28
LA SOTANA TODAVÍA se abre paso en las cárceles, aún es la aliada que adecenta sus excesos. Cuando también sea metida tras las rejas —no como excepción increíble sino con la misma frecuencia que un dirigente sindical insobornable, es decir, cuando no sea sino denuncia, cuando abandone las doradas ornamentaciones de Caifás y se vista con las sucias pieles de Bautista—, entonces los guardias aguzarán sus ojos y harán oír sus armas. Entonces la sotana no entrará y saldrá de las mazmorras con tanta holgura.
Carlos Samuel Torres siguió al uniformado por una oscura galería que amplificaba el ruido de sus pasos. Entraron en una sala amplia que comunicaba con numerosas celdas. Se produjo un murmullo de voces, como una ola que adquiere volumen y luego se desinfla sobre la playa. Sonaron los metales y el guardia abrió la puerta, permaneciendo con su espalda apoyada sobre los goznes, para dar paso al cura.
—Déjenos solos, por favor —pidió el sacerdote.
El guardia cerró la puerta, hizo gemir los cerrojos y se alejó con paso quieto e igual, sordo desde hacía años a las infinitas variaciones de voces, interjecciones, silbidos e insultos que le descargaban como metralla desde todas las rejas. Se supo cuando había abandonado el recinto, porque la brutal gritería se contrajo a su primitivo murmullo.
El doctor Bello se incorporó al reconocerlo. Torres avanzó y se estrecharon las manos.
—Hace un par de horas que me enteré de su arresto. Me contó Olga.
—Casi ni le reconozco con sotana.
—Conservo una para ocasiones como ésta.
—Es usted previsor… ¿Por qué no se sienta? —recorrió con la cabeza el estrecho calabozo—. No tengo muchas comodidades. Usted disculpará.
—Le queda humor, por lo visto.
—Para un comunista la cárcel es como un segundo hogar. Esta vez me trajeron hace… dos días y tres noches. Cuando llegaron a casa Olga leía en mi estudio y yo estaba acostado. Sonó el timbre. Apenas ella entreabrió la puerta, penetró casi una docena de policías. Se infiltraron por toda la casa con una rapidez propia de tiempos de guerra. Me hicieron saltar del lecho. Uno palpó mi pijama buscando armas… ¡hay que ser! Otro metía un atado de folletos debajo del colchón. Cuando entró el oficial que adrede se entretuvo en otras habitaciones, dos policías empezaron a deshacer febrilmente mi cama, como perros que han olfateado su presa. Levantaron el colchón y «descubrieron» los folletos. Por cierto que de nada valió que yo hubiera visto la maniobra. Tampoco sé para qué tenían que justificar mi arresto con ese montaje histriónico. Quizá para autoconvencerse de los cargos «concretos» levantados contra mí. Bueno, aquí me tiene, en este miserable ergástulo sin saber por cuánto tiempo.
—Vengo a devolverle su visita, doctor. Pero, fundamentalmente, a ofrecerle mi ayuda.
—Gracias. Temo que no pueda hacer nada importante. Como religioso no lo necesito. Y en cuanto a gestionar mi liberación, no le harán caso.
—¿Le harán más caso al abogado de su partido?
—¡Por supuesto! Si usted ya no estuviera marcado como un cura… digamos «peculiar», tendría peso en alguna oficina del gobierno. En el mejor de los casos le prometerían clemencia, buena comida y cierto trato especial, como «cristiana concesión» a su «cristiana súplica», pero no mi libertad, que se calcula con metros políticos.
—Le admiro el pesimismo.
—Se llama experiencia o… serenidad.
—Las cárceles están repletas. A usted le dieron una individual. ¡Tiene suerte! —bromeó el cura.
—Porque es más chica. ¿Cree que entran dos?
—Sí. Otro bajo el catre.
Bello se inclinó, miró bajo su precario lecho y asintió, simulando asombro.
—El coronel Pérez debería pedirle asesoramiento ¡caramba!
Torres se rió. Bello quedó pensativo. Sus ideas se reflejaban en la creciente gravedad de su semblante.
—Ese hombre precipitará la crisis —dijo—. Ha encerrado a centenares de personas.
—Usted es uno de ellos. La prensa habla de «la noche blanca».
—¿Sí? —se extrañó Bello—. Curioso apodo.
—«Blanca» por lo de limpiar, purificar.
—Comprendo —se pasó los dedos por los ojos, tratando de excluir algunos pensamientos y dejar pasar otros nuevos—. En la celda de la derecha, enfrente, están apiñadas por lo menos veinte mujeres. Seguramente que las han maltratado porque llegaron sosteniéndose de las paredes o de los hombros de los guardianes.
—¿Son prostitutas?
—Estimo que sí.
—¡Pérez es diabólicamente inteligente! —murmuró cabizbajo.
—¡Ya lo creo! —coincidió Bello—. Su «blanqueo» es un magnífico disfraz para encerrar a todos los comunistas. Persigue delincuentes: prostitutas, usureros. Para él es lo mismo.
—Sí, persigue a las prostitutas y usureros de baja monta, no a las hetairas de los ejecutivos, ni a los estafadores millonarios. Está bien orientado. Nadie se ocupará en defender a estos miserables. Al contrario: la sociedad entera contará loas a su mano fuerte, que la limpia de molestas llagas.
—Es la táctica de la contaminación —precisó el abogado—. Usa la propaganda política moderna que aconseja mezclar elementos heterogéneos, para ensuciar al verdadero enemigo con el muladar de fobias tradicionales. Se odiará al comunista porque yace junto al usurero.
—No es tan moderno el método —observó Torres—. Los romanos ya lo aplicaban muy bien.
Bello lo miró curioso.
—El molesto y rebelde Jesús —le recordó— fue crucificado entre dos bandidos. Era una manera de hacerlo bandido también a Él.