CARTA III
Un sultán de esos que reinan sobre una tribu de nómadas,
de las que cambian de patria al paso de sus rebaños,
dormía sobre la tierra con la mano por almohada,
los ojos cerrados fuera, pero por dentro despiertos.
Ve a la luna deslizándose bajar desde el alto cielo
y acercársele mudada en una grácil doncella.
Creyendo que es primavera, el sendero ha florecido.
Sus ojos llena la sombra de los dolores ocultos,
ante su belleza tiemblan y se estremecen los bosques
y sus ondas transparentes rizan las aguas tranquilas.
De diamante, un fino polvo desciende como una niebla.
Sobre la naturaleza la doncella resplandece
y en el prodigioso encanto son música los murmullos
mientras suben a los cielos los nocturnos arco iris…
Ella junto al rey se sienta, dándole su fina mano,
y su cabellera negra se extiende en ondas sedosas:
—«Deja que mi vida ligue a la tuya… Ven a mí
y apagarás mi dolor juntándolo con el tuyo…
En el libro de la vida han escrito las estrellas
que sea tu soberana y tú el señor de mi vida».
Y mientras la está mirando el sultán, se desvanece…
sintiendo cómo le brota de su corazón un árbol.
Árbol que crece de súbito como si pasaran siglos,
que sus ramajes extiende sobre el mundo, sobre el mar;
su sombra gigante abarca basta el fin del horizonte,
quedándose bajo ella el universo en penumbra.
Ve hacia los cuatro confines las cadenas de montañas,
el Atlas, el Tauro, el Cáucaso y los antiguos Balcanes;
ve el Éufrates y el Tigris, el Nilo, el viejo Danubio.
El árbol majestuoso todas las cosas domina:
La Europa, el Asia y el África con sus inmensos desiertos,
las naves negras que van por el curso de los ríos
las olas verdes de espigas ondeando sobre el campo,
los litorales del mar y los puertos de la orilla,
todo está fijo en sus ojos como un inmenso tapiz.
Ve nación junto a nación, los pueblos junto a los pueblos;
una bruma blanquecina los cubre, y él adivina
que un imperio surgirá a la sombra de aquel árbol.
Los buitres que andan volando no conseguirán sus ramas.
Un gran viento de victoria se levanta poco a poco
y sus ráfagas golpean el follaje resonante.
Gritos de Alah hacia lo alto estallan entre las nubes,
igual que un mar agitado el tumulto se agiganta,
los aullidos del combate se persiguen uno a otro,
el viento dobla las hojas puntiagudas cimbreándolas
y sobre la nueva Roma se inclinan hasta la tierra.
El Sultán estremecido se despierta… y en el cielo
ve la luna planeando la comarca de Eski-Cheir
y tristemente contempla la casa del Cheik Edébali.
Tras la reja de un balcón una niña le sonríe,
esbelta y flexible como una rama de avellano.
Es la bella hija de Cheik, es la hermosa Malkatón.
Entonces ve que su sueño se lo ha enviado el profeta,
ve que se elevó un instante hasta el cielo de Mahoma,
que de su amor terrenal le nacerá un vasto imperio,
cuyos límites y años sólo el cielo los conoce.
Ya su sueño se realiza y como un buitre se extiende.
Año tras año su imperio más se engrandece y ensancha
y año tras año su verde estandarte más se eleva.
Pasan las generaciones, pasan también los sultanes,
y de país a país le abren caminos de gloria
hasta que llega al Danubio Bayaceto, el invencible…
A una señal, las dos costas se unen navío a navío
y al son de los añafiles todo el ejército pasa.
Los spahis y los genízaros, hijos dilectos de Alah,
tan innumerables son que ennegrecen la llanura
de Rovina[2] como enjambres y allí las tiendas levantan…
Sólo a lo lejos resuenan los troncos de las encinas.
He aquí que un mensajero llega con bandera blanca
y Bayaceto lo mira, preguntando con desprecio:
—«¿Qué quieres?»
—«La paz queremos, y si eso no te disgusta,
nuestro príncipe hablaría al emperador glorioso».
A una señal, abren paso, y a la tienda se aproxima
un viejo, simple en el habla y más simple en sus vestidos.
—«Mirtscha, ¿eres, tú?»[3]
—«¡Majestad!»
—«Vine a que te sometieras,
por no tornar tu corona en una rama de espinas».
—«Sea cual fuere su idea, emperador, he venido,
mientras estemos en paz, a darte la bienvenida.
En cuanto a la sumisión, Señor, has de perdonamos,
ya nos quieras castigar mandándonos tus ejércitos
o ya quieras desistir, volviendo sobre tus pasos,
dándonos un testimonio de la bondad de tu alma…
Sea lo uno o lo otro, lo que está escrito está escrito.
Con valor soportaremos igual la paz que la guerra».
—«¿Cómo? Cuando el ancho mundo se abre delante de mí,
¿piensas tú que admitiré que ante el Imperio Otomano
un guijarro se coloque? ¿Sueñas, viejo, en detenerme?
Toda la más fina flor ilustre del Occidente,
los reyes y emperadores que responden a la cruz
se unieron para impedir el huracán de Mahoma.
Vistieron sus armaduras los caballeros de Malta,
el Papa, las tres coronas superpuestas en su frente,
reunió todos sus rayos contra este rayo que abraza
con rabia tempestuosa toda la mar y la tierra.
Sólo con hacer un gesto, sólo un signo de la mano
bastó para que los pueblos de Occidente se moviesen.
Por el triunfo de la cruz se unieron en oleadas
levantadas de los bosques y el fondo de los desiertos.
Rompiendo la paz profunda, los fundamentos del mundo,
con sus millares de escudos oscureciendo los cielos,
espantosas se movían selvas de lanzas y espadas.
¡Hasta el mar se echó a temblar del número de sus barcos!
Tú has contemplado en Nicópoli cuántas mesnadas se unieron
para ante mí levantar su muralla impenetrable.
Cuando vi su multitud junta como hojas y hierba,
lleno de salvaje cólera murmuré para mi barba:
juro que andaré sobre ellos sin que nada me preocupe
para darle a mi caballo avena en su altar de Roma…
¿Y contra esa tempestad lucharás con un bastón?
¿Y en medio de mis victorias me hará tropezar un viejo?»
—«Sí, emperador, es un viejo, pero este viejo que ves
no es un hombre, que es el príncipe del país de los rumanos.
Yo tampoco te deseo que llegues a conocemos
ni que el Danubio se trague tus armadas en su espuma.
En el curso de los tiempos muchos llegaron; Darío,
hijo de Hystaspes, llegó, según cuentan las leyendas.
Muchos echaron sus puentes sobre el agua del Danubio,
haciendo pasar sobre ellos sus hordas innumerables.
Aquí los emperadores del universo vinieron,
faltos de suelo, a pedir un poco de tierra y agua.
Y sin querer alabarme ni provocar tu terror,
en cuanto llegaron fueron tierra y agua solamente.
¿Tú te has enorgullecido en tu marcha de huracán
de haber rasgado las cotas de emperadores y pares?
¿Te alabas de que Occidente trató de parar tu marcha?
Pero ¿qué es lo que llevaba a Occidente a este combate?
Ellos arrancar querían los laureles de tu frente,
por el triunfo de su fe luchó cada caballero.
Yo defiendo mi pobreza, la existencia de mi pueblo,
por eso cuanto se mueve en mi país, río, rama,
es mi amigo, mientras tú sólo su enemigo eres.
Te odiarán todas las cosas, nunca estarás prevenido;
ejércitos no tenemos, ¡pero el amor a la patria
es un muro que no tiembla, Bayaceto, ante tu nombre!»
Y apenas partió el anciano… ¡Qué temblor, qué agitación!
El bosque yerve del ruido de las armas y las trompas,
y, al oreo de él, millares de cabelleras hirsutas,
millares de cascos surgen de la sombra tenebrosa.
Jinetes llenan los campos, y a una señal respondiendo,
les hincan a sus caballos sus estribos de madera.
Los cascos salvajes labran la superficie del mundo,
brillan las lanzas al sol, los arcos tienden al viento,
e igual que nubes de acero, crujiendo como granizo,
ocultando el horizonte, llegan silbando las flechas,
tempestuosas, cayendo como lluvia resonante…
Todo el campo de batalla no es más que aullidos y gritos,
en vano el emperador como un león va rugiendo,
pues la sombra de la muerte se extiende siempre más larga;
en vano alza su estandarte verde sobre sus ejércitos,
porque en sus círculos va rodeándolos la muerte,
porque sus filas clarean y fatigadas vacilan.
Los Assabes caen en grupos esparcidos por el llano,
los infantes, de rodillas; los caballos, derribados;
y las flechas silbadoras como oleadas de lluvia
los golpean en la cara y en la espalda, entumeciéndolos,
llegando a creer que el cielo en la tierra se derrumba.
Mirtscha mismo es quien dirige esta tormenta espantosa,
él es quien anda, quien anda y todo lo pisotea.
Como muralla de lanzas, haciendo temblar el suelo,
los caballeros penetran entre las tropas infieles.
Dispersadas, se separan las filas del enemigo;
los vencedores galopan, agitando sus banderas,
como un diluvio mortal, como un mar tempestuoso.
En una hora el infiel fue dispersado a los vientos
por esta lluvia de acero que lo empuja hacia el Danubio.
Tras él, orgulloso, avanza el ejército rumano.
Ya está el sol en su declive, ya los guerreros acampan,
mirándolo coronar con un limbo de victoria
los montes de su país. Un rayo petrificado
del sol marca la bordura de los montes del poniente,
hasta que los astros surgen uno a uno en el sinfín
y la luna sube, trémula, de la bruma de los bosques.
Reina del mar y la noche, expande sueño y reposo.
Junto a su tienda está uno de los hijos del Gran Príncipe,
sonriéndole a un recuerdo, mientras escribe una carta
para enviarla a su amiga más allá del río Argesh[4]:
«Desde el valle de Runé,
Princesa, a ti te decimos,
no por voz más sí por carta,
puesto que estás tan lejana:
Mucho, mucho te rogamos
mandes por un mensajero
las maravillas del valle,
el bosque espeso y sus claros,
los ojos y sus pestañas;
que yo te mandaré a ti
las maravillas que encuentre:
la mesnada y sus banderas,
el bosque con sus ramajes,
el casco con alto airón,
los ojos y sus pestañas.
Y te digo que estoy salvo,
y, dando gracias a Cristo,
te envío, Princesa, un beso».
Tales épocas abrieron los cronistas y rapsodas.
Saltimbanquis y bufones invadieron nuestro siglo,
pero yo siempre busqué los héroes de las leyendas.
Con mi lira soñadora y a los sones de las flautas,
¿puedo ir al encuentro de los patriotas que vinieron
luego? ¡Delante de éstos, ocúltate, Apolo, escóndete!
¡Oh héroes que en el pasado glorioso en sombra quedasteis,
otra vez estáis en boga y de los libros os sacan!
Vistiendo su nulidad, todos los tontos os citan,
mezclando los siglos de oro al fango vil de su prosa.
¡Quedad en la sombra santa; Besarabos, Muchatines,
fundadores del país, donadores de sus leyes,
que nuestra tierra ensanchasteis con la espada y el arado,
desde los montes al mar, llegando al Danubio azul!
¿El presente será menos? ¿No me dará lo que pido?
¿No encontraré entre los nuestros algún joyel deslumbrante?
¿O es que estamos en Sybaris, templo de frivolidad?
¿No vemos nacer las glorias en las calles y el café?
¿No hay hombres que blanden hoy las lanzas de la retórica?
A los aplausos groseros de la plebe callejera,
de los muchos charlatanes y de los equilibristas,
máscaras tan renombradas del arte de la mentira,
¿no nos habla el liberal de la patria y la virtud
como si su vida fuera tan pura como el cristal?
Apenas tiene delante la columna de un café,
él mismo se echa a reír de las palabras que dice.
Más lejos, la fealdad, sin alma y sin pensamiento,
está, la vista turbada y las hinchadas mejillas.
Negro, ávido, jorobado, fuente de torpes engaños,
a sus compañeros dice frases llenas de veneno.
Todos llevan en la boca la virtud, dentro el engaño.
Quintaesencia de miserias de los pies a la cabeza.
Y para reconocer a sus correligionarios,
el monstruo de ojos de sapo mira fuera de sus órbitas…
¡Y entre estas gentes hoy busca mi pueblo representantes!
Hombres dignos de vivir en una casa de locos
y con camisas de fuerza, sobre la frente el birrete,
legislando para todos y cargándonos de impuestos.
¡Tan patriotas! Fundadores de instituciones en donde
yerve la depravación en palabras y ademanes,
con la devoción del zorro se arrodillan en la iglesia
y aplauden con frenesí las burlas, cantos y juegos…
Y después en el Consejo del País todos se unen
para admirar a los búlgaros de anchas nucas y a los griegos
de nariz fina. ¡Pretenden estas gentes ser romanas,
y la tribu greco-búlgara, descendiente de Trajano!
¡Esta espuma venenosa, esta plebe, esta basura
ha llegado a ser la dueña del país y de nosotros!
Lo que es locura y aborto en las vecinas naciones,
lo que lleva ya la mancha que marca la podredumbre,
lo que es perfidia, avaricia, los ilotas, los phanar[5]
se han deslizado hasta aquí, siendo ellos los patriotas,
de modo que los tramposos, los tartamudos e imbéciles
del labio torcido ¡son los dueños de este país!
¿Vosotros, nietos de Roma? ¡Afeminados, perversos!
¡La humanidad se avergüenza de denominaros hombres!
Pero esta hez de la tierra y todas sus criaturas
no se avergüenzan llevando en sus imbéciles bocas
la gloria de nuestra patria sólo por escarnecerla.
¡Y hasta pronunciar tu nombre se atreven, oh país mío!
En París, en los tugurios del cinismo y de la holganza,
con sus mujeres perdidas y en sus orgías obscenas,
vais dejando la fortuna, la juventud en el juego.
¿Qué le disteis a Occidente si dentro no tenéis nada?
Después, al volver, trajisteis un frasquito de pomada,
un monóculo en el ojo y por arma un bastoncillo.
Prematuramente ajados, mas con cerebro de niño,
guardando en vuestra memoria por ciencia un vals de Mabille
y por fortuna tan sólo un chapín de cortesana…
¡Oh, cuánto te admiro yo, romana progenitura!
Y ahora mi rostro escéptico con espanto estáis mirando,
¿y os asombráis de que nadie crea ya vuestra mentira,
si todos los que se adornan con frases grandilocuentes
sólo persiguen riquezas y ganancias sin esfuerzo?
Hoy que la frase pulida no sirve para engañarnos,
son los otros quienes quedan en falta, ¿verdad, señores?
Bien os desenmascarasteis al desgarrar mi país,
bien os cubristeis de oprobio abofeteando al pueblo,
demasiado os burlasteis de nuestra lengua y costumbres
para no deciros claro lo que sois: ¡Unos infames!
¡Sí, ganancias sin trabajo, he ahí vuestro deseo!
¿La virtud? Una sandez. ¿El genio? Una desventura.
Dejad a nuestros abuelos dormir en el polvo augusto
de sus crónicas, dejadles que desde el pasado os miren
con ironía, y tú, Tzepesch[6], ven, Señor, a dividirlos
en dos bandos, frente a frente: los idiotas, los cobardes,
y júntalos a la fuerza en dos inmensas prisiones
y en sus celdas y mazmorras préndeles a todos fuego.
1881