CARTA I
Cuando con cansados párpados soplo la vela en la noche,
sólo el reloj sigue andando por el sendero del tiempo.
Si descorro la cortina, deslizándose en mi cuarto,
la luna tiende en redondo su ardiente llama celeste,
surgiendo la eternidad en el recuerdo nocturno,
eternidad de dolores que sentimos como en sueños.
Tú, luna, reina del mar, en el alto firmamento
el sufrimiento apaciguas, dando vida a las ideas.
¡Miles de desiertos brillan en tus luces virginales!
¡Cuántos bosques en la umbría ocultan sus fuentes claras!
¡Sobre cuántos oleajes tu dominación se extiende
cuando planeas encima de la soledad del mar!
¡Cuántas riberas floridas, cuántas villas y palacios
bajo tus encantamientos para ti sólo relucen!
¡Y en cuántas casas distantes los cristales has cruzado,
contemplando pensativa las frentes meditabundas!
Ves a un rey que el orbe cubre con sus planes ambiciosos
mientras que al día siguiente sólo ves pensar a un pobre…
Aunque de rangos distintos, salen de una misma urna,
por tu luz y por el genio de la muerte dominados;
siendo iguales sus pasiones, igualmente son esclavos,
ya sean genios o imbéciles, débiles o poderosos.
Uno vive ante el espejo, rizándose los cabellos,
y el otro busca en el tiempo y en el mundo la verdad.
En amarillos papeles él recoge las migajas,
anotando en las tablillas nombres que se lleva el viento.
Hay otro que repartiendo el mundo sobre su mesa,
calcula cuánto oro el mar transporta en sus negros barcos.
En algún sitio, un maestro viejo, los codos raídos,
en un cálculo sin fin cuenta y recuenta, abrochándose
sobre el pecho los botones de su harapienta levita,
hundiendo hasta sus orejas su pobre gorro de lana.
Aunque es tan seco, tan débil, tan frágil y tan curvado,
el universo infinito guarda en la punta del dedo
y el porvenir y el pasado se hacen verdad en su frente.
La profunda noche eterna la resuelve por etapas:
como el Atlas mitológico llevaba a su espalda el cielo,
él así sostiene el mundo y lo eterno en una cifra.
Mientras la luz de la luna cae sobre los viejos códices,
él trae a su pensamiento todos los siglos pasados.
Al principio era la nada, no había ser ni no ser,
todo privado de vida, privado de voluntad,
cuando nada se escondía, aunque todo fuese oculto…
cuando dentro de sí mismo dormía lo impenetrado.
¿Qué hubo entonces? ¿Un abismo? ¿Una vasta extensión de agua?
No había mundo ni espíritu para poder comprenderlo,
porque era la oscuridad como un mar sin ningún rayo
ni había nada que ver ni ojos que pudieran verlo.
Las sombras de lo increado aún no abrían su misterio.
¡Pacificada en sí misma, reinaba la eterna paz…!
De pronto, un punto se mueve… Es el primero, es el único. Helo aquí:
ha hecho del caos su madre y él es el Padre primero…
Ese punto en movimiento es más débil que la espuma,
él es el dueño absoluto de los confines del mundo…
desde que la eterna niebla en jirones se desgarra,
desde que nacen el mundo, el sol, la luna, los vientos…
Desde entonces hasta ahora, islas de mundos perdidos
surgen en los tersos valles por los senderos del caos,
brotando en el infinito en enjambres luminosos,
atraídos a la vida por el deseo sin límites.
Y en ese vasto universo, nosotros, hijos del mundo,
construimos en la tierra nuestros pobres hormigueros.
Microscópicos países, reyes, soldados, letrados
forman las generaciones, creyéndose extraordinarios.
Moscas de un día en un orbe tan mínimo, tan pequeño,
en la inmensidad giramos, olvidando totalmente
que nuestro planeta es sólo un instante suspendido,
que en su alrededor habitan solamente las tinieblas.
Como una mota de polvo baila en un rayo de sol
con otras miles y cesa cuando el destello se apaga,
así en la noche profunda, noche de la eternidad,
es sólo nuestro el instante mientras ese rayo dure…
Cuando se extinga, caerá la muerte entre las tinieblas,
pues el sueño de la nada es nuestro mundo quimérico.
Hoy el pensador no cesa un punto su pensamiento
que lo lleva en un instante a los milenios futuros.
El sol, siempre tan hermoso, lo ve enrojecido y triste,
como llaga que se cierra entre las nubes sombrías.
Los planetas van helándose y, rebeldes, se han lanzado,
rotos los frenos del sol, a través del firmamento,
y la bóveda celeste se ensombrece en los confines
y las estrellas se mueren como las hojas de otoño.
El tiempo alarga su cuerpo y se vuelve eternidad.
Ya nada, nada sucede en la inmensidad desierta,
todo se derrumba y calla en la noche del no ser,
la Nada, al fin satisfecha, reposa en la eterna paz…
Partiendo de la más ínfima base de la especie humana
y subiendo hacia lo alto hasta las frentes reales,
del enigma de sus vidas los vemos obsesionados,
sin que podamos decir cuál es menos venturoso.
Un solo ser nos habita, una cosa vive en todas,
sobre los otros se alza aquel que elevarse puede,
mientras el resto en la sombra se queda y el corazón
se pierde, humilde, en secreto, como la espuma sin nombre.
¿Qué suerte ciega dirá lo que quieren, lo que piensan?
Como en las olas, el viento pasa por la vida humana.
Lo alaben los escritores, el mundo lo reconozca,
¿qué ganaría con ello el viejo y sabio maestro?
La inmortalidad, dirán. La verdad es que ha vivido
como la yedra a los árboles, atado sólo a una idea.
«Si yo muero —se dirá—, mi nombre será llevado
de boca en boca, y los siglos lo entregarán aún más lejos,
por siempre, hacia todas partes, hallando seguro asilo
lo que escribí y lo que dije, en los cerebros mejores».
¡Oh desgraciado!, ¿recuerdas lo que has Oído en el mundo,
lo que ha pasado ante ti, lo que tú mismo dijiste?
Muy poco. De aquí y de allá queda un fragmento, una imagen,
la sombra de un pensamiento, un pedazo de papel;
y cuando tu propia vida ni tú mismo la conoces,
¿van otros a fatigarse para saber cómo era?
Puede que dentro de un siglo, algún pedante se siente,
y con sus ojos verduzcos, repasando libros viejos,
en la balanza coloque lo ático de tu lenguaje
mientras sopla en el cristal de sus lentes empolvados
por tus libros, comentándote apenas en el final
de una nota sin sentido en una página tonta.
Se puede crear el mundo, se le puede destruir…
Es igual. En cada cosa, una palada de tierra.
La mano que tuvo el cetro de las ideas mejores,
conquistando el universo, entre cuatro tablas cabe…
A tus acequias irán en fúnebre comitiva
bellas como una ironía de mirada indiferente…
Sólo un aborto cualquiera hablará de todo esto,
no buscando el alabarte… dándose lustre a sí mismo
a la sombra de tu nombre. Nada más, eso te aguarda.
Nada más. Es todavía la posteridad muy justa.
Si a tus méritos no llegan, ¿cómo podrán admirarte?
Puede que aplaudan las cosas más pequeñas de tu vida,
ensayando demostrar que fuiste apenas un hombre
vulgar como ellos lo han sido… quedándose satisfechos
de ser iguales que tú. Y las narices imbéciles
las inflará cada uno en las reuniones sabias
cuando oigan hablar de ti. Pero está sobreentendido
que una mueca despectiva acompañe la alabanza.
Caído entre cualquier mano, se te falsificará,
encontrando malo todo lo que a comprender no llegan…
En cambio, se esforzarán por descubrir en tu vida
un sinnúmero de manchas, escándalos y maldades.
Esto te aproxima a ellos y no la luz que en el mundo
derramaste, sino todos los pecados y las faltas,
la pereza y la fatiga, cuantos males van ligados
de una manera fatal sólo a un puñado de tierra.
Estas pequeñas miserias de un ánima atormentada
les placerán mucho más que todo lo que has pensado.
Entre los muros y árboles que desparraman sus flores,
¡cómo el plenilunio extiende su tranquilo resplandor
y en la noche del recuerdo hace brotar los deseos!
Su dolor está calmado, la vemos como en un sueño,
dentro de nosotros abre de par en par una puerta
y crea miles de sombras la lámpara que se apaga…
Los desiertos se iluminan bajo tu luz virginal
¡y cuántos bosques ocultan en la oscuridad las risas!
¡Sobre cuántos miles de olas tu dominación extiendes,
cuando planeas encima de la soledad del mar
y a todos los sometidos en el mundo a su destino
por igual tu luz y el genio de la muerte los domina!
1881