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CANTARES

APOYÓ LA MEJILLA sobre su pecho. Entreabrió un ojo y vio el bosque de vellos que le hacía cosquillas en la nariz. Lo mordisqueó con sus labios como a hierba seca y crujiente. Juan, adormecido, hizo un ligero movimiento de defensa. Ella sonrió. Estaba contenta. Se le había entregado con toda su capacidad de amor, verdaderamente enloquecida. Fue la culminación de una escena volcánica y atroz, con insultos y bofetadas. Él la amó casi como una bofetada más, como si la azotara por fuera y por dentro para hacerla pedazos. La estrujó con rabia, sin dejar de gritarle, mordiéndola y pellizcándola y revolcándola en el suelo. Ella sintió que se inflamaba y el calor la envolvía y transportaba y sintió deseos de besarlo y succionarlo y morderlo también y sus dedos y sus piernas y sus bocas se cruzaban, golpeaban, esquivaban y perdían el uno dentro de la otra hasta quedar extenuados tras la última y larga mueca que torció sus caras espasmodizadas por el placer.

—Te quiero, Juan —farfulló, tironeándole el vello.

Juan replicó con una especie de vagido.

—¡Te quiero! ¡Mi macho! ¡Mi hombre! —insistió ella, deseando que él no durmiera tan profundamente, para compartir en vigilia la alegría de su amor.

—¿Recuerdas, Juan?

—Qué… —apenas articuló la palabra, desganadamente.

—¿Recuerdas cuando me seguiste hasta casa?

—Sí…

—Fue después de aquel baile… Por primera vez me…

—Sí…

—¡Eras un desfachatado! —cogió un mechón de vello con los dientes y lo arrancó.

—¡¡Ay!! ¡Bruta!

—¡Mi Juan!… —le tomó la cara con sus dos manos y empezó a besarlo.

—¡No te pongas pesada! —la apartó de un manotazo.

Juan se incorporó, rascó su pelo y empezó a levantar su ropa, desparramada por el suelo. Ella cruzó los brazos bajo su nuca y contempló esa imagen atlética, hirsuta, olorosa. ¡Juan era tan hermoso, tan viril!… Tan violento… Como si fuera necesario. Como si ella no le sería fiel hasta la eternidad. Juan… Juan… ¡Qué hermosas flores le regaló aquella vez! Nunca le habían regalado flores. Y Juan las traía Para ella. Eran para ella, aunque no lo pudiera creer. Puso ojos tan incrédulos que Juan rió. Porque él no sabía cuán sola y despreciada se sentía, golpeada con brutalidad por su madre, y lo que es peor, injustamente. Era eso: injustamente. Juan terminó de vestirse.

—¡La próxima vez no me hagas cuentos raros! —le advirtió. Dobló el fajo de billetes y lo metió en su bolsillo.

—¿No me das un beso?

—¡Mañana! —cerró de un portazo. El cuchitril de madera se estremeció y osciló la lámpara que pendía del techo, envuelta con un papel de diario como pantalla.