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¡QUÉ EXTRAÑO! Quería volver. Durante meses y meses acarició con impaciencia esos días de vacaciones, esos escasos días para descansar de la disciplina, del horario, de la comida y de los pecados mortales. Hasta ese momento sólo le habían concedido un mísero anticipo de esas vacaciones: los jueves. Ese día, por la tarde, vestido impecablemente con sotana limpia, sombrero negro y faja azul, los llevaban a pasear al parque Bolívar. En fila perfecta seguían a un superior —y eran a su vez seguidos por otros—. Solían caminar por los rosedales, entrar en el jardín Zoológico y descansar en las escalinatas de un pintoresco teatro griego. Antes de cada salida se renovaban las recomendaciones. El padre espiritual insistía con énfasis en la tentación de la mujer. «¡Nunca la miréis a los ojos!», exclamaba enrojeciéndose, como si en vez de advertir, ya lo estuviera reprochando.

Al aproximarse el tiempo de vacaciones, aumentaron los consejos. El padre espiritual les hablaba con mayor frecuencia y sus discursos se dilataban. En las aulas fueron colocados lemas, cuyas letras de fuego los prefectos hacían repetir en voz alta: «¡Vacaciones, pérdida de vocaciones!».

No abandonar jamás la sotana, símbolo de la investidura sagrada del ministerio, era más que una recomendación. Diariamente, desde su acceso al Seminario, aprendieron a venerarla, besándola al vestir y besándola al guardarla durante la noche. Permanecer sin ella era como sentirse desnudo, desamparado. La sotana era una coraza contra las agresiones del mundo, un verdadero amuleto. Ella imponía a los hombres respeto y alejaba a las mujeres con sus tentaciones.

Las advertencias fueron repetidas al entregarse los premios a las mejores estudiantes: premio a la conducta y premio al estudio. Los más aguerridos memoristas ganaban los premios al estudio. Los seminaristas más obsecuentes y dóciles, generalmente aquellos que ya sobrepasaron los veinte años y lograron reprimir por completo los gérmenes de rebeldía, eran galardonados con una medallita por su conducta. Estos premios señalaban los modelos en el estudio (nada de problemas, sólo acumular las enseñanzas) y en la conducta (impasibilidad merced a la represión de pasiones, afectos y dudas).

Carlos Samuel creyó que durante sus vacaciones volvería al tiempo pasado. Pero no fue posible. Él no se atrevió a quitarse la sotana y sus amiguitos a tutearle. Se abrió un abismo. La metamorfosis se evidenció definitiva e irreversible. Por donde iba, le saludaban como el «curita»; era un personaje. Le sorprendió notar tanto cambio. Cómo, en efecto, el Seminario lograba hacer de él un ser nuevo y distinto. Se despertaba temprano y decía sus oraciones sin que se lo acordaran, desviaba los ojos de cualquier mujer. Y cuando por fin inició sus juegos con los viejos amigos, casi al final de la semana, fue tan torpe que los chicos empezaron a evitarlo otra vez. Carlos Samuel extrañaba los recreos del Seminario, donde aprendió a golpear, empujar y gritar con ferocidad. Y quiso volver.