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EPÍSTOLA
QUERIDO SOBRINO:
Comprendo la angustia que amarga tu vigilia y agita tus sueños. La injusticia, las perversiones, el mal en sus formas más grotescas han desfilado por tu confesonario. Pero tú elegiste la Parroquia de San José. Apenas desembarcaste, en el mismo día, decidiste solicitar ese destino. Te fue concedida la petición. Alternaste tus horas de actividad en la iglesia con recorridos por el barrio. Fuiste en busca de feligreses y de sus pecados. Te metiste en las madrigueras donde hiede la inmoralidad. ¿Es virtud? Sí, no lo puedo negar. Pero creo que hubo apresuramiento de tu parte. Tu sensibilidad de cristiano y de sacerdote te impulsaron a volcarte de inmediato hacia quienes más te necesitaban. Pero eres joven. Tu experiencia europea ha sido teórica, no te pudieron endurecer para los fuertes golpes que te daría nuestra realidad. Confío que saldrás airoso de la prueba, porque a medida que ganas ovejas para el rebaño de Dios, tu corazón se alegrará y fortalecerá. Soportarás todo lo que me cuentas con tanta vehemencia.
Para cumplir mejor tu cometido, sigue este consejo e interpreta bien mis palabras: evita identificarte con los obreros. Si lo haces, perderás ecuanimidad. Tu visión se estrechará y pensarás tan limitadamente como ellos. Entonces atribuirás sus males a las penurias económicas. De ahí caerás en la tentación de atribuir los males del espíritu a las insatisfacciones de la carne. Llegarás, como algunos sacerdotes incautos, a desviaciones de tinte marxista. Querrás combatir el Mal dando la riqueza a los que no la tienen, como si entre los ricos no hubiera pecados. La santidad no corre pareja con la riqueza y son muchos menos los santos que han vivido en la opulencia que aquellos que encontraron justamente en la pobreza y en las privaciones el incentivo para elevar sus almas. Estos santos nos enseñaron que en las miserias más espantosas puede brillar la virtud como un diamante. El santo lo es en todas partes y bajo cualquier circunstancia, así como el brillante sigue brillante aunque yazga en un lodazal.
Hay una familia de tu parroquia que vive en una cueva y cuyos placeres terrenales se limitan a la fornicación y a la bebida. Hazla poseedora de una acaudalada fortuna y obtendrás la caricatura de la justicia, como si a un homicida vistieras con toga de juez y lo sentaras en su estrado.
Dios es infinitamente sabio y justo; la Divina Providencia traza el curso de nuestras vidas y pone orden en nuestra sociedad. Variados y contrastantes son los caminos que llevan al Señor. Si pretendes elegir un solo camino para toda la humanidad, caerás en el mismo error que cometieron los descendientes de Noé construyendo la torre de Babel. Dios la destruyó, confundió a las gentes, porque desdeña la uniformidad. Dios nos brindó libertad para que sólo con nuestro esfuerzo y nuestra voluntad obtengamos los premios de la vida eterna. La propiedad —contra la que centran sus críticas los marxistas, pero que ningún Estado comunista pudo aún abolir por completo— es un derecho natural. Dios lo sancionó en el séptimo mandamiento. Responde a una inclinación de la naturaleza humana que ya se revela en el niño de tierna edad. Responde también a una necesidad, porque estimula el trabajo y el progreso.
Volviendo entonces al primer asunto, si atribuyes el Mal a la pobreza, tendrías que quitar la propiedad a quienes la tienen —violando la Ley de Dios—, uniformarías a todos en igual nivel de riqueza —violando la Ley de Dios—, quitando a los hombres la oportunidad para hacer méritos gracias a su libertad —violando la Ley de Dios— llevando a los pobres que serán bienaventurados a ser los ricos que difícilmente entrarán en el reino de los cielos…
Nuestro tiempo peca por atribuir demasiado valor al confort y el boato exterior. Ello va en desmedro de la riqueza interior. El cuerpo y el alma se balancean en sendos platillos. Cuanto pesa más el cuerpo, se minimiza el alma. Por eso tantos santos mortificaban su cuerpo para inundar de luz y pureza su alma.
No niego que para la salud del alma se requiere también la salud del cuerpo. Todo cristiano debe llevar una vida digna. Y en nuestro país nadie, si se lo propone, puede justificar plenamente no llevar una vida digna. ¡Que trabaje en vez de beber, que perfeccione un oficio en vez de fornicar! En poco tiempo su nivel subirá como la marea del océano. Para ser hábil y diestro, es necesario que la conciencia esté tranquila y la mente despejada. La bebida y la fornicación no contribuyen a mejorar el rendimiento.
Por eso el tratamiento debe ser racional. Es preciso curar la herida de adentro para afuera. Porque si suturas la piel y no limpias el fondo de la úlcera, corres el peligro de dejar en el interior una severa infección que llevará pronto ese individuo hacia la muerte. El fondo de la herida es el alma.
Tu tarea, pues, no consiste en desesperar para que ingrese más dinero en los hogares humildes, enardecerte por tardanzas en los pagos y exigir mayor justicia social: como ministro de Dios, que vela por la porción eterna del hombre, debes limpiar a tus feligreses de pecados, enseñarles el amor y las prácticas ascéticas.
La Divina Providencia allanará lo demás. El Señor es misericordioso y no olvida a sus criaturas.