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—SEÑOR, SEÑOR.

—¿Qué, joven?

—¿Vio allí? Parece que hay alguien desmayado.

—¿Dónde?

—Allí detrás de ese matorral. ¿No ve?

—No… no.

—Venga, acompáñeme, por favor. Puede que necesite ayuda.

—Yo no veo nada —insistió el anciano, mientras era arrastrado de una mano por el muchacho y con la otra manejaba apuradamente su bastón.

—Me parece que es un chico.

—Sí, sí. Pero camina más despacio. Mis piernas no responden ya.

Se internaron en la maleza. Un joven yacía tendido de bruces.

—Acérquese. Tendremos que levantarlo.

El viejito dio unos pasos más. Aflojó la hebilla de la correa y se desprendió la caja con golosinas. Se inclinó dificultosamente para depositarla en el suelo.

—¡¡¡Ya!!! —gritó Donato y dos cuerpos se arrojaron sobre el anciano, derribándolo sin esfuerzo.

Parecía que hubiera muerto de espanto, con los ojos desorbitados y la piel marmorizada. Con destreza le amordazaron la boca y ataron pies y manos.

—Tranquilo, viejo, tranquilo —le palmeó Donato una vez que estuvo bien asegurado—. No te mueras tan rápido. Primero tienes que saldar ciertas deudas.

El anciano se sacudió con sus gastadas fuerzas, intentando en vano librarse. La transpiración le corría por la frente y el cuello.

—No te gastes, viejo. Es inútil.

—¿Lo azotamos? —preguntó Hormiguita.

—Después. El programa es largo. Antes tendrá que tragarse varias monedas de esas que me exigió el otro día como si yo fuera un rasposo, un cualquiera, como es él. ¡A ver su famosa caja de golosinas! La quiere más que a una hembra. No se desprende de ella ni siquiera cuando llueve. A ver, a ver su riqueza.

Donato metió las manos en el humilde cajoncito y revolvió su mísero contenido.

—¡Caramelos roñosos, llenos de mugre, por dentro y por fuera! ¡Puah! ¿Esto es lo que nos vendes? ¿Por esto exiges dinero, viejo de mierda? ¡Mira qué hago con tus riquezas!

Donato levanto el cajón y lanzó con fuerza su contenido a lo lejos, desparramándolo entre los arbustos. Luego lo apoyó en el suelo y saltó sobre él hasta quebrarlo.

—¡Ahí tienes a tu hembra! ¡Hecha trizas!

El anciano yacía inmóvil, agotado, con los ojos enrojecidos y el cuerpo empañado en sudor.

—¿Le hacemos tragar las monedas, jefe? —preguntó Hormiguita con impaciencia.

—Si le quitamos la mordaza es capaz de gritar. Le azotaremos con su propia correa.

—Sírvase, jefe —se la extendió Hormiguita.

—Primero una caricia suave por la cara, para que vaya tomándole el gustito. ¡Así! —Donato descargó la correa en pleno rostro. El anciano se encogió como un resorte—. Otra caricia menos suave por las piernas. ¡Así! Y ahora en el pecho. Y en el vientre. Y aquí. Así. Más. Más. ¡Más! ¡Más! ¡Para que revientes! ¡Para que sepas quién soy yo!

El aire silbaba en el cruce centellante de la correa que se aplastaba contra el cuerpo esmirriado del infeliz.

—Pare, jefe —le advirtió Hormiguita sujetándole el brazo—. Puede morirse. Es muy viejo.

—¡Mejor! —aulló Donato extasiado, fuera de si.

—Nos traerá complicaciones —Hormiguita no le soltaba el brazo.

—¡Apártate, idiota!

—Mejor nos vamos, jefe.

—¡Maricas! ¡Son todos unos maricas!