27

CANTARES

VÍCTOR Y ADRIÁN compartían la casa en el barrio Arboleda, donde se concentraban numerosos estudiantes del interior. Se dice que en un tiempo el barrio era intransitable para una mujer, porque en la primera puerta la cogían de un brazo y metían adentro. Esa fama redujo la demanda de viviendas por familias y el precio de los alquileres descendió. Los estudiantes la transformaron en su ciudadela.

Las prostitutas solían pasearse libremente por sus calles llamando en cualquier casa, con la posibilidad de encontrar techo y comida a cambio de realizar tareas domésticas y prestar gratuitamente sus servicios personales.

La puerta estaba entornada, de modo que entré sin llamar. Encontré sentados en la cocina a Víctor, Horacio y Adrián, charlando con una mujer que batía el café.

—¡Hola, Néstor! ¡Adelante!

—¡Hola!

—Te presento a Magdalena. Nuestro amigo Néstor.

—Mucho gusto —le extendí la mano.

Ella tendría de 20 a 25 años, rostro moreno, pelo largo y lacio, cuerpo esbelto. Me senté en un banquito y la contemplé mientras cimbraba levemente al ritmo del batido.

—¿Qué tal, Néstor?, ¿contento? —preguntó Víctor con insinuación picaresca.

—Sí, porque espero tomar un buen café —le guiñé un ojo.

—¡Vaya si será bueno! Será formidable, propio de los dioses. ¿Verdad, Magdalena?

—No se apresuren, no se apresuren.

—El apurado es Néstor.

—Bueno, ya está listo —llenó cinco tazas y nos las extendió.

—Como ves, Néstor —explicó Adrián—, el servicio es completo.

—Ya veremos… —simulé expectativa.

Al rato, Víctor dio una sonora palmada en las nalgas de Magdalena.

—¡Eh, loco! —protestó ella.

—Anda con Néstor, que él vino por un café más personal…

Magdalena se frotó la zona del golpe, me miró y fue esbozando una sonrisa. Con súbita ternura extendió ambas manos y me hizo incorporar.

—¡Métanse en mi dormitorio! —ofreció Adrián.

Ella entró primero y encendió la luz. Cuando estuvo adentro, cerró la puerta y dio una vuelta a la llave. Se acercó a la cama y apretó el botón del velador.

—Apaga la luz alta, ¿quieres?

Se quitó su saquito color tierra y se sentó al borde del lecho levantándose como al descuido su pollera hasta cerca de la ingle.

Permanecí rígido junto a la puerta. Durante las horas precedentes ardí de deseo imaginándome lo que estaba por ocurrir. José Miguel tenía razón: yo era virgen. Era virgen a pesar mío, por controles paternales y por inhibición. Me resultaba fácil simular desenvoltura y hasta un poco de desfachatez cuando estaba en un grupo, porque lo dicho e insinuado permanece en el nivel de la chanza, no compromete en absoluto. Pero nunca pude llegar a la intimidad con ninguna muchacha. Quizá hubiera ocurrido con María Luisa, a quien tuve que abandonar cuando mamá enfermó.

De golpe, en ese cubo hermético donde estábamos solos, donde podía hacer cualquier cosa, se evaneció mi deseo. Mi cuerpo se aflojó, agotado por la tensión previa.

—Ven, siéntate a mi lado —invitó amablemente Magdalena.

Me quité el pullover, lo deposité sobre una silla y me acerqué.

—Quiero que me veas con tus dedos. Así —tomó mis manos y las puso sobre su cara—. Ahora cierra los ojos. ¿Me ves con el tacto? Desplaza suavemente tus dedos… ¿Sientes mis mejillas, la parte alta, ahora hacia abajo: el mentón… mis labios?… Así, así… Sígueme viendo… Observa con tus manos mi cuello, por aquí, detrás de las orejas, el limite del cabello, métete por debajo, sigue por la nuca… ¿Me ves? ¿Me ves bien?… No te apures, no te apures… ¡Ya llegas al hombro! ¡No tan rápido!… ¡Néstor!

Le clavé mi boca en su cuello y la abracé con fuerza, deslizando mis manos con precipitación de un extremo al otro de su cuerpo, en un afán de poseerla toda. La mínima brecha a mi inhibición rompió los diques y mi pasión se desbordó con fuerza incontenible. La volteé sobre el lecho, intenté quitarle la ropa, aflojándome la mía. Sentí que iba demasiado rápido, que estaba al final de la partida, que no podía dominarme. Ella intentó colaborar y su mano rozó mi bajo vientre. No pude resistir ese cosquilleo terrible que pretendía escapar, romper y penetrar. Mis músculos se contraían hasta el dolor. De pronto empecé a descontracturarme a golpes, como una rueda dentada, sintiendo que mojaba mi ropa y la de ella, con terrible frustración. Nos quedamos inmóviles, sin saber qué hacer. Torcí mi cabeza y la hundí en la almohada, avergonzado.

Magdalena arregló mi situación con pocas palabras. Me hizo quedar ante los demás muchachos como un ser de virilidad asombrosa, desbordante, que en pocos minutos la llevó, trajo y volvió a llevar hacia los placeres de la intimidad; que más de una explotaría de envidia.

Yo le estaba realmente agradecido, porque temía que esta mujer, una puta, al fin y al cabo, me usara de hazmerreír. Esa nobleza me sorprendió y, como no la esperaba, me conmovió algo. Cuando me despedí susurró tiernamente.

—La próxima vez saldrá estupendo, no lo dudo.

Días más tarde esa frase empezó a cambiar de resonancia. En vez de sentirla amistosa, le encontraba un giro burlón, vengativo. A medida que mi deseo prendía, más me dañaban esas palabras. Le encargué a Víctor que no dejara de avisarme cuando ella fuera a su casa nuevamente.

—Esta noche tendremos «plenario» —me dijo por fin.

Cené apurado y salí en seguida. Mamá quedó con su pregunta en la garganta.

Me llevé el auto del viejo, que ya me lo prestaba con más frecuencia.

Los encontré en la cocina, ella preparando café. Me pareció estar viviendo en el pasado.

—Llegas el último, como la otra vez —advirtió Adrián—, pero querrás ser el primero.

—Lógico —repuse.

—Esta vez no, hijito. Ya no eres un «iniciado».

—Pero lo hizo menos veces que ustedes —intervino Magdalena—. Así que le toca, nomás.

—¿Qué tal? —les desafié—. Parece que la doncella tiene sus preferencias muy claritas.

—¿Vamos, Néstor? —invitó Magdalena portando dos tazas de café.

—¿Piensan tomarlo en el dormitorio?

—Si la dama desea… —les hice una higa.

Cerró la puerta.

—Tómate el café mientras me desvisto —propuso.

Se desnudó completamente y metió en el lecho. La sangre me hervía por la boca y por los ojos, parecía que sus burbujas se me escapaban.

—Desvístete también. No miro.

Me arranqué las ropas y me pegué a ella. Sentí su piel cálida y tersa a lo largo de toda mi extensión. Crucé mis piernas con las suyas, sentí con fastidio que las sábanas se enredaban entre nuestros cuerpos y las rechacé con furia. Mi deseo subía como la columna de mercurio de un termómetro puesto sobre una llama. Su cuerpo estaba listo para recibirme, sin obstáculo de ropas: era una flor que se ofrecía a la abeja zumbante y desquiciada por la ambrosía que apetece. Y en esa locura de brazos que suben y bajan y cuerpos que se revuelcan y piernas que se cruzan y descruzan sin más objetivo que el roce cilíndrico y total, sus compuertas se quebraron y quise aún terminar bien y se mojaba todo y pedí que ella me ayudara, pero estaba desinflándome como un globo pinchado y metía las manos y resbalaban y me dio asco y rabia y desesperación… Quedé inmóvil.

Magdalena me abrazó.

—Permaneceremos un ratito en cama y verás que saldrá bien.

No le contesté. Entonces ella dijo que a muchísimos les ocurre lo mismo la primera vez. Que no tenía importancia, porque revelaba únicamente una carga de deseos muy grande, que explotaba en seguida. Pero que después de esos fracasos, estando un poco más tranquila mi virilidad tan fuerte, lograría plena satisfacción.

Nos corrimos al borde de la cama, sobre la pared, para no sentir las sábanas humedecidas. Permanecimos abrazados. Le pregunté sobre mis amigos, a quienes ella frecuenta cada mes, aproximadamente, cuando su novio baja la guardia creyéndola aún menstruante. A él no le gusta que se acueste con los estudiantes, porque nunca pagan. Pero entre los estudiantes Magdalena encuentra, ¿cómo decirlo?…, otro tipo de trato, cierta relación familiar, como si fuera hija y madre a la vez u otra cosa…, pero muy distinto al resto de sus clientes, de los cuales ninguno le ha gustado, aunque tampoco le han causado repulsión.

A lo mejor le gustaban los estudiantes porque fue impresionada por uno de ellos. Apareció de repente, en una siesta solitaria; era un muchacho joven y hermoso, casi afeminado. Miraba con ojos salvajes, mezcla de excitación y de susto, devorándola. Se desprendió la bragueta y extrajo su miembro. La sorprendió esa actitud y quizá él lo interpretó como miedo. Se envalentonó y dijo algunas frases obscenas, invitándola a tomar lo que le ofrecía. Lo vio tan tierno y desesperado que empezó a acercarse. Entonces fue él el sorprendido. No daba crédito a su reacción. La había tomado por una inocente, en realidad, no esperaba obtener respuesta. Gritó otras obscenidades, pero viendo que ella se acercaba en serio, se arregló precipitadamente la ropa y huyó despavorido… Después lo encontró en la cárcel, cuando la arrastraron en una de las tantas corridas que les hacen para decirle al pueblo que cuidan la moral. Allí se enteró que el pobre fue criado como una nena, que embarazó a su novia y que sus padres lo echaron a la calle. Andaba enloquecido, mostrando su sexo a chicas asustadizas para sentirse fuerte, capaz de aterrorizar. Encontró refugio en este barrio, aunque ya lo habían expulsado de la Universidad. Le dio mucha lástima.

Nos movimos un poco. Empecé a acariciarla otra vez y sentí que en mi cuerpo renacía el vigor.

—Lo hubiera querido acariciar, consolar. Enseñarle que no necesitaba hacer el amor a distancia, mirando y haciendo ver. Intenté acercármelo en la cárcel, pero me descubrieron esos hijos de puta y salió para el diablo, porque se desesperó más todavía. Si me hubieran visto y por lo menos se hubieran hecho los estúpidos hasta que terminara… Lo quería tocar así… suavemente… Nada más que esto, ¿te das cuenta? Rozarle el pecho con mis labios, dibujarle cosas con las yemas de mis dedos en su vientre… en sus muslos… acercarme y alejarme… Relajarlo, tranquilizarlo, acariciándolo siempre, con ternura, con la ternura que una mujer puede dar a un hombre, que el hombre pretende de la mujer.

Sus palabras se hacían susurrantes, como parte de sus caricias. Y yo sentí que me erguía y estaba lozano y fuerte. Los minutos se extraviaron mientras navegábamos hacia lo más profundo del placer, casi al unísono. Y por primera vez sentí que el gozo de una mujer acentuaba el mío y nunca imaginé que podía ser tan grande.

Continué abrazándola muchos minutos. Y le estaba tan agradecido, que la besé en una mejilla.