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CARLOS SAMUEL TORRES se mordió los labios y no protestó. Fue uno de los primeros en hacerse anunciar, pero quedaba el último. Cada vez que se asomaba el ayudante del Coronel para llamar al siguiente, echaba una mirada consoladora. Estaba sorprendido por la actitud de su Jefe, que no prestaba atención a la investidura del sacerdote, ni al hecho de haber llegado antes que otros. Pero Torres se imaginaba la causa y por eso se mantuvo quieto, simulando calma e indiferencia.

El ayudante hizo pasar al penúltimo. En la sala sólo quedaba el sacerdote. Condolido, el pobre muchacho le alentó amablemente:

—Después le toca a usted, padre.

—Gracias.

Pero aún tuvo que esperar media hora.

Cuando le permitieron ingresar en el despacho del Coronel, le vio desde la puerta, sentado tras su escritorio en aparente abstracción sobre unos papeles.

—Permiso.

El Coronel movió apenas su cabeza, no contestó ni levantó sus ojos.

Torres avanzó hacia la mesa y se detuvo a poca distancia. Permaneció de pie hasta que le invitaran a sentarse en alguna de las sillas. Esa invitación no llegó.

—¿Qué desea? —preguntó por fin el Jefe de Policía, sin haber mirado a su interlocutor.

—Hablarle sobre los estudiantes presos.

El Coronel no se inmutó. Dio vuelta a la hoja del expediente y siguió leyendo.

—¡Hable entonces! —ordenó.

—Se trata de varias decenas de jóvenes que están bajo rejas hace muchos días, incomunicados y sin cargos concretos.

—¡Ahá!… ¿Y?

Carlos Samuel tomó una silla por el respaldo y la arrastró cerca del escritorio, haciendo el máximo ruido posible. Se sentó.

El coronel Pérez alzó la vista con un destello salvaje.

—¡Usted sabe quién soy! —dijo el cura—. Dialoguemos con franqueza.

—Lamentablemente —replicó el oficial—, sé quién es usted.

—Quitemos la solemnidad entonces. Hablemos como viejos condiscípulos.

—Cuando digo que sé quién es usted —replicó lentamente— no me refiero a mi época de escolar. Eso está muy lejos… y no tiene nada que ver con las acciones delictivas que se propician encubiertamente desde la iglesia de la Encarnación.

Torres se retorció las manos. Miró esa cabeza fuerte y hermosa que se empecinaba en examinar papeles en vez de escucharle. Tenía una frente amplia, surcada por una arruga vertical como un hachazo que la partía en dos mitades. Sus manos fuertes maltrataban los papeles, sacudiéndolos, doblándolos sonoramente, aplastándolos contra la mesa, como si le preocupara más domarlos que leerlos.

—¿Y? —se impacientó y miró su reloj—. Ya ha perdido treinta segundos.

El cura empujó la silla hacia atrás y se incorporó.

—Ahorremos los segundos restantes para otra oportunidad.

El Coronel levantó sus ojos, sorprendidos. Le había hecho esperar casi tres horas. Esbozó una sonrisa hipócrita.

—Como quiera —dijo—. Su presencia no me es grata. Recuérdelo cuando se le ocurra volver a molestarme.

—¿No le es grata porque represento a la Iglesia, porque vengo a interceder po los detenidos o porque le traigo malos recuerdos?

El Coronel apretó la mandíbula hipertrofiando sus músculos faciales como si triturara la respuesta. Ese pelafustán no respetaba su investidura.

—Además de ser un pollerudo, usted es un engreído —susurró Pérez, masticando cada sílaba.

—¿Me atribuye sus propios defectos?

El Jefe de Policía se levantó, oprimiendo el mazo de papeles con su puño y lentamente como un pesado tanque, avanzó hacia el cura, bordeando al escritorio.

Cuando estuvo pegado a él, extendió su índice hacia la puerta.

—¡¡¡Fuera!!! —rugió.