo, con su voz de tormenta.
A veces, a caballo parte en la media noche
y cuando vuelve trae los ojos relucientes,
hasta que un mortal frío al alba lo traspasa.
Arald, ¿qué significa ese vestido negro
y tu rostro tan blanco cual la inmutable cera?
Porque tu corazón lleva una mancha negra,
¿te gustan los hachones, los cánticos sombríos?
¡Arald, si mi mirada no se engaña, estás muerto!
Y montó su caballo y se lanzó a galope,
brida al cuello, veloz, lo mismo que una flecha,
a través del desierto, bajo la blanca luna.
A su hermosa María ve a lo lejos, y el viento
por los bosques resuena con voz débil y dulce.
En sus áreos cabellos trae rubíes ardientes
y en sus ojos se junta la santidad del mar.
Llegan apresurados, par a par cabalgando,
y para acariciarse uno en otro se inclinan.
Mas los labios de ella están rojos de sangre.
Pasan como tormenta de alas innumerables,
unidos y cubiertos de espuma los caballos,
mientras hablan de amor, de un amor sin orillas,
dejándose caer ella, dulce, en sus brazos
y apoyando en su hombro su dorada cabeza.
«Arald, ¿posar no quietes en mi seno tu frente?
Tú, dios de negros ojos… —¡qué hermosos ojos tienes!
¡déjame encadenar tu cuello con mis trenzas,
tú has transformado en cielo mi juventud, mi vida,
déjame ver tus ojos, que son mi dulce muerte!»
Perfumes enervantes el viento sofocaban
porque el viento juntó muchas flores de tilo,
al paso de la reina danubiana tirándolas.
A través de sus pétalos susurran quedamente
y sus bocas sedientas se juntan en un beso.
Mientras que cabalgando van diciendo su amor,
no ven que al horizonte una sombra enrojece,
pero su alma traspasa como un temblor helado,
quedándose más pálidos, más blancos que los muertos,
sintiendo que su voz es más débil, más débil.
«¡Arald —grita la reina—, deja que esconda el rostro!
¿No oyes que allá a lo lejos canta el gallo del alba?
Una raya de luz se muestra en el oriente,
hiriéndome en el pecho mi pobre vida efímera…
Los rayos de la aurora mi corazón penetran».
Arald había atado su caballo a una encina,
mas sus ojos la voz de la muerte ha velado.
Presos por el terror los caballos le huyen;
como sombras traslúcidas salidas del infierno
vuelan… El viento gime a través de los bosques.
En el huracán vuelan, atravesando el agua,
ante ellos se levantan los montes poderosos,
y cruzan con su impulso los arroyos sin puentes,
en sus frentes lanzando destellos sus coronas,
mientras que los abetos se doblan a su paso.
Desde el trono de piedra el viejo sacerdote
los ve y lanza a los vientos su dura voz de bronce,
para que el sol se pare y que la noche vuelva,
pidiendo a las tormentas retornen a la tierra…
Tarde ya ¡porque el alba ya se eleva en las nubes!
El huracán entona su cántico profundo,
mientras que los amantes llegan en sus caballos,
hermosos en la muerte, desposados en ella,
cubriendo las pestañas sus empañados ojos,
y las puertas del templo de par en par se abren.
A caballo penetran, cerrándose las puertas,
y por siempre la noche de la tumba los traga.
Un canto penetrante, de fúnebres acentos,
llora a la hermosa reina de bello y santo rostro,
y a Arald, el niño rey de los bosques de abetos.
Bajó el viejo los ojos, quedó de nuevo ciego,
y sus pies otra vez se unieron con la piedra.
Cuenta en su pensamiento los años, añadiéndoles
la leyenda de Arald que en sus oídos canta.
Sobre él vuelan dos cuervos, uno blanco, otro negro.
Erguido se mantiene en su sitial de piedra
con su vetusto báculo el sacerdote herético,
y queda por los siglos allí, olvidado, solo,
en sus largos cabellos le va creciendo el musgo,
su barba llega al suelo y al pecho sus pestañas.
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