HYPERIÓN

Hubo una vez como en los cuentos,

cosa que no pasó,

hija de padres imperiales,

una hermosa doncella.

Con ellos siempre estaba sola,

altiva para todo,

como una Virgen entre santos,

la luna entre luceros.

De lo sombrío de las bóvedas

sus pasos encamina

a la ventana, desde donde

ve que Hyperión la espera.

Mira a lo lejos cómo él

sobre el mar surge y brilla,

cómo en las rutas agitadas

rige los negros barcos.

Y lo ve hoy, lo ve mañana,

y empieza a desearlo;

y al contemplarla tantos días,

él también se enamora.

Como en sus codos se apoyaba

para soñar, sus sienes,

el corazón y toda el alma

se los llena el deseo.

Y él se encandila vivamente

cada noche, mirando

la sombra negra del castillo,

cuando aparece ella.

*

Y paso a paso por sus huellas

resbala hasta su alcoba,

entretejiendo con su fría

luz una red de llamas.

Cuando la niña va a dormirse

y en su cama se tiende,

le alza sus manos y con ellas

le cierra las pestañas.

Luego, mirándose al espejo,

la luz vierte en su cuerpo

y por sus ojos que palpitan

en su doblado rostro.

Y ella lo mira sonriendo,

y en el espejo él tiembla,

porque la sigue en sueños para

ser dueño de su alma.

Y ella, dormida, le susurra,

suspirando hondamente:

—«¡Oh, dulce sueño de mi noche!

¿por qué no vienes? ¡Llega!

Desciende ya, dulce lucero,

desciende sobre un rayo,

entra en mi ser, en mi morada,

e ilumina mi vida».

Y él la escuchaba tembloroso,

más ciego todavía,

y como un rayo al fin se arroja

en las simas del mar.

Y sobre el agua en que cayó

se abrieron grandes círculos,

y de las simas ignoradas

surgió un valiente joven.

Como quien solo abre una puerta,

franqueó la ventana;

lleva en su mano una cayada

coronada de juncos.

Parecería un joven príncipe

con los cabellos de oro,

con un sudario malva atado

en un hombro desnudo,

y con su rostro transparente

y blanco cual la cera,

un muerto hermoso de ojos vivos,

que relampagueaban.

—«De mis esferas, respondiendo

a tu llamada, acudo.

Por padre tengo el ancho cielo,

por madre el mar azul.

Para llegar hasta tu alcoba

y verte más de cerca,

serenamente he descendido,

yo que nací en las ondas.

¡Oh, vente, ven! Mi más amada,

abandona tu mundo;

yo soy el astro de la altura,

ven para ser mi esposa.

Allí, en palacios de coral

por siglos viviremos,

y todo el mundo en el océano

se someterá a ti».

—«¡Oh, tú eres bello, como en sueños

puede ser sólo un ángel,

mas por la senda que me ofreces,

nunca jamás iría!

Extraña soy a tus vestidos

y lengua. Estás sin vida,

porque yo vivo, tú estás muerto

y tus ojos me hielan».

*

Y pasó un día, y al tercero,

cayó otra vez la noche.

El astro ardía sobre ella

con sus serenos rayos.

Durante el sueño, la muchacha

lo recordó, y de nuevo

su corazón sintió atraído

por el dueño del mar.

—«Desciende a mí, dulce lucero,

desciende sobre un rayo,

entra en mi ser, en mi morada,

e ilumina mi vida».

Como él la oyera allá en el cielo,

se apagaba de pena,

y todo el cielo giró entonces

allí donde él moría.

Y desde el aire, llamas rojas

cayeron sobre el mundo,

y un fiero rostro apareció

en los valles del caos.

Sobre su negra cabellera,

la corona arde en llamas,

iba nadando en la verdad,

en ígneo sol bañado.

Un velo negro se extendía

por sus brazos marmóreos;

venía triste y pensativo

y su rostro era pálido.

Pero sus bellos ojos negros

brillaban hondamente,

cual dos pasiones no cumplidas

y cargados de noche.

—«De mis esferas, contestando

a tu llamada, vuelvo.

Por padre tengo el ancho cielo,

por madre el mar azul.

¡Oh, ven a mí, dulce tesoro,

abandona tu mundo;

yo soy el astro de la altura,

ven para ser mi esposa!

Pondré en tu rubia cabellera

coronas de luceros.

Sobre mi cielo al fin levántate,

tú, la más alta estrella».

—«¡Oh, tú eres bello, como en sueños

puede ser sólo un dios,

mas por la senda que me ofreces,

nunca jamás iría!

Las finas cuerdas de mi pecho

por tu amor me lastiman,

tus grandes ojos me hacen daño

y tu mirar me quema».

—«¿Mas cómo quieres que a ti baje?

¿No entiendes que yo siempre

seré inmortal, y que tú, en cambio,

morirás algún día?»

—«Buscar no quiero mis palabras,

ni comenzar sabría.

Mas por muy claro que me hables,

no puedo comprenderte.

Si al fin tú quieres que te crea

y anhelas que te ame,

baja a la tierra para ser

mortal como yo soy».

—«Me pides mi inmortalidad

sólo a cambio de un beso.

Pero no olvides nunca cuánto

te adoro yo también.

Nacer podría del pecado,

sometido a otra ley.

La eternidad, ay, me aprisiona,

pediré ser absuelto».

Y parte, parte… Ya ha partido.

Por amor a una niña,

dejó su sitio en las alturas,

muriendo muchos días.

*

En aquel tiempo, Catalín,

un paje enredador,

que en los banquetes a los huéspedes

el vino les servía,

un mentiroso que en la Corte

lleva el manto a la Reina,

un diabólico bastardo,

pero de ojos audaces,

con las mejillas, oh Dios mío,

como dos flores rojas,

se deslizó para espiar

a la linda muchacha.

¡Oh, qué hermosísima se ha vuelto,

.por Dios, y qué soberbia!

¡Bien, Catalín, llegó la hora

de probar tu fortuna!

Y la abrazó rápidamente,

al pasar, en lo oscuro.

—«¿Qué es lo que quieres, Catalín?

¡Anda a tus cosas! ¡Déjame!»

—«¿Qué es lo que quiero? No encontrarte

siempre tan pensativa,

que te sonrías y me entregues,

por una vez, tus labios».

—«No entiendo bien lo que me pides,

déjame ya en paz. ¡Huye!

¡Oh, por el astro de los cielos,

siento un ansia mortal!»

—«Por si lo ignoras, poco a poco

te enseñaré el amor,

pero muy dulce y lentamente

y sin causarte enojo.

Cual cazador que el lazo tiende

en el bosque a los pájaros,

cuando yo extienda el brazo izquierdo,

tú, con el tuyo, estréchame.

Y haz que tus ojos permanezcan

quietos bajo los míos…

Si yo te prendo de los brazos,

álzate de puntillas;

y si hacia ti bajo mi rostro,

levanta hacia mí el tuyo,

y así, sedientos, contemplémonos

hasta el fin de la vida.

Y para hacerte conocer

claramente el amor,

cuando en tus labios ponga un beso,

bésame tú también».

Y ella escuchó a este adolescente

sin atención alguna,

mas con vergüenza y gracia finge

no querer lo que quiere.

Y quedamente dice al paje:

«Yo ya te conocía,

gran charlatán, desde pequeño;

tú y yo nos parecemos…

Mas hay un astro, que saliendo

del mundo del olvido,

un horizonte interminable

abre a los mares solos;

y cuando el agua de las ondas

va viajando hacia él,

cierro en secreto mis pestañas

porque el llanto las llena;

con un amor sin fin relumbra

por calmar mi dolor,

pero más alto siempre sube

para que no lo alcance.

Lanza sus rayos a este mundo

triste que nos separa.

Siempre he de amarlo, pero siempre

él estará muy lejos.

Por esta causa están mis días

más solos que la estepa,

aunque un encanto indefinible

se adueña de mis noches».

—«Eres muy niña, es lo que pasa…

Vente conmigo, huyamos

sin dejar rastro para que

nadie nos reconozca.

Porque los dos juntos seremos

alegres y dichosos,

y olvidarás así a tus padres

y tu amor por el astro».

*

Ido ya el astro, sus dos alas

crecieron por el cielo,

y en un instante solamente

pasaron miles de años.

Sobre los cielos estrellados,

altos cielos de estrellas,

sin fin, un rayo parecía,

errabundo, cruzándolas.

Y dando vueltas en sí mismo,

desde un valle del caos,

como si fuera el primer día

del mundo, vio las luces

que relumbraban envolviéndolo

cual mares nadadores…

Y vuela, en alas del deseo,

borrándosele todo,

porque llegó adonde no hay

ser viviente ni límites

y el tiempo ensaya vanamente

remontar del Vacío.

Nada existía, sólo una

gran sed que le devora,

un pozo oscuro semejante

tan sólo al ciego olvido.

—«De la más negra eternidad,

oh, Padre mío, líbrame,

y sé alabado a la medida

de todo el Universo.

Pídeme el precio, oh Dios, que quieras,

mas dame otra salida,

porque de vida tú eres fuente

y donador de muerte.

Quítame el sol de la mirada,

la inmortal aureola,

y dame a cambio solamente

una hora de amor…

Aparecí, mi Dios, del caos,

y al caos volveré…

Y del reposo nací y tengo

mucha sed de reposo».

—«¡Oh tú, Hyperión, que con un mundo

surgiste del abismo!,

no me reclames maravillas

sin nombre ni sin rostro.

¿Pasar quisieras por un hombre

y a un hombre parecerte?

Mas aunque todos perecieran,

siempre otros nacerían.

Sólo en el viento ellos levantan

sus vanos ideales.

Cuando una tumba hallan las olas,

otras olas ya surgen.

Son portadores de amuletos

que dan la suerte. Ajenos

nos son el tiempo y el espacio,

e ignoramos la muerte.

Del seno del eterno ayer

hoy vive lo que muere.

Cuando en el cielo un sol se apaga,

otro sol se ilumina.

Dando ilusión de alzarse siempre,

la muerte lo vigila,

pues todo pata morir nace

y para nacer muere.

Mas tú, Hyperión, sigues el mismo

allí donde te asomes.

Pídeme ya el Verbo primero.

¿Quieres ser sabio? Dime.

¿Quieres que al cielo haga que cante

para que a su sonido

vengan los montes y los bosques

y las islas del mar?

¿Quieres quizás en las hazañas

mostrarte justo y fuerte?

Te entregaré toda la tierra

para que hagas tu imperio.

Naves y ejércitos te doy

para cruzar con ellos

el haz del mundo y de los mares;

pero la muerte, nunca.

¿Y para qué quieres morir?

Vuelve el rostro y contempla

esa errabunda tierra, y mira

allí lo que te aguarda».

*

En su lugar fijo del cielo,

giró Hyperión y, como

lo hiciera en días ya pasados,

desparramó su luz,

porque ya el sol se había hundido

y la noche empezaba.

Del agua alzábase la luna,

tranquila y temblorosa,

dando sus claros centelleos

a las sendas del bosque.

Bajo unos tilos, recostados,

dos jóvenes se amaban.

«¡Oh amado mío, tu cabeza

abandonada en mi seno,

bajo los rayos de tus ojos

transparentes y dulces!

Con el encanto de la fría

luz traspasa mi ser,

y que el silencio eterno inunde

la noche de mis ansias.

Queda a mi lado para al fin

acabar con mis penas,

porque eres tú mi último sueño

y mi primer amor».

Y ve Hyperión desde la altura,

el asombro en el rostro,

que antes que el joven la acaricie,

la niña lo ha besado.

Flores de plata dan su aroma

y una lluvia resbala

en las cabezas de los niños

su rubia cabellera.

Ebria de amor, ella levanta

los ojos. Y a Hyperión

ve. Y en voz baja sus deseos,

como ayer, le confía:

—«¡Oh Hyperión, baja resbalando

sobre un rayo! Penetra

dentro del bosque y en mi alma,

e ilumina mi dicha».

Sobre las selvas y colinas,

él tiembla como antaño,

las soledades conduciendo

de las movibles ondas.

Mas, como antaño, ya no cae

al mar desde la altura:

—«Rostro de barro, ¿qué te importa

si soy yo, o es otro?

Viviendo en vuestro estrecho círculo,

os persigue la muerte,

mientras yo existo aquí en mi mundo,

helado e inmortal».

1883