CALINO

(Fragmento de cuento)

Otoño, las hojas giran,

en la viga un grillo canta,

el viento golpea el vidrio

con su mano temblorosa,

mientras que tú, junto al fuego,

casi traspuesta has quedado.

¿Por qué tiemblas en tu sueño?

Pasos en el corredor

oyes, pero es el amado

que llega, te prende el talle,

y, ante tu rostro tan bello

sostiene, firme, un espejo,

para que te puedas ver

soñadora, sonriente.

I

Sobre una colina sube la luna como una hoguera,

enrojeciendo los bosques, el castillo solitario

y las aguas de los ríos que brillan mientras escapan.

A lo lejos, en el valle, un gemido de campana

vuela entre los precipicios hasta los muros del fuerte

donde un valiente pretende escalar las piedras grises.

Poniendo mano y rodilla en una y en otra roca,

llega por fin a romper las enmohecidas rejas,

y avanzando de puntillas por una secreta alcoba

penetra por donde el muro negro está abierto en un arco.

Entre las flores que trepan, a través de los barrotes

la luna, pálida y tímida, extiende su humilde rayo.

Donde ella entra, los muros son blancos como la cal,

sombra pintada al carbón es el rincón que no alumbra.

Del techo al suelo una araña tiene tendida su red,

una malla transparente, fúlgida en la oscuridad

que centellea temblando y parece va a romperse,

cargada de niebla gris, polvo de piedras preciosas.

Tras de la tela de araña, la hija del emperador

duerme, bañada de luz, tendida sobre su cama.

Su rostro redondo y blanco se le puede adivinar

sobre el ligero azulado de las finas sederías.

Aquí y allá se desata su túnica, y aparece

un cuerpo desnudo y albo en su belleza de niña;

sus cabellos desatados se esparcen en la almohada,

sus sienes laten tranquilas con una sombra violácea,

y las cejas arqueadas su frente blanca limitan,

cinceladas con tal arte que un solo trazo dibujan;

bajo los párpados sueñan palpitantes sus pupilas;

su brazo pende tranquilo sobre el reborde del lecho,

con el calor de su edad el seno en fresas madura,

entreabierta está su boca bajo el fuego dé su aliento.

Sonriente, ha removido sus labios finos, menudos,

y sobre su cabecera se han deshojado las rosas.

He aquí que el caballero se acerca y con una mano

desgarra el velo cubierto de polvo de pedrería;

las gracias de la belleza le trastornan los sentidos,

su pensamiento turbado se resiste a comprender.

Se inclina sobre su rostro, toma a la niña en sus brazos,

pone su boca ardorosa sobre el labio que suspira

y de su dedo pequeño le quita el preciado anillo.

Y luego regresa al mundo el caballero fantasma.

II

A la mañana siguiente, ella se asombra de ver

los hilos rotos y mira en el espejo sus labios.

Sonriendo tristemente, se contempla, murmurando:

«Silfo de las trenzas negras, ven a raptarme esta noche».

III

Cada uno pensar puede lo que quiera de las niñas,

pero ésta está enamorada de sí misma y de su rostro.

Narciso también veía su rostro dentro del agua,

llegando a ser el amado y la amada juntamente.

Si alguien pudiera mirarla cuando con sus grandes ojos

salvajes ella se mira, se contempla en el espejo,

apretándose los labios, llamándose por su nombre

y queriéndose a sí misma más que a nada en este mundo,

entonces comprendería de un golpe la aparición

y sabría que la niña se ha dado cuenta que es bella.

¡ídolo, encanto del alma, largo pelo y grandes ojos,

para un corazón que es virgen, qué buen ídolo encontraste!

¿Qué es lo que dice en secreto cuando asombrada se mira

el cuerpo frágil y joven de los pies a la cabeza?

«Yo soñé un hermoso sueño. Vi que un silfo era venido,

y lo estreché entre mis brazos, tanto que casi lo mató…

Por eso, cuando me miro en el cristal del espejó,

sola, en mi cámara blanca extiendo mis blancos brazos

y mis cabellos me visten con su túnica de oro,

y al ver mis redondos hombros me dan ganas de besarlos.

Entonces, todo el pudor, enrojece mis mejillas.

¿Por qué no viene aquel silfo, para caer en su pecho?

Si hago que mi talle ondule y si me placen mis ojos,

es sólo para que él vuelva y para hacerlo feliz.

Y si me quiero a mí misma, es porque él también me quiere.

¡Calla, boca, ten cuidado, no se lo digas a nadie,

ni a él cuando en esta noche llegue furtivo a mi lecho,

con deseos de mujer y astuto como un muchacho!»

IV

Así pasó que a su lecho el silfo va noche a noche.

Ella, de pronto, despierta bajo su lecho encantado,

y él entonces, a la puerta se dirige para huir,

lo detiene con los ojos y le ruega humildemente:

«¡Oh, queda, quédate aquí, con tu dulce voz de fuego,

silfo de cabellos negros, oscura sombra sin dicha,

y no creas que en el mundo, yendo tan solo y errante,

encontrarás a otra joven enamorada de ti!

¡Oh perecedera sombra, de tristes ojos profundos,

dulce es tu mirada oscura, librada sea de mal!»

Él se sentó junto a ella y le prendió la cintura,

apagando sus palabras con el fuego de sus labios:

«¡Oh —dice él— dime tú, la de bondadosos ojos,

dulces frases sin sentido, pero llenas de sentido!

El sueño áureo de la vida dura tan sólo un relámpago,

y lo sueño si mi mano toca tu brazo redondo,

y cuando en mi pecho pones tu cabeza para oír

mi corazón y te beso tus blancos y finos hombros

y cuando aspiro tu aliento con el soplo de mi vida

y nuestras almas se llenan de dulce melancolía,

cuando tú la frente apoyas sobre mi mejilla cálida

o si anudas tus cabellos alrededor de mi cuello

o si los ojos entornas ofreciéndome los labios,

siento la felicidad más allá de todo límite.

¡Tú!… ¿no ves?… no encuentro nombre para ti… Se ata mi lengua

y no sabe ya decirte en la forma que te quiero».

Murmurando, si pudieran se dirían muchas cosas,

pero se cierran los labios uno al otro con sus besos;

estrechándose en abrazos, temblorosos al besarse,

sólo se hablan con los ojos, mientras la lengua está muda.

Ella, roja de pudor, cubre el rostro con su mano

y el llanto con sus cabellos igual que un velo de novia.

V

Tu rostro, roja manzana, ya es más blanco que la cera,

tan fino, que se podría cortarlo con un cabello.

Y llevas tu trenza de oro sobre tus ojos llorosos,

corazón sin esperanza, alma dolida de penas.

Te pasas todos los días suspirando en la ventana,

alzando al cielo los ojos y tu alma toda entera,

persiguiendo el vuelo limpio de la alondra en el azul,

pidiéndole que te lleve hasta tu amado un mensaje.

Pero vuela… y tú te quedas, tristes y húmedos los ojos,

y los labios entreabiertos por un temblor doloroso.

No la dejes más que llore, bello y dulce hijo del cielo,

que esas lágrimas ocultan el secreto de sus ojos.

Raras estrellas desliza como plata el firmamento

y las lágrimas reflejan el inmenso cielo azul,

mas si todas se cayesen, los ojos tristes, vacíos,

ya no podrían seguir el contorno de las cimas.

La noche llena de estrellas, la luna, el cristal del tío

no son cual la noche oscura del desierto de la tumba.

De cuando en cuando, tus lágrimas granosamente te adornan,

mas si cegases la fuente, ¿cómo le podrías ver?

Con días, rueda, bermejo, el color de tus mejillas,

bello como el de las rosas, violáceo de nieve fina.

Después fue la noche azul, con su dulce eternidad,

la que se consumió pronto en lágrimas desoladas…

¿Quién es tan loco que cambie en carbones la esmeralda,

destruyendo inútilmente la eternidad de su luz?

Quemas tus ojos hermosos… Su dulce noche se extingue.

¡No llores más! Tú no sabes todo lo que pierde el mundo.

VI

¡Oh tú, gran rey de la barba nudosa que nadie peina,

en tu cabeza no hay nada, solamente paja y polvo!

¿Te gusta quedarte solo, viejo y loco emperador,

suspirando por tu hija, con la pipa entre los dientes?

¿Te gusta contar las losas de tus blancas azoteas?

¡Antes fuiste poderoso, pobre ahora te has quedado!

La echaste de tu presencia, la alejaste de sus padres

para que en una chocha dé a luz un pequeño príncipe.

Inútilmente ahora envías mensajeros a buscarla,

nadie encontrará el rincón misterioso que la esconde.

VII

Gris es la tarde de otoño; sobre el lago el agua gris

ahoga sus pliegues movibles en la barreta de juncos;

el bosque muy dulcemente suspira y entre las hojas

pasa un estremecimiento que las hace caer secas.

Desde que el bosque querido, sacudiendo su follaje,

descubre su intimidad para que pase la luna,

está la naturaleza triste al ver quebrar sus ramas

y a las fuentes solitarias agitando su caudal.

Por el sendero que llega de los bosques, ¿quién desciende?

Un bravo de ojos de águila el valle va recorriendo.

¡Siete años ha que te fuiste, silfo de las trenzas negras,

y has olvidado a la niña, su bella y joven amante!

Sobre los áridos campos va un niño de pies desnudos,

intentando reunir una manada de ocas.

—«¡Buenos días, muchachito!» —«¡Gracias, valiente extranjero!»

—«¿Cómo te llamas, mi niño?» —«Calino, como mi padre».

A veces, dice mi madre, cuando yo se lo pregunto:

«El silfo es tu padre, hijo, Calino también se llama».

Al oír esta respuesta, su corazón se trastorna,

pues el niño de las ocas es justamente su hijo.

Entonces, entra en la choza, donde en la esquina de un banco

arde la mecha encendida de un humilde candilejo.

En el hogar pobre y gris se están cociendo dos panes;

bajo una silla, una albarca, y otra, detrás de la puerta.

La piedra de moler yace polvorienta y destrozada,

en un rincón ronronea y rasca su oreja un gato

bajo el icono de un santo ennegrecido del humo

de la lámpara que arde como una amapola roja.

En la hornacina del santo, ramas de romero y menta

llenan la casa sombría de un aroma penetrante;

y sobre el horno de adobe, en los muros agrietados,

el niño con un carbón pintó como travesura

pequeños cerdos de cola rizada en tirabuzón,

como conviene mejor a los verdaderos cerdos.

En vez de vidrio, un papel tapa el hueco a la ventana

donde se desliza un rayo amarillo y mortecino.

Sobre una cama de tablas descansa una mujer joven,

la cara vuelta a la luz en la callada penumbra.

Hasta ella se ha llegado, y la frente le acaricia,

le acaricia suspirando y suspirando la abraza,

e inclinando sobre ella la boca, dice su nombre.

Ella, aún en sueños, levanta el velo de sus pestañas;

atónita lo contempla y le parece que sueña.

Ríe, y sus ojos se llenan de lágrimas asustadas;

él la levanta del lecho y la estrecha entre sus brazos,

mientras que su corazón siente se le va la vida.

Ella mira sin hablar, vuelve a reír y sus ojos

le brillan llenos de lágrimas, asustada del milagro.

Envuelve en su dedo blanco sus finos cabellos de oro,

escondiendo su rubor en el pecho del amado.

Él desata su pañuelo, haciéndolo resbalar

y le besa tiernamente su cabellera dorada.

Después, le levanta el rostro, mira sus húmedos ojos

y se cierran con sus besos el uno al otro los labios.

VIII

Atravesando las selvas, lejos se ve blanquear

el bosque de plata donde se escucha su bella voz.

Allá, cerca de las fuentes, la hierba parece nieve,

las flores azules tiemblan en el aire embalsamado;

parece que hasta los troncos guardan bajo la corteza

un alma que suspirando va cantando por las ramas.

Y a través de las tinieblas del bello bosque de plata,

se ve el agua de las fuentes salpicando pedrerías.

Va corriendo, laboriosa, suspirando blandamente,

desde las cimas más altas descendiendo entre las piedras;

saltando en masas fluidas en la grava del torrente,

forma un veloz torbellino donde reposa la luna.

Millares de mariposas, miles de enjambres de abejas

van en brillante oleada sobre las flores de miel,

llenando el aire estival de perfumes y de brisas

en las fiestas susurrantes del pueblo de los insectos.

Cerca del lago que tiembla y suavemente dormita,

hay colocada una mesa con antorchas luminosas,

pues de los cuatro confines, emperadores y remas

han venido a festejar a la frágil desposada,

príncipes de pelo de oro, dragones de escamas grises,

los que leen las estrellas y los que juegan las farsas.

Aquí está el emperador, en un sillón, apoyado,

lleva puesta la corona y muy peinada la barba;

rígido, recto, con cetro, sentado en cojín de pluma,

mientras los pajes lo libran de las moscas y el calor…

Y ahora, saliendo del bosque, Calino el novio aparece,

sosteniendo de la mano a la novia delicada.

Sobre las hojas la cola de su traje blanco cruje,

su cara es rosa y sus ojos están velados de dicha,

llegándole hasta la tierra la espléndida cabellera

que se extiende por sus brazos y sus espaldas desnudas.

Así, ágil, va caminando con sus gentiles maneras;

al pelo, flores azules, y un astro sobre la frente.

Su suegro le ruega y pide al padrino, que es el sol,

se siente en el otro extremo con la luna, que es madrina.

Todos en torno a la mesa se sientan según su rango,

dulcemente los violines resuenan junto a la cobza.

Mas ¿quién hace tanto ruido? Un bordoneo de abejas

se levanta, y todos miran sin saber de donde llega,

hasta que ven en la tela de araña que forma un puente

cómo pasan las hormigas, acarreando en su boca

sacos cargados de harina para hacer pan en la boda.

Las abejas traen la miel y el fino polvo de oro

para que los artesanos hagan joyas y pendientes.

Aquí está todo el cortejo: un grillito hace de paje,

delante saltan las pulgas con sus tenazas de acero;

vestido de terciopelo, un moscón de panza gorda,

igual que los sacerdotes ganguea un canto nupcial;

los saltamontes arrastran una cáscara de nuez,

donde de novio va un tábano afilándose el bigote;

numerosas mariposas de numerosas familias,

le siguen, saltando alegres, todo burlas, todo risa.

Van después, cual ministriles, mosquitos y cochinillas;

la novia, que es la violeta, aguarda tras de la puerta.

Haciendo una reverencia, salta hasta el emperador

un grillo que, esbelto heraldo, golpea con sus espuelas,

tose, cierra su uniforme guarnecido de bordados

y afianzado en sus patas hace una gran reverencia:

«Permitid, grandes boyardos, que comencemos la boda».

1876