ÁNGEL Y DEMONIO
De noche, en la catedral triste, a la luz amarilla
de los cirios que se queman sobre los santos altares
—mientras la bóveda al fondo queda sombría e inmensa,
insondable a las miradas de los pabilos cansados—,
arrodillada se encuentra una niña como un ángel,
cerca de un arco del muro, en la iglesia solitaria.
Sobre el altar, seria y pálida, entre reflejos rojizos,
se ve la imagen sagrada de la alta Madre de Dios.
Hay una antorcha clavada en un pilar gris de piedra;
gotas de cera relucen al caer sobre las losas,
coronas de flor marchita embalsaman y susurran,
y la oración de la niña habla misteriosamente.
Hundido en la oscuridad, cerca de una cruz parado,
en la negra sombra espesa, como un demonio, Él la guarda,
con los codos apoyados en los brazos de la cruz,
la frente triste y plegada y con los ojos hundidos.
Su barba deja caer en el frío hombro de piedra
y su cabellera oscura sobre el extendido brazo.
Una lamparilla apenas lanza su reflejo rosa,
tocándole dulcemente la mejilla con su rayo.
Ella es un ángel que reza —Él, un demonio que sueña;
Ella, un corazón de oro— Él, el alma de un apóstata;
Él en la sombra fatal se apoya obstinadamente.
Ella tristemente vela al pie de la Virgen Santa.
Sobre un elevado muro del más frío y puro mármol,
blanco cual nieve de invierno, liso como el agua en calma,
reflejada está la niña lo mismo que en un espejo.
Su sombra está, como ella, rezando y arrodillada.
¿Qué es lo que te falta a ti, dulce niña esplendorosa,
del rostro de blanco mármol y de las manos de cera?
Un velo —una sombra diáfana entremezclada de estrellas—
es tu mirada inocente, velada por tus pestañas.
¿Qué esperas para ser ángel? ¿Alas largas con luceros?
Pero ¿qué ocurre? En los hombros de tu sombra, ¿qué se extiende?
Es la sombra de dos alas la que se mueve temblando,
dos alas de fina sombra dirigidas a los cielos.
¡Oh, no es su sombra, que es la de su ángel de la guarda!
Junto al márbol blanco veo su etéreo ser que planea
sobre su inocente vida, sobre su vida de santa,
y se arrodilla a su lado para orar cerca de ella.
Mas si esa sombra es la suya, entonces ella es un ángel,
pero el mundo, que está ciego, sus alas blancas no ve.
Los muros, santificados por la plegaria constante
de la humanidad, son solos los que las ven y revelan.
¡Te quiero!, ya iba a gritar el demonio de la noche,
pero las sombras aladas le han detenido los labios.
No por amor, para orar hinca ahora la rodilla
y escucha así, trasportado, sus dulces murmullos tímidos.
¿Ella? Ella es hija de un rey, que coronada de estrellas,
rubia y feliz, cruza el mundo, como ángel, reina y mujer;
¿Él? Él enciende en los pueblos la chispa de la venganza
y en los corazones rotos los pensamientos rebeldes.
Separados por las olas de la vida, entre él y ella
hay siglos de pensamientos, hay una historia y un pueblo.
Alguna vez, si se encuentran y se miran a los ojos,
se contemplan y parecen encenderse en un deseo.
Sus grandes ojos azules, afectuosos y tiernos,
¡qué profundamente entran en los negros ojos turbios!
Y por el rostro delgado de él pasa una nube roja.
Se quieren… ¡Pero qué lejos están el uno del otro!
Un rey pálido ha venido que ha dejado su corona,
pesada de poderío y gloria, a los pies de ella.
Porque ella ponga sus plantas en los tapices del trono,
él dará a su breve mano el cetro de la realeza.
Pero, no. Mudos quedaron sus labios casi entreabiertos,
mudo quedó el corazón, escondiéndole la mano.
En lo oculto de su ser sabe que ama, y la figura
de sus sueños de muchacha, lenta y clara se le muestra.
Lo ve cómo agita al pueblo con sus ideas audaces.
¡Qué fuerte es, piensa con una languidez enamorada!
¡Cómo levanta el presente con la luz de sus ideas
sobre las que en largos siglos frentes altivas dejaron!
A veces, sobre una piedra, lleno de rabia, se envuelve
en el estandarte rojo, y su frente áspera, dura,
parece una noche negra, sumergida en la tormenta.
Sus ojos brillan, su voz despierta el furor del pueblo.
En un lecho pobre y triste agoniza lentamente
el joven. Tiende una lámpara su lengua fina y avara,
temblando en el aire enfermo. Nadie sabe lo que ocurre,
nadie remedia su suerte, nadie su frente acaricia.
¡Ah!, todos sus pensamientos se dirigen contra el mundo,
contra las leyes escritas, contra el orden revestido
de la autoridad de Dios. Hoy todos contra él se vuelven;
su corazón moribundo, su alma quisieran ahogar.
¡Oh, morir sin esperanza! ¿Quién conoce la amargura
que esconden estas palabras? Sentirte atado, pequeño,
ver que todo a lo que aspiras queda reducido a nada,
que no hay forma de oponerse a los males de este mundo;
ver que se pierde la vida al tratar de combatirlos,
y al morir, ver que has vivido en el mundo inútilmente:
morir así es el infierno. Las lágrimas, la amargura
más crueles no lo igualan. Se sabe que no se es nada.
Y estos negros pensamientos casi le impiden morir.
¿Cómo ha entrado él en la vida? ¡Cuánto amor hacia lo justo,
qué sinceridad fraterna llegó al mundo al venir él!
¿Y el premio? Es esta amargura que ahora le oprime su alma.
Pero a través de las brumas que ya ennegrecen sus ojos,
se acerca, ligera y alta, la sombra pura de un ángel.
Sentada al borde del lecho, sus ojos ciegos de llanto
baja. Sobre aquellos seres las nieblas desaparecen.
Es Ella. Con una dicha profunda, nunca sentida,
él le contempla los ojos. Ella, hermosa, emocionada,
todo el dolor de su vida le borra en su última hora.
¡Ah —suspira el moribundo—, amada, ya sé quién eres!
He levantado esta época, la tierra, el pueblo, la vida,
con mis ideas rebeldes, hasta contra el mismo cielo;
pero él condenar no guiso al demonio, y le ha enviado
un ángel para calmarlo, y este ángel… es el amor.
1873