8
¡REPETIR LOS MISMO! Hoy estoy cansada. Bueno, me moveré un poco. Algunos quejidos, para que se ilusione el pobre. ¿No aún? ¡Caramba, que le resulta largo! ¿Qué le pasará? Me moveré un poco más, a ver si le ayudo. Pero estoy tan cansada… Parece que está llegando. Me quejaré más. Sí, está llegando. Bueno, ¡al fin! Ya puedo quedarme quieta, aplastada contra la cama.
—Hazte a un lado, querido, estás pesadito.
—Déjame así un rato más.
—Ahora ya no tiene gracia… Me aplastas en serio. Por lo menos apóyate sobre los codos.
—¿Qué tienes en esta oreja?
—Me lastimé. Estoy aburrida de oír lo mismo. Todos los que se recuestan sobre mi lado izquierdo, lo primero que ven es la cicatriz de mi oreja.
—Está bien. No insisto.
—Mejor.
Si supieras —pensé—. Pero no te voy a contar mis cuitas, como acostumbran algunos hombres, que en vez de testículos parecen tener dos bolsas llenas de lágrimas para conmover a las mujeres. Esa oreja me la partió mi madre. Mi propia madre. No quiso oírme, está muy enamorada de su hermoso Jacinto. Él no podía tener ninguna culpa, claro. ¡Él, de corazón tan tierno! En cambio yo, que podía ser el único consuelo de su vida, su amiga, su apoyo, recibí el golpe del cuchillo. Tenía quince años y pude saltar a la mesa, al suelo, a una silla, otra vez a la mesa y ganar la puerta, correr semidesnuda por el patio, gritar y oír los gritos de mi madre blandiendo el arma. Sentí que algo caliente y dulzón llegaba a mi boca, pretendí secarlo con la mano y vi mis dedos empapados en sangre, en mi propia sangre, que corría por la cara y por mis muslos. El espanto me hizo correr más, saltar la tapia, atropellar a los vecinos, hasta que decenas de brazos me sujetaron de pies a cabeza. Me arrastraron hasta la misma cama, donde me volteó Jacinto.
Creí que se repetía la escena, pero esta vez eran muchos y antes fue él solo, cuando en la pieza no había nadie, porque mi madre estaba en el hospital acompañando a Santos Inoc. Caminaba con torpeza, dio manotones en el aire para asirme. Transpiraba vino por todos sus negros poros, brillaba de sudor grasoso y penetrante. Comenzó a perseguirme, alternando los insultos con palabras melosas y obscenas. Lo esquivé alrededor de la mesa, empujándole sillas y bancos, brincando sobre la cama, hasta que alcanzó mi tobillo. Caí a tierra, a ese piso de tierra apisonada que mi madre regó antes de salir por la mañana temprano. Se revolcó sobre mí como una aplanadora. Destrozó mis vestidos y mi cuerpo, insensible a mis aullidos o enardecido por ellos.
—¡Puta! ¡Degenerada! —gritaba mi madre mientras consolaba a Jacinto, que se adormilaba en sus brazos—. ¡Lo provocaste cuando te quedaste sola con él!
Jacinto movió afirmativamente su cabezota inmunda.
—¡Mira cómo llora! —señaló mi madre las lágrimas que le chorreaban por sus mejillas, que era puro sudor de caballo.
—No tolera la enfermedad de Inoc —explicó a los vecinos—. Huye de su dolor emborrachándose. Se pasó la noche entera bebiendo, tratando de apagar su pena. Al volver, en vez de hacerlo descansar, mi hija —¡hija de mierda! ¡ojalá te hubiera abortado!—, en vez de consolarlo lo provocó, lo obligó a realizar inmundicias. ¡Te voy a matar! ¡Desaparece de mis ojos! ¡Sáquenla de aquí, que no respondo! ¡Sáquenla! ¡Fuera! ¡Fuera!