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APOCALIPSIS
«LOS TIEMPOS HAN LLEGADO: el reino de Dios está cerca. Cambien el rumbo de su vida. Y créanlo: es una Buena Nueva» —el padre Torres levantó su mano para señalar la inminencia del gran anuncio—. «Jesús revestido con el poder del Espíritu Santo volvió a Galilea. Se dirigió a su pueblo natal, Nazareth y, según su costumbre, el día sábado fue a la sinagoga. Allí se ofreció para hacer la lectura. Se le entregó el libro de Isaías. Lo abrió y dio con el siguiente pasaje: El espíritu del Señor está sobre mí y me ungió para proclamar lo que es buena noticia para los pobres: ¡libertad para los encadenados y luz para los ciegos! ¡Libertad para los explotados y año de gracia del Señor! Luego Jesús cerró el libro, lo devolvió y se sentó. Todos los ojos estaban fijos en él. Entonces les dijo: ¡Hoy mismo, este texto empieza a ser realidad!».
Torres había desaparecido. No importaba. Yo estaba sobre una inmensa meseta. Triunfaba el reino de Dios. Cristo era asumido en la tierra. Multitudes ingentes, rumorosas y entusiastas afluían hacia Él. Las madres alzaban a sus hijos, los hombres ayudaban a los ancianos. Se marchaban alegremente, vigorosamente. Cantos, cantos de júbilo se alzaban hasta las nubes en ese luculente día. Los timbales partían el ritmo y las trompetas hacían rulos de oro en el aire. La voz de Jesús resonaba por doquier: «Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tienen hambre, porque serán saciados. Bienaventurados los que ahora lloran, porque reirán».
Yo me sentía realmente emocionado. Después de tantas luchas, todos avanzaban al fin hacia Cristo y sus apóstoles. Los soldados del flamante reino irrumpieron en tolvaneras iridiscentes, como una explosión de colores. Los ciegos, los cojos, los leprosos, los famélicos, los sucios, los desnudos, se abalanzaron con la histeria impresa en sus rostros. ¡Viva Cristo! ¡Viva su reino! —sobresalían algunas voces sobre la tempestad de ruidos. Y bajaban de los collados como inmensas manchas de aceite. La humanidad entera confluía hacia Jesús.
Llegaron los príncipes en suntuosos camellos, como los Reyes de la Epifanía. Otros vinieron en doradas carrozas que provocaron estupor y deslumbramiento. El pueblo se corría y apretujaba para abrirles paso, porque también honraban al Señor. Los nobles vestían sus mejores trajes. Los banqueros lucían jaquel, y los gordos industriales un escintilante alfiler de corbata como símbolo de su poderosa situación: El pueblo acariciaba emocionado con las puntas de los dedos el hermoso automóvil de un cardenal y estallaba en fuertes ovaciones cuando le acompañaba un sonriente y demagógico ministro.
El universo celebraba agitadamente el triunfo de Jesús, quien allá lejos, muy lejos, desde un regio palco instalado al final de la majestuosa escalinata, presidía la grandiosa manifestación. Su voz se difundía por un vasto sistema de parlantes y llegaba con ahuecada sonoridad hasta los más distantes rincones del planeta.
No hagáis tesoros en la tierra donde la polilla y el orín corrompen y donde los ladrones minan y hurtan. Ninguno puede servir a dos señores, porque aborrecerá al uno y amará al otro o porque llegará al uno y menospreciará al otro: no podéis servir a Dios y al dinero.
Con humilde y gozosa disciplina los obreros dejaron los primeros sitios a los directivos de sus fábricas y los harapientos campesinos a los elegantes terratenientes. Contribuían al orden y la justa jerarquía que se había determinado en el programa de festejos. ¿No decía el Evangelio que los últimos serán los primeros? Muchos obispos con devoción acendrada también corrieron junto a los poderosos para que después, al final, en la otra vida, sean los últimos y reciban la gracia del Señor… ¡Qué de dar vueltas con las palabras de Cristo para merecer premios!
¡No aglomerarse! ¡No empujar! —vociferaban los representantes de las compañías de turismo—. Sin embargo, yo ya quería llegar, porque empezaban a dolerme los pies. ¡No sea impaciente! —me regañaron—. Me tapé las orejas y continué avanzando. Ya llegaban a mí los acordes marciales de las tropas que rendían honores frente al majestuoso palco. Los soldados desfilaban luciendo sus brillantes uniformes de gala sobre cuyos dorados el sol astillaba su luz. Parecían un río de piedras preciosas que rodaban como el legendario Sambatión. Y tras ese río, sobre el impresionante palco, alcancé a divisar un ángulo de la cabeza de Cristo. ¡Mi corazón brincó! ¡Por fin veo a Cristo! ¡Por fin veo a Cristo! Y di furiosos codazos a mis vecinos para acercarme más. Me respondieron con gargajos y puntapiés. No me importó. Avancé y avancé hasta que sólo me separaba de Dios ese incandescente y bullicioso cinturón de soldados, que en ese momento paseaban sus tanques y cohetes pintados de blanco, como en traje de primera comunión.
El palco tenía alrededor de cincuenta metros. Estaba construido con maderas de ébano en la cual miles de artistas grabaron la historia de la Iglesia. En su interior, sobre aterciopelados sillones a los que se les acopló un ingenioso sistema de refrigeración regulable e individual, fueron instalados los representantes del Gobierno, del comercio y de la industria, los diplomáticos acreditados ante la Santa Sede y las grandes personalidades científicas y artísticas del mundo, que llegaron en veloces jets o en modernos transatlánticos para honrar al Señor.
En el centro del palco, tras una imponente cruz de oro engarzada con diamantes, se asomaban los cabellos de Cristo. ¡Reconocí quién estaba a su derecha. Di un salto de alegría! ¡Era San Juan Bautista! Vestía sus viejas y corcusidas pieles de profeta, apenas las necesarias para cubrir su desnudez. En ese instante giró e hizo una zalema para besar la mano a la esposa de un ministro. Desde lejos percibí el estremecimiento que produjo en ella la galantería del santo, haciendo temblar su increíble lluvia de alhajas.
Mientras, las tropas continuaban marchando, con paso duro, orgulloso, viril. San Pedro se inclinó sobre la balaustrada y bendijo a los muchachos y sus hermosos cañones.
Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Me desesperaba por acercarme más. No podía permanecer quieto. Mis extremidades se movían como segmentos de una loca marioneta para no entumecerse en esa prisión de cuerpos compactados. Inspiré hondo y tomé impulso y salté con todas mis fuerzas. Contuve la respiración hasta que logré sobrevolar ese largo y serpenteante río de soldados. Me afirmé con una mano en la bruñida baranda del palco. Sólo me separaban de Cristo algunos metros. Pero una señora dio voces con horror. A su lado estaba el Coronel Donato Francisco Pérez. ¿Qué hacía ahí? ¿A quién representaba? Ah, sí, a las fuerzas del orden. Mientras intentaba comprender la extraña presencia de ese aborrecido sujeto en la apoteosis del cristianismo, varios hombres vestidos de frac y enguantados de blanco me hicieron caer al asfalto. No importa, me dije otra vez. Sacudí mis ropas. Estaba más cerca de Cristo que nunca.
Ni Isaac sobre la pira del sacrificio, ni Haoma en el mortero sagrado podían gozar esa inefable percepción que electrizaba mis sentidos. Era el éxtasis… Sentí que me tocaron el hombro, desde arriba. Giré mi cabeza y reconocí —¡cuántas emociones juntas!— a la Virgen. Tuve un impulso de caer arrodillado. Por primera vez deseaba que mis padres, especialmente mamá, estuvieran junto a mí. Era una visión deslumbrante. Mis ojos bailaban dentro de las órbitas contemplando el celeste resol que la envolvía. Parecía una esbelta torre de marfil. Los brillantes de su falda eran como las estrellas del cielo. Las perlas y esmeraldas que en espesos collares rodeaban su cuello, parecían la espuma del mar abrazando una isla de plata. Se inclinó con esfuerzo, pues no le daba holgura su aplastante ropaje. Con la mano derecha me tendió algo mientras con la izquierda sostenía su refulgente corona, casi tres veces más alta que su cabeza. Extendí temblorosamente mis dedos y recibí una estampita con su imagen. La besé con fruición. Alcé otra vez mi cabeza para agradecerle con los ojos desbordantes de lágrimas y vi a varios santos apretujándose para alcanzarme sus respectivas imágenes. Seguramente querían compensar con esas atenciones la rudeza con que fui expulsado del palco. ¡Qué maravilla! Cada estampita llevaba impreso en el dorso el nombre de la Firma S. R. L., que las fabricaba, y un autógrafo legítimo del santo. Reuní un mazo de imágenes y recordé que ansiaba acercarme a Jesús. Su voz continuaba retumbando por doquier, sin interrupciones.
¡Cuán dificultosamente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Porque es más fácil que pase un camello por el ojo de la aguja que un rico entre en el reino de Dios.
Caminé con esfuerzo, porque los ricos a quienes se les reservó la primera fila, no me dejaban pasar. Se escandalizaban porque mi traje no era oscuro y mi corbata no estaba prendida con el alfiler que me regaló mamá. Insistían en que debía presentar la tarjeta de invitación y mostrar recibos por las donaciones de caridad que efectué. Ellos gritaban y yo seguí caminando. Las mujeres chillaban porque pisoteaba sus zapatos, «modelos exclusivos» de Christian Dior. ¡Que griten! ¡Qué embromar! ¿Cuántas veces en la vida uno puede acercarse a Cristo?
El desfile continuaba. Nunca imaginé que hubiera tantos soldados en el mundo. A mí ya me aburría. ¿No se cansan los santos? Miré hacia el palco: Juan Bautista, sacando su hirsuto pecho, hacía la venia ante el paso de la bandera nacional flameando en la punta de un esbelto cohete nuclear. ¡Qué figura puede adoptar este hombre! De seguro que con la barba rasurada y un uniforme nuevo quedaría tan pintado como el coronel Donato Pérez. ¿Y Cristo? No lo podía ver ahora. Pero su voz continuaba propalándose.
Sabéis que los príncipes de los gentiles se enseñorean sobre ellos y los que son grandes ejercen sobre ellos potestad. Mas entre vosotros no será así: el que quisiere entre vosotros hacerse grande, será vuestro servidor. Y el que quisiere entre vosotros ser el primero, será vuestro siervo. El Hijo del hombre no vino para ser servido sino para servir.
Me acerqué más, temeroso de que suceda algo extraño. San Juan Bautista seguía firme en actitud marcial. Los apóstoles repartían estampas. San Pedro estrechaba millares de manos que se extendían anhelantes hacia él para recibir su contacto santificante. Jesús continuaba hablando. El corazón me empezó a latir como el galope de un corcel.
No hay más grande amor que donar la vida por los amigos. Vosotros sois mis amigos, si hiciereis las cosas que yo os mando. Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque os he hecho notorias todas las cosas que pide mi Padre. No me elegisteis vosotros a mí, sino yo os elegí a vosotros.
Mis ropas se habían empapado. Temblaba. ¿Dónde está Cristo? ¿Dónde está Cristo? ¡Lo quiero ver, lo quiero tocar! ¡Por una vez en mi vida!
Esos tambores ensordecían. ¡Cómo chirrían las ruedas de los tanques: parecen triturar el asfalto! ¡Detengan el desfile! ¡Sólo me interesa ver a Cristo!
Magdalena pasó a la carrera con su pelo revuelto y las ropas desgarradas. Una lluvia de piedras la perseguía: querían lapidarla. ¿Lapidarla? ¿En presencia de Cristo? ¡Es una prostituta! Magdalena huía hacia un pantano de color amarillo donde confluía la pestilente escoria dorada de la vieja sociedad. Sobre su burbujeante superficie flotaban una cruz y una bota. El Faraón le exigió a José que explicara, aunque no le gustaba su explicación. Y los proyectiles rebotaban en la espalda de Magdalena. Quise socorrerla y oír lo que decía. «¡Han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde le han puesto! ¡Han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde le han puesto!». Buenaventura corría para ayudar a Magdalena y tras él corría Torres. ¡Olga también! Se alejaban hacia el pantano, como insectos que se pierden de la vista.
Yo quería ver a Cristo porque mi pecho estallaba de angustia. No me interesaba su corte celestial ni terrena. Me afirmé con las dos manos en una baranda y entré al palco. Caí de pie sobre la blanda alfombra. Junto al micrófono estaba Caifás, con cuello de armiño y hábitos blancos. Sostenía una Biblia con tapas de marfil y leía el Evangelio, leía la palabra de Cristo, mientras Cristo… ¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡¡Es Él!! —yacía atado con sogas a la enorme cruz de oro que presidía la manifestación triunfal, y lloraba inconsolablemente.