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SABIDURÍA

CARLOS SAMUEL y Agustín Buenaventura abandonaron la habitación del Seminario —allí se los alojaba provisionalmente hasta la conclusión del juicio eclesiástico— para entrevistarse con el Nuncio Apostólico, que les fijó una cita en el estudio del Rector.

Marcharon por un corredor largo y sombrío, el mismo corredor donde muchos años atrás Carlos Samuel decidió transformarse en un hombre de metal. En un corredor parecido, lejos, en otro Seminario, Agustín Buenaventura también se envolvió con una armadura y ella le permitió soportar privaciones crueles y desilusiones asfixiantes. Carlos Samuel, en Europa, se desprendió del impenetrable envoltorio. Buenaventura lo consiguió a medias. Sin embargo, también se rebeló contra las instrucciones que retumbaron en ese corredor. Ambos relativizaron la obediencia. De lo contrario, Carlos Samuel habría llegado a Obispo, juzgaría y no sería juzgado, y Buenaventura habría alcanzado el reconocimiento público, como una solemne coronación, por su vida dedicada a propagar el Evangelio. Ambos estarían en armonía con los hombres y con Dios. Pero después que abrieron los ojos, que se enteraron, que se les incendió la conciencia —Carlos Samuel en Europa y después en San José, Buenaventura en la Villa del Milagro—, fueron puestos en una horrible alternativa: estar en armonía con lo fariseos y con el Obispo, o estar en armonía con Dios.

Torres se apartó para dejar adelantarse a Buenaventura, su superior en años y jerarquía.

En el otrora temible estudio del Rector —porque hacia allí eran conducidos los seminaristas cuando debían recibir una reprimenda superlativa— los aguardaba el Nuncio. Estaba solo. Les tendió su diestra para que besaran el anillo. Luego les estrechó la mano e invitó a sentarse.

—He deseado conversar un poco con ustedes antes del juicio —explicó afablemente.

—Nos honra y consuela, monseñor —agradeció Buenaventura con su bronca voz, sin haber concluido aún de acomodar su globuloso abdomen.

El Nuncio, hombre fino, de tez muy blanca y rosada, apenas diferente a la nieve de sus cabellos, sonrió paternalmente. Quizá lo divertía la pletórica figura indígena de ese rústico cura. Dirigiéndose aún a él, como si lo estudiara, añadió:

—Estoy debidamente informado sobre su actividad en la selva y en la montaña. Usted ha sido un buen ministro del Señor.

Torres advirtió el «ha sido».

—Nunca debió cambiar esa línea de conducta, meritoria e inspirada —agregó sin dejar de sonreír.

—Monseñor… —intentó explicarse Buenaventura.

—No lo reprocho, no —interrumpió el Nuncio—. Comento simplemente. Si me he reunido aquí con ustedes, no es para juzgarlos por anticipado. Les abro mi corazón, les digo lo que pienso. El motivo de esta entrevista tiene otro objeto.

Los curas aguardaron.

—Hijos —su voz adquirió solemnidad—, conozco muchos detalles positivos y negativos de vuestro ministerio. Por vuestro bien, por el bien de nuestra Iglesia, quiero pediros que mañana guardéis compostura.

—Que…

—Sí, que no os afanéis por —enumeró con los dedos— replicar, explicar y complicar. Guardad silencio, sed pacientes, dóciles y mansos, como el Cordero de Dios.

—¿No deberíamos ejercitar nuestra defensa? —preguntó Carlos Samuel.

El Nuncio se reclinó en su sillón y abrió las manos en forma condescendiente.

—Asumamos los tiempos modernos —su sonrisa se pronunció—. Hay situaciones trascendentales y situaciones que no lo son. La Iglesia vive un aggiornamento. Es necesario verlo, entenderlo, apoyarlo y continuarlo.

Los curas no creían captar el sentido de sus palabras.

—Aquí han estallado unos petardos… —hizo un simpático gesto de desprecio—. Mucho ruido… Corridas… Exaltación. Pero, en el fondo, ¿qué?

Torres y Buenaventura no supieron si tenían o no que responder a esa pregunta.

—En el fondo, hijos —se dispuso a contestársela solo—, no ha sido nada.

—¿Entonces…? —farfulló Buenaventura.

—Como lo acabáis de oír —recuperó su solemnidad—. No quiero alegatos. No quiero rencillas. El clero debe mantenerse unido, sereno, proyectado hacia el servicio de Dios y no de tonterías. Mañana hablaré yo. Todo concluirá lo más rápidamente posible.

—Monseñor… Nosotros… —no les salía un agradecimiento adecuado.

—No es preciso que habléis hoy ni mañana. Id y orad —se incorporó, les extendió el anillo y acompañó afectuosamente hasta la puerta.