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OLGA SIGUE ENTUSIASMADA con la iglesia de la Encarnación. El Dr. Bello casi ni le habla, indignado. Confiaba que ingresaría en el Partido. A hora por el contrario, en el Partido tiene que defenderse de los reproches sobre la conducta de su hija.

Olga dedica varias horas por día a esta nueva actividad. Ha colaborado en la organización del censo estudiantil. Gracias a los datos que se obtuvieron, los curas han podido extender una notable red, manteniendo informado de sus actividades a casi todo el estudiantado. En verdad, dentro de esa iglesia se ha montado un formidable aparato de comunicación. En las habitaciones contiguas al templo las máquinas de escribir no cesan de teclear y un mimeógrafo imprime millares de hojas diarias. Las sesiones de catequesis universitaria congregan multitudes de jóvenes. La iglesia ya no parece iglesia, sino un abovedado salón de debates. Los temas son cada vez más audaces y la mayoría son propuestos en las mismas reuniones, por voces que parten desde cualquier punto de esa masa juvenil, sin ninguna clase de restricciones.

En Olga han incidido varios factores: por un lado —quizá me equivoque en este punto— Carlos Samuel Torres, a pesar de su atrofia sexual por falta de uso, irradia un atractivo personal indiscutible. En él no sólo se ven las ideas, sino algo más. Por otro lado, el hecho de que estos curas no tienen nada, les permite ser más consecuentes con su ideario que al Dr. Bello o sus amigos comunistas que han hecho fortuna y tienen un séquito de empleados, llevan una vida paradigmáticamente burguesa y justifican su dualidad teórico-práctica porque integran una sociedad capitalista a la que «destruyen» por dos frentes: combatiéndola (mediante la acción del Partido) y gozándola (o sea agudizando sus contradicciones).

He asistido a varias reuniones, pero no me dejo arrastrar. Soy un simple observador… Intentan organizar a los estudiantes, convertirlos en una fuerza consciente y eficaz. Quisieron enrolarme pero fue en vano: aborrezco las cosas demasiado organizadas; me sentiría como un minúsculo vellocino en una enorme bolsa de lana. Esos movimientos con consignas, distribuciones de tareas, planos elaborados, decisiones inapelables, me asfixian. Otros son felices. Tienen un placer morboso en dejarse llevar, sacrificarse, hacer méritos por una palmada gratificante, sentirse rodeados de camaradas que comprimen los hombres. Eso les da fuerza y contenido a sus vidas. En la soledad se sienten vacíos, inoperantes, abúlicos. A Olga no sé dónde ubicarla, porque le gusta organizar y compartir tareas, pero tiene criterio independiente y una notable fertilidad de iniciativa.

Mis padres se alegraron de que yo concurra a la iglesia de la Encarnación. No la sitúan con claridad. Piensan que por tratarse de una iglesia es inexpugnable a cualquiera de los males que acechan por doquier a los jóvenes de buenas familias. Buenaventura es un viejo gordo inflado de anécdotas pintorescas sobre legendarias acciones evangelizadoras. Torres, un sacerdote «de mundo», hecho a la moda europea, coronado por rutilantes títulos de ultramar. ¿Qué otras garantías podían exigir? Allí me podía encontrar con un mar de estudiantes católicos que «van a la Universidad para aprender» y no para «quemar su tiempo con política».

Yo escuchaba esas firmes opiniones de mamá, practicando una nueva forma de sonreír sin mover los labios, que inventé. La pobre vieja, ocupada ahora con el noviazgo de Eurídice, creía que la Encarnación venía en su ayuda, ocupándose de la vigilancia que debía ejercer sobre mí. Era un alivio, porque no le alcanzaba el día para atender el caudal de problemas que involucraba cada reunión donde asistía Jorge Silva Morales, sus estilizadas hermanas o sus hartantes padres. De modo que cuando yo decía «me voy a la iglesia», se esfumaban las dificultades y anulaban las preguntas. Cuando se anunciaba un acto importante en la Encarnación al que yo, naturalmente, no podría faltar, mamá dejaba sobre mi lecho una muda completa. A veces me hacia el distraído y otras, para no producirle disgustos con esas pequeñas cosas, me emperifollaba de lo lindo. La satisfacción la tenía allí, en la iglesia, donde la mayoría estaba en mangas de camisa o sweater y yo daba la nota individual, con traje oscuro, camisa de seda, auténtico diamante en el broche de la corbata y un aroma de extracto francés que se expandía con la fuerza del incienso.