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DIRÍA QUE ES EXTRAÑO. ¿Que es malo? No sé. Cuando novios siempre fue correcto. Me enamoré muy pronto de él. ¡Lucía tan hermoso con su uniforme de gala! Lo vi por primera vez en esa recepción que organizó Lucía al regreso de su viaje al Extremo Oriente. Estaba parado junto a una puerta conversando con otros señores. Era el más alto; sus piernas se apoyaban firmemente, algo separadas; su pecho lucía amplio y su mentón elevado, digno, casi orgulloso. Le pedí a Lucía que me presentara. Él no habló. Como si no le interesara. Me molestó un poquitín. Eso me estimuló a insinuarle que bailásemos. Temí que hiciera alguna objeción. Pero no. ¿Era timidez? ¿Con semejante apostura? Sí, creo que era timidez. Bailamos. Empezó a soltarse. Poco a poco tomó confianza; y a gustarme más.
¿Será una perversión? Claro. No puede ser otra cosa. ¡Bah! Ahora no me importa. Ya me da lo mismo. Le pedí que comprara un aparato de rayos ultravioleta para tostarme antes del verano, y no me lo negó. En ese sentido no debería quejarme. Atiende mis gustos y caprichos. ¿Tengo caprichos? Que le exija mantener amistad con los Rivero Cuadros y Hurtados Montenegros; aunque él no los traga, le beneficia. Eso no me lo puede reprochar. Cuando nos casamos quise que la recepción tuviera lugar en el Hotel «Excelsior» porque era el mejor de toda la ciudad. Algo exagerado, dijeron muchos. Pero no les llevé el apunte. E hice bien. Concurrió la mejor sociedad. Eso le sirve ahora. Tampoco sería justo si se queja. Quien debería quejarse soy yo. No por la primera noche. En fin, una está preparada. Es natural, digamos. ¡Pero que cuatro meses después me haga semejante proposición! Creo que exageré mi asombro. En fin de cuentas no es para tanto. ¡Vaya una a saber las cosas que ocurren en otros matrimonios! Él se enojó, o se hizo el enojado. No te pido gran cosa —gritó— y se fue. Durante dos semanas casi ni me habló. Durmió en el borde de la cama dándome la espalda. Hasta que decidí terminar con la farsa. Tal vez mi curiosidad era más fuerte que mi voluntad de reconciliación. ¿Gozaría yo también? ¿Qué arcanos encerrarían estas perversiones? Él tenía razón cuando me culpaba de ignorancia sexual. Compré la soga y la guardé en la mesita de luz. Durante la cena le anticipé que le reservaba una sorpresa para la noche. No me entendió. En el dormitorio le enseñé la soga. Sus ojos se iluminaron. Le temblaron las manos. Me besó agradecido. Cerró la puerta y me desvistió con excitación y torpeza. Se transformaba de minuto en minuto. Mi curiosidad dominaba mi temor. Me armé de entereza y le dejé hacer. Pensé que tendría que excitarme también. Pero no podía. A él no le importaba. Proseguía ajeno, transportado. Mis últimas prendas no pudo desabrocharlas y las arrancó. Estaba adquiriendo la fisonomía de un animal en celo. Me arrojó sobre la cama y me ató. Utilizó la soga, sujetando mis brazos y mis muslos a las patas de la cama y luego se arrojó sobre mí, brutalmente, diciendo obscenidades, con un vigor y una desesperación que jamás le conocí.