5
—¿TE LLEVO?
—Sí, a casa.
Magdalena subió al taxi. Empezaba a sangrar una parte del cielo.
—¿Trabajaste mucho?
Ella bostezó.
—Más o menos —se acurrucó en un ángulo del asiento, junto a la puerta, y no dijo más.
Fue una noche que no superaba a las mejores. Tuve apenas cuatro clientes. Uno se quiso hacer el vivo y pagar la mitad. ¡Caradura! ¡Aprovechador!… Tanto toquetear y pellizcar y manosear. ¡Quería comer para un año entero! Y al último intentó engañarme… Como si fuera el primero que me cuenta las desgracias de su vida y que no lo entiende su mujer… ¡Tendrían que inventar otras historias! Al principio simulaba escucharle, aunque sólo oía la mitad y la otra resbalaba como un patín. Me quería conmover, así no le hacía problemas con el pago. Después propuso ayudarme, protegerme, para que estuviera a su disposición cada vez que se le cantaran las ganas. Y mientras tanto, me hacía perder tiempo. ¡Qué se creía! ¿Que le iba a dedicar toda la noche? Por lo menos que largue la plata. A Juan no le iba a ir yo con sus cuitas. Él precisa dinero contante y sonante. Billetes, uno sobre otro. Porque si falta alguno me voltea de una bofetada. Después sigue con otra bofetada, aunque sea en el piso. Y cuando está muy enojado prosigue con diez, treinta o más, haciéndome bailotear la cabeza. Entonces agrega puntapiés hasta llenarme de moretones. ¿Contra quién quería protegerme? ¿Contra Juan? ¡Pobre mamotreto! Juan partiría tu cara hinchada de un solo golpe, como una sandía madura.
El taxi dobló en calle Colón. La bajada se pronunciaba. Dobló otra vez. Éste era San José, el barrio de Magdalena. Algunos hombres y mujeres salían para su trabajo. Obreros y sirvientas que debían cumplir horarios, obedecer a sus patrones. Magdalena, en cambio, se sentía libre. Al horario lo elegía ella, no era absolutamente riguroso y no debía obediencia a nadie. Juan se lo había explicado claramente aquella noche, cuando la llevó a la casa de don Francisco. Tendrás plata, dijo. Tendrás toda la plata que quieras, sin trabajar. Te vendrá de arriba, fácilmente. Algunos tipos se entusiasmarán y te harán regalos. ¿No oíste de queridas que se cubren con pieles y joyas? Bueno, eso tendrás.
Pero yo no quería acostarme con don Francisco.
—Le he prometido que irás. Es un hombre serio. Y pagará bien.
—No quiero, Juan.
—Irás.
—¡No!
—Me tienes que ayudar, Magdalena.
—Pero así no.
—No me quieres.
—Te quiero, Juan. Pero no me obligues a esto.
—Otras mujeres lo harían por mí.
—Yo te quiero de otra manera, Juan. Que nadie más que tú me toque.
—¡Ésa es una pavada de chiquilinas que juegan con muñecas! Una verdadera mujer hace cualquier cosa por el hombre que ama.
—Voy a llorar.
—Me lo agradecerás, tontita.
—Tengo miedo, Juan.
—Te resultará fácil, ya verás.
—¡No, no! Saldré disparando de miedo.
—No te preocupes; él sabe que es la primera vez que lo haces con otro. Te ayudará y prometió entregarte un lindo regalo.
—Mejor que volvamos, Juan.
—No seas terca. Hemos llegado.
—¡No entro!
—Sí, entra. ¡Anda!
—¡No, no y no!
—¡Me voy y no te vuelvo a mirar en la perra vida!
—No, Juan, no te vayas ahora.
—¡Pórtate como debes, entonces!
—Compréndeme, es la primera vez.
—Recuerda que no puedes hacerme quedar mal. Don Francisco pagó por adelantado.
—Doy este paso por ti, Juan.
—No te pongas melodramática…
—Es por ti, Juan, lo juro.
—Bueno, bueno, entra ya.
—Espérate un ratito. ¡No me empujes!
—Esto hay que tragarlo rápido, como un jarabe de feo gusto. ¿Por qué no te apuras y terminamos de una vez?
—Para mí es difícil. ¡Entiéndeme, Juan! Tengo la cara mojada por las lágrimas.
—Bueno, bueno. Sécate y… ¡adelante!
—Lo hago por ti, Juan.
—Ya lo dijiste.
—Para ayudarte. Te aseguro que para ayudarte.
—Sí, sí.
—Porque necesitas ese dinero.
—No empecemos de nuevo…
—Será la primera y la última vez, Juan.
—Así es.
—Prométeme que será la última vez.
—¡Te prometo! ¡Te prometo!
—¡Oh, Juan!
—¡Contrólate! Ya has llorado bastante. Que no vas a la muerte.
—Es peor…
—¡Déjate de exagerar!
—Juan: es por ti, porque te quiero mucho.
—Entra, mujer. Entra, de una vez por todas.