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RUTH
DESDE NIÑA DIRIGIÓ mis lecturas. Con aparente espontaneidad caían en mis manos revistas y libros de complejidad progresiva, siempre acordes con mi desarrollo intelectual, que no sólo ampliaban mis conocimientos, sino mi amor por el hombre, por la libertad y la ciencia purificada de mitos. Encendieron mi aversión por la injusticia y la esclavitud, especialmente la contemporánea, encubierta y eufémica. Avanzaba sobre una espiral, girando alrededor del mismo fundamento, aunque en niveles más altos e intrincados. El tío Tom y Espartara, el 1 de mayo y el 7 de noviembre actuaban como hontanares caudalosos. Papa me hablaba de los pobres como de la gente más limpia y sana, con quienes debíamos identificarnos porque su liberación nos liberaría a todos. En ellos estaba el futuro, en ellos se acumulaban las potencias de una sociedad superior. Los pobres adquirieron en mi imaginación el carácter de seres maravillosos, parecidos a los de los cuentos, como si fueran una versión colectiva de la Cenicienta. Trataba de identificarlos en las ilustraciones de mis libros, habitando en casitas de chocolate junto a hermosos bosques donde acechaban los ogros.
Mamá me empezó a llevar a ciertos mítines partidarios. Allí se comía y rifaban objetos para recaudar fondos. A veces papá presentaba a una descollante figura y otras veces la figura descollante era él. Yo oía con embeleso sus discursos y admiraba la temible fuerza que se proyectaba desde su puño enardecido.
Tanto insistí, que consintió en hacerme conocer las villas miserias. Allí nos sentamos en bancos destartalados y malolientes para conversar y compartir un poco de vino, algunas galletas e incluso una sopa espesa y asquerosa. Los pobres se alegraban con nuestra visita porque papá les demostraba que se sentía muy a gusto con ellos. Me atendían con esmero, formulándome preguntas, alabando mi dorada cabellera, celebrando cualquier frase de circunstancias que pronunciara. Yo era «la hija del Doctor». Papá era «el Doctor», infundía respeto, le oían mirándole a la boca, dispuestos a atrapar cada sonido como si fuera una joya. Resultaba una hermosa aventura pasarse dos o tres horas en esas chozas: era como jugar a los expedicionarios, arriesgarse a convivir un rato con caníbales amigos. Porque después volvíamos a nuestro departamento, como si pasáramos de un mundo a otro. Nos dábamos un copioso baño, vestíamos ropas limpias y fragantes y nos sentábamos a la mesa, bien decorada y bien servida.
Que nuestra conducta en las villas miserias era forzada y artificial resultaba evidente, aunque aún no hubiera adquirido conciencia de ello. No eran lo mismo, por cierto, las reuniones en esas chozas, con galletas de grasa y vino ordinario, que las veladas en nuestro departamento o en la regia mansión de don Joaquín Sáenz de la Mallorca. Aquí se recitaban los últimos poemas llegados de los países socialistas, se hablaba de política, se criticaba al Gobierno o se escuchaban las impresiones de viajes que traía algún camarada al regresar de una gira, en un ambiente confortable, bebiendo licores importados o saboreando délicatesses.
En ciertas ocasiones se reunían solamente los mayores, rodeándose del más enigmático hermetismo. Otras veces, cuando se trataba más bien de encuentros sociales, participábamos los chicos. Jugaba entonces con los hijos de ese afortunado industrial que era don Joaquín Sáenz de la Mallorca o con los hijos de otros distinguidos camaradas médicos, abogados o comerciantes. Todos ellos habían sido pobres en tiempo pasado, pero a diferencia de muchos —me explicaron—, continuaron fieles a sus ideales de juventud. Contribuían con el Partido, económica y personalmente, terminando incluso en la cárcel. Formaban un círculo íntimo y cómplice, no sólo de camaradas, sino de amigos. Solían concurrir juntos a las recepciones en las embajadas socialistas y las mujeres se consultaban sobre las ropas que debían vestir.
A medida que tomaba conciencia del ideal que impulsaba a mi padre y a medida que ese ideal iba haciéndose carne en mí, comencé a ser más exigente. La admiración y el amor que le profesaba, no me impidieron colocarlo en aprietos, ponerlo seriamente a prueba y disfrutar de sus vacilaciones.
Visitación, nuestra buena, gorda y renegrida cocinera, provenía de una villa miseria que solíamos visitar. Allí nos atendían con máxima cordialidad y afecto. Pregunté a papá qué diferencia había entre una sirvienta y los proletarios.
—Ninguna —respondió con extrañeza.
—Entonces ¿por qué Visitación no come en la misma mesa con nosotros?
Tuvo que pensar la respuesta y habló más de una hora para explicarse.