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EPÍSTOLA

QUERIDO SOBRINO:

He recibido el hermoso libro sobre el Museo del Vaticano que me enviaste. Contemplo maravillado sus láminas. No podías haberme hecho un regalo mejor, y te lo agradezco profundamente.

A través de tus cartas me impongo de lo provechosa que ha sido tu estadía en el Viejo Mundo. Has estudiado, has oído y has visto. Bebiste en las fuentes de nuestra cultura occidental. Pisaste la tierra donde predicaron mártires y santos, donde peligró y se consolidó la Iglesia. Europa ha sido —creo que aún lo es— el centro cultural del Universo. Lo que no fue conocido por Europa, ha permanecido en las sombras. Así ocurrió con Asia, con África, con América, con Australia. Era necesario que un brazo de Europa tocara esas tierras para que perdieran el mote de «desconocidas» y las iluminara el reflector de la historia.

Por eso apoyé entusiastamente tu viaje. Deseaba que por lo menos tú fueras, si a mí Dios no me brindó esa oportunidad. Confío que Dios suplirá en ti mis limitaciones y que llenará tu alma de sabiduría.

Tus cartas han sido siempre jugosas, desbordando cifras, conceptos y anécdotas. En ti bulle un espíritu científico que se ha puesto al servicio de la Fe. Hasta pienso que la vocación religiosa se impuso en tu corazón para permitirte volar hacia la ciencia. ¡Sorprendentes son los caminos que traza el Señor!

Cuando regreses, munido de los sólidos conocimientos que adquiriste en Innsbruck y Roma, analizarás la situación latinoamericana. Hace cuatro años que te fuiste y la memoria no siempre es fiel. Por eso me permito sugerirte que no aventures juicios, ni siquiera en lo las profundo de tu intelecto, hasta que enfrentes a nuestra realidad y la toques sin intermediarios. Durante dos mil años la Iglesia ha sufrido muchos sacudones, pero de todos emergió enhiesta y fortalecida. Casi siempre la tempestad soplaba por fuera y solía bastar con levar los puentes y clausurar las ventanas. Los furiosos aldabonazos de los intrusos no pudieron quebrar la resistencia interior. Pero últimamente los intrusos lograron infiltrarse en ese interior sagrado. El Demonio elaboró una estrategia inédita y contra ella debemos aguzar nuestra inteligencia.

Las urgencias sociales, las envidias desenfrenadas, las ambiciones sin límite, han trastocado el sereno devenir de la existencia en América, otrora sabiamente regulada por las tradiciones católicas e hispánicas, con una limpia escala de valores, un orden interno y externo en la vida y una sana devoción por la Iglesia, su doctrina y sus ministros.

El comunismo penetró como un virus, circulando por todo el árbol arterial de nuestra sociedad. De su contacto no se libera el cerebro ni el corazón. ¡Ha penetrado en nuestra Santa Iglesia! Algunos sacerdotes sucumben a su infección provocando una consternación lógica entre los fieles. ¡Dios nos proteja de ese mal! Porque ése es el pináculo de la desventura. El Señor nos está poniendo a prueba. Cristo es nuevamente tentado por el Demonio. Y esta vez no han sido levados los puentes ni cerradas las ventanas. El aire pestilente sopla en las salas y corredores, atraviesa de parte a parte la Casa del Señor.

Cuídate de los impacientes y de los fogosos. Ellos exigen cambios sin haber cultivado la virtud de la prudencia. Son hábiles para demoler pero torpes para construir. Se construye con paciencia. Las manos nerviosas y apuradas sólo rompen, deforman y confunden. Cuídate, mi querido Carlos Samuel, de los que piden a la Iglesia un cambio de marcha. No olvides que con esa marcha segura, muchas veces lenta pero nunca tardía, la Iglesia atravesó matanzas y persecuciones y llegó a la gloria de hoy.

Cuídate de los cientificistas. Ellos anteponen los sentidos a la Fe, dan más crédito a las limitadas lucubraciones de los hombres y sus relativos cartabones que a la Palabra de Dios. Recuerda que el Demonio puede convertirse en una probeta y simular un teorema, pero nunca macular la Revelación.

Cuídate de los rebeldes. Ellos no cultivaron la virtud de la obediencia y tienen vedado el camino hacia la santidad. El primer rebelde fue un ángel hermoso y querido por Dios. Otros ángeles se dejaron encandilar por su brillo. ¡Cuánta penetración debería tener un ojo humano para descubrir tras ese brillo la repulsiva faz del Mal!

Cuídate de los ambiciosos. Aprende a rasgar los antifaces tras los cuales se esconden. Simulan bondad, afán docente, prodigalidad, comprensión para todos. Son demagogos y simuladores. Digitan los sentimientos ajenos con habilidad. Sorprenden con iniciativas destinadas a concentrar la atención, hasta que los rodeen legiones de hombres agradecidos y admirados que inconscientemente los ayudarán a tomar por asalto el poder y la riqueza.

Cuando regreses a nuestra Patria, te cruzarás con todos ellos. Tendrás que calmar al impaciente, refutar al cientificista, condenar al rebelde y denunciar al ambicioso. Es preciso retomar el ancho camino de Dios, seguir su bíblica nube de fuego, porque ella —y sólo ella— nos conduce hacia la Tierra Prometida.