57

JONÁS

CARLOS SAMUEL empujó la alta puerta de madera. Gimieron sus goznes. El recinto era de una oscuridad compacta. Una catacumba. La catacumba de la Encarnación.

Palpó el revoque áspero hasta descubrir la pequeña llave: encendió la luz. Mesas desvencijadas, escritorios deslustrados, anaqueles hundidos por las irregulares pilas de hojas blancas, grises, verdes, máquinas de escribir, libros, revistas atadas con hilo sisal. Una catacumba del siglo XX donde se trabajaba con pasión, con riesgo y con desinterés por el reino de los cielos, como en aquellas otras, junto a la Vía Apia, que los romanos conocían algo, controlaban algo, toleraban algo y luego persiguieron mucho… hasta que fueron convertidos.

Paseó lentamente por el laberinto que configuraban los usados muebles. El silencio era denso y pesado, como en el fondo de los mares. Se acercó al viejo mimeógrafo que Buenaventura adquirió en una casa de compra-venta por un precio ínfimo. Acarició sus costados, palpando la caprichosa orografía de pintura saltada y su palanca bruñida por el roce de la mano que la impulsaba a girar y girar, vomitando un impreso con cada vuelta. Olga Bello lo trataba como un juguete, limpiándolo de ese empaste negro que sedimentaba la tinta, antes de abandonarlo al final de la productiva jornada. Un instrumento, un juguete… Digo bien: un juguete. La divierte. Quizá para ella esto es un juego. Juego Peligroso, pero juego al fin. Los juegos siempre se toman en serio; de lo contrario, aburren. Jugar es, por ejemplo, jugarse la vida. Hay pasión. Los niños montan caballos de madera como si fueran corceles del Mío Cid; los ajedrecistas libran batallas apocalípticas sobre el damero. El cerebro, la sangre, todo hierve con el juego, con el mimeógrafo que es un juguete que juega el juego del cristianismo, del marxismo, del revisionismo, del hombre nuevo, del mundo. Pero también el juego es el campo de francotiradores de la trampa y el adulterio. Olga lo sabe. Por eso me dijo que no todos saben jugar: porque no son flexibles, no valoran a sus contrincantes, ni le encuentran a la vida, a los cambios, a todo, esa imponderabilidad, ubicuidad, azar que aceptaba Heráclito, que no negó Marx y que, desde siempre, está insita en el espíritu bíblico de la libertad. Esta muchacha concentra una motivación peculiar, extraña. Se me ocurre que en algo se parece a esas patricias romanas que apoyaron la nueva fe sin entenderla del todo, pero intuyendo que algo original y grande, promisorio y limpio, palpitaba en el mensaje de los andrajosos apóstoles. Quizá sea más grata a Dios esa adhesión espontánea e inexplicable, juguetona, honesta, incrédula (¿incrédula?) de Olga Bello, que la fe erudita, farisaica e interesada de los devotos sin iniciativa, ni travesuras, ni imaginación.

Muchos jóvenes como ella, que desean un mundo mejor, se han acercado a Cristo cuando la Iglesia ha vuelto a presentarlo sin enfatizar sus atributos de poder. Les atrae la imagen transparente y sencilla de Jesús, sus valores humanos inmarcesibles, su bienintencionada rebeldía contra las estructuras opresoras, sea en economía, sea en religión. Identificarse con ese Cristo, pensar que el verdadero Cristo es ése y no otro, ha escandalizado a muchos «buenos» católicos. Y estos «buenos» católicos ¿qué dicen de mí? Dicen que soy un instrumento de Satán —¡nada menos!—, un brazo del Anticristo socavando febrilmente los basamentos de la Iglesia… La acusación es terrible. Confieso que me ha llegado hondo, porque soy cura. A los laicos no debe afectarles en la misma medida. Y me ha hecho dudar. Muchas veces. Pero Jesús también dudó. Su duda fue tremenda, porque al fin de su martirio reprochó vehementemente a Dios por haberlo abandonado. En cambio, creo que aún a mí no me abandona. Será porque aún me falta un trecho para recorrer. Una minoría, los adictos a esta iglesia en particular, sostienen que marcho por la buena senda. Son los menos. Los menos que serán los más como aquellos primeros cristianos —oscura y microscópica recta que predicaba en los puertos y se guarecía en las cuevas—, que deseaban transformar al mundo… y lo consiguieron.

Buenaventura dice que en mis sermones tiendo a comparar demasiado nuestro tiempo con el de Jesús y a cada hombre —yo incluido— con Cristo: ¿Sacrilegio? Al contrario, ése es el milagro vivo de Cristo: encontrarlo a cada paso, poder identificarnos siempre con Él, estar en Él, como si Él estuviera en nosotros, manteniendo eternamente el estado de Encarnación. Digo que dudo: Cristo dudó. Digo que soy criticado y calumniado por mis pares y por los de arriba: Cristo fue criticado también. Digo que sólo me oye y me sigue una minoría: a Cristo le ocurrió igual. Yo y Cristo. Cristo y yo y cada uno de nosotros. Desde que holló la Tierra, no deja de manifestarse, Imitatio Christi. Vivir como Él, proceder como Él, ser como Él, disolverse en Él. Cristo fue un rabino, un sacerdote, como yo soy un sacerdote. Cristo habló directamente con el Padre y yo intento hablar directamente con Él. Cristo desenmascaró a la jerarquía del Templo y sus acólitos que procedían como apéndices de Herodes y de Roma, y así deberé actuar yo. Cristo terminó en la Cruz, porque su conducta lleva inexorablemente a la represión y yo deberé prepararme para mi Cruz, aunque no sea grato, aunque me haga estremecer un poco.

Esa identificación con Cristo es buscada por esta muchacha, hija de un distinguido y acaudalado jurisconsulto comunista —le doy la dignidad que a él le gusta lucir—, que se educó en un ambiente iconoclasta —para lo que no fuera marxista— y que adquirió una sólida cultura sin contaminación religiosa. Como ella, muchos se acercan a esta iglesia, aunque con desconfianza. En el fondo buscan a Cristo, a ese Cristo que simboliza al hombre sano, íntegro, amoroso, optimista, alegre y que, después de dos mil años, recién se le llama el «hombre nuevo».

Carlos Samuel sentóse brevemente en el ángulo de un escritorio. A su lado, silenciosa, le contemplaba una máquina de escribir. Tocó sus teclas frías, que se hundieron fácilmente, como encogiéndose por el inesperado contacto. Su tío Fermín no creía en el hombre nuevo. El hombre para él es siempre el mismo —eso sí: católico o no católico—. No le preocupa identificarse con Cristo a la manera indicada por San Pablo. Más bien se identifica con algunos de los grandes jefes de la Iglesia: Constantino, Inocencio III, Urbano II, Julio X, Pío XII. Su conciencia navega en paz por las ondas del deber cumplido, tal como la señala la ley. Tío bueno, tío viejo, tío honesto, tío testarudo, tío ingenuo… Dices ser para mí la voz de la conciencia. ¿Qué conciencia? ¿Esa que flota por las letanías? ¿La conciencia de San Ignacio de Loyola? ¿O de mi padre? ¿O las de mis tatarabuelos? ¿O la del Presidente de la República? ¿O la de la United Fruit? ¿Su conciencia arropada con disciplina, obediencia y statu quo?

Es sí, la voz de la vieja Iglesia —Iglesia sanhedrinizada—, llena de buenas intenciones, de estereotipado pietismo, de depósitos calcáreos, de lenguaje florido y bivalente, de refinamiento diplomático. Es bondadoso como seguramente lo fue Caifás, que practicaba la limosna y cumplía con los preceptos del Señor. Como él, si hubiera tenido que juzgar a un hombre sin títulos, que daba más importancia a un enfermo que al Sábado, es decir que anteponía al hombre —así, con minúscula— a la Institución Religiosa, no habría sido clemente.

Los grandes sacerdotes son los hombres viejos y Cristo el hombre nuevo. Y para ser como Cristo no se debe adoptar el grado del juez. —Él no juzgó: fue juzgado—, ni la del soldado —Él no mató: fue matado—, ni la del propietario —Él no tuvo ni una casa donde nacer.

Fuiste tú, tío Fermín, quien me ayudó a ingresar en el Seminario. Creo que lo decidí cuando correteábamos por la sierra (entonces eras mucho más joven…). Hablabas de mi «vocación de servicio». Me gustó esa denominación. Preguntaste si yo la entendía claramente. Dije: es una vocación que no cuadra, por ejemplo, a Donato. ¿Quién es Donato? Un compañero de escuela. No juzgues, me advertiste. No juzgo, tío, simplemente trato de explicarme, repuse.

Vocación de servicio… En el Seminario dejé de entender por completo su significado. Hasta pensé que en realidad era la vocación de un Donato. ¿El rector tenía vocación de servicio? ¿El padre espiritual o José Tardini, que recibía agradecido sus sobras? ¿Pilato o Herodes?

Carlos Samuel se incorporó. En realidad, apenas se había apoyado. Los pensamientos superan la velocidad de la luz.

Echó una última ojeada a ese cuarto, como lo hacía todas las noches, y se fue a dormir.