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LEVÍTICO
UNA MULTITUD elegante, que exultaba perfumes y lucía ropas de fiesta, se aglomeraba frente a la iglesia de Cristo Rey, la única, además de la Catedral, a la que solíamos concurrir. Aparcamos el auto a una cuadra, en una playa de estacionamiento, y caminamos lentamente por esa vereda sombreada con tilos. A derecha e izquierda repartíamos saludos. A veces mis padres continuaban saludando en el interior de la nave, moviendo la cabeza, bajando los ojos o, si era alguien importante, agitando muy suave y elegantemente la mano para darle más acento al contacto.
Mamá abrió sobre mis rodillas el Misal bilingüe, con tapas plateadas y una cruz de oro, que me regaló en un cumpleaños.
Consiguió que me interesara más en el culto. Por ahí me perdía: es difícil seguir la lectura en latín. Pero los gestos del celebrante, las intervenciones del diácono, la lectura bíblica, el sermón, me servían de hitos. A veces el sermón se tornaba interesante, cuando aumentando el volumen de su voz, el sacerdote descargaba amenazas contra los pecadores. Eran estampidos que emitía desde el púlpito como un cañón, anunciando posibles castigos, mucho más dolorosos y sangrientos que los descritos en mis libros sobre pieles rojas y corsarios. Otras veces el sermón era muy complicado, lleno de citas que no tenían nada que ver con lo que deseaba explicar. Ese día habló sobre una higuera que se había secado y no daba más frutos. Que así había ocurrido con los judíos y todos aquellos que se mantienen alejados de la Iglesia. Que nadie podía salvarse sin Jesucristo y que sólo los cristianos que concurren a misa, que cumplen devotamente, puntualmente, con los preceptos de la religión, podían lavarse de los pecados que infectan al mundo y conseguir su acceso a la vida eterna.
La Misa prosiguió como de costumbre. Ya no tenía novedades para mí.
El sacerdote levantó la dorada patena sobre la cual, destacando su albura, yacía la Hostia. Súscipe, sancte Páter, omnipotens aeterne Deus, hanc inmaculátum Hóstiam…
Mi Madre golpeó suavemente con el codo a papá. Él no se dio cuenta. Ella repitió los golpecitos y papá, vacilando, por fin la miró. Mi madre apuntó con el mentón hacia adelante, en diagonal. Miré también y sólo vi gente, mucha gente.
El sacerdote echó en el Cáliz un poco de vino con unas gotas de agua.
—Deus —se persignó— qui humanae substantiae dignitátem mirabíliter condidiste…
—¿Qué?… —susurró papá.
—Mírala a ella —indicó cuchicheando.
Ofreció ahora el Cáliz.
Offérimus tibi, Dómine, cálicem salutaris deprecantes dementiam.
—¿Qué tiene? —preguntó papá.
—¡Sssiitt!…
Bajé los ojos al misal bilingüe.
«Recíbenos Señor, animados de un espíritu humilde y de un corazón arrepentido; y tal efecto produzca hoy nuestro sacrificio en tu presencia, que del todo te agrade, ¡oh Señor y Dios nuestro!».
El sacerdote, bendiciendo las ofrendas, continuó.
Veni sanctificátor omnípotents aeterne Deus et bene —se santiguó— dic hoc sacrifícium tuo sancto nómini praeparátum.
Bendijo al incienso. Per intercessiónem beati Michaeli Archángeli… y empezó a incensar las ofrendas Incénsum ístud a te benedíctum… y una nube olorosa se desplegó. Y luego incensó al Crucifijo y al altar. Dirigátur, Dómine, oratio mea sicut incénsum… y entregó el incensario al Diácono. Accendat in nobis Dóminus ignem suis amoris… y el diácono incensó al celebrante y a los ministros: sus ropajes vistosos apagaron el brillo tras la niebla. La niebla se amplió en gigantescos e incorpóreos lóbulos hasta el clero. Por último, con tres golpes, el turiferario incensó a la multitud, para que todos se adhieran entre sí, como partes de un solo cuerpo.
—¿No la reconoces? —insistió mamá.
El sacerdote besó el altar, se volvió hacia el pueblo y abriendo y cerrando los brazos, invitó a la oración Orate fratres…
Mamá percibió que yo seguía sus gesticulaciones. Simulando indignación, me obligó a leer las palabras que brotaban desde todas partes, como el fragor de una catarata. Moví los labios diciendo sólo ¡aaahhh…! mientras leía en castellano:
El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su nombre y para nuestro provecho y el de toda su Santa Iglesia, Amén.
—Estoy segura… Ese rosado que le brota de las mejillas… ¡Pobre hombre!
—Bueno, cállate. Hablaremos después —se fastidiaba papá.
El celebrante tomó la Hostia con ambas manos. Por la feligresía corrió una oleada de tensión: se llegaba al momento culminante.
Qui pridie quam paterétur. Elevó la Hostia para adorarla él y ofrecerla a la adoración de todos los presentes. Un profundo y prolongado silencio tensó el aire. Después asió con ambas manos el Cáliz. Símili modo postquam coenátum est… para la adoración de todos y mis padres callaron, fijando sus miradas en el milagro inminente.
HIC EST ENIM CÁLIX SÁNGUINIS MEI, NOVI ET AETERNI TESTAMENTI. Mystérium Fidei qui pro vobis et pro multis effundétur in remissiónem peccatórum.
Y mientras el sacrificio proseguía, ya en presencia viva y gloriosa de Cristo Haec quotiescumque facéritis, in mei memóriam facietis.
—Fíjate cómo simula contrición.
Súpplice te rogamus, omnipotens Deus…
—No entiendo por qué él no reacciona.
«Por Él y con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en unión con el Espíritu Santo, se dirige todo honor y toda gloria».
«Por todos los siglos de los siglos. Amén».
—Lo tiene merecido —cuchicheaba mamá.
Corpus tuum, Dómine, Tu Cuerpo, Señor, que he comido y tu sangre que he bebido, se adhieren a mis entrañas; y haz que ni mancha de pecado quede ya en mí después de haber sido alimentado con un santo y tan puro Sacramento: Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Así sea.
—Pero ella no tiene perdón. Es un escándalo de mujer.
Dóminus vobíscum.
Et cum spíritu tuo.
—¡Y qué coraje: presentarse en Misa!
—¡Sssiitt!…
Dóminus vobíscum.
Et cum spíritu tuo.
Ite, missa est.
Deo gratias.
—Vamos a saludarlos.
—¿A hora?
—Sí, en el atrio.
Me tomaron de la mano, empujamos un poco. Las mujeres se besaron en las mejillas, los hombres estrecharon sus manos. Ella, con esa amable sonrisa que no le gustaba a mamá, revolvió con sus dedos mi cabellera.