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ECLESIASTÉS

EN EL LARGO CORREDOR empezó a sentir el olor de medicamentos mezclado a una especie de composición dulzona y emética. Hacia los lados se extendían jardines mal cuidados, con manchas de tierra pelada bordeada por césped seco y amarillo. Algunos bancos junto a viejos árboles recibían las confesiones de los enfermos. El sol marchitaba las pocas flores silvestres que se esforzaban utópicamente para dotar de alegría al abandonado paisaje. Flotaba la mesticia.

Abrió la puerta, penetró en la espaciosa sala. Un vaho de limpieza con desinfectante atornilló su nariz. Permaneció un instante quieto hasta que sus pupilas se acostumbraron a la penumbra. Algunas celosías entornadas permitían el paso de tabiques de luz. Contra las paredes, se alineaban las camas. Crujía deprimente. Una enfermera vino a su encuentro, lo saludó y acompañó hasta el moribundo.

El biombo viejo y sucio protegía su lecho de los restantes, para evitar que su inminente muerte creara un clima de mayor angustia.

El sacerdote depositó su maletín negro sobre una silla metálica. Una mujer relativamente joven lanzó su llanto en el cuenco de las manos. El moribundo era seguramente su esposo. La medicina no pudo salvarlo. Ahora él tenía que salvar su alma. Demasiado tarde para oír sus confesiones: ya se había hundido en un estertoroso coma.

Éste es el hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, que se descompone, frustrado. Su vida breve, sumergida en el marasmo de la pobreza, no ha tenido oportunidad para alzarse libremente hacia la perfección. Ha llegado hasta ahí solamente, a ese lecho pringoso de hospital, siguiendo un curso biológico que en muy poco se diferencia del animal. Su mujer lo llora, como la hembra que pierde al macho. Este hombre, sin embargo, se asemeja a Cristo. La Encarnación ha sublimado al cuerpo. Un cuerpo como éste ha sido el cuerpo de Dios. Y cuando cualquiera de estos cuerpos sufre miseria y enfermedad, sufre Dios.

Torres se preparó para ungir al enfermo con el óleo santo.

Tendré que pronunciar las palabras de absolución —pensaba mientras su mano se acercaba al enfermo—. Lo salvo para la transhistoria, para que halle consuelo y recompensa por sus padecimientos terrenales. La transhistoria será para él consuelo, no la coronación de una vida rica y bella.

—Por esta Santa Unción, te perdone el Señor lo que hayas pecado —el óleo brilló en la frente del desgraciado.

Cuánta frustración, Dios mío. Cuántas almas van a Ti con este vacío horrible. Cada uno de los hombres, que según tu voluntad deberían ejercer libre participación creadora, son solamente números, caricatura de tu imagen, burla sacrílega de tu Encarnación. Mientras exista un solo hombre que no tenga lo necesario para ser verdaderamente hombre, la redención de Cristo fracasa. Cristo fracasa con este hombre, que vivió sin sentido y está por morirse sin sentido. He pedido a Dios que perdone sus pecados, que salve su alma. ¿Qué deberá Perdonarle? ¿Haber sido un explotado toda su vida? ¿Haber nacido en la miseria, permanecer analfabeto, conocer sólo las perversiones de su hogar mal constituido e imitar las costumbres antisociales de sus vecinos? ¿Se diferencia en algo este hombre que robó, fornicó y tal vez mató, de un lactante que sólo exige comida y abrigo? ¿Acaso su alma corre en este momento peligro ante el juicio omnisciente y misericordioso de Dios o corre peligro mi propia alma, el alma mía y la de todos los que tenemos conciencia de las iniquidades que reinan sobre la tierra?

Abrió el maletín y sintió un impulso por autoungir su propia frente con el aceite santo para rogarle a Dios por su alma sumida en el pecado mortal de ver retorcerse diariamente a Cristo y nada hacer para aliviar su horrible martirio. Se alejó del moribundo, mirando cautamente hacia las hileras de camas. Salió de la sala. En el corredor, frente al seco jardín, le pareció haberse alejado del dolor y de la culpa: era como si hubiera dado la espalda al Gólgota y estuviera lo suficientemente lejos para no oír los quejidos de Jesús. Parecía estar más tranquilo, como si excusarse, evadirse, huir, no fueran eufemismos de la traición.