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AMÓS
BUSQUÉ A OLGA y fuimos a la iglesia de la Encarnación para conocer esa nueva forma de cristianismo. En el pórtico, rodeado por numerosos jóvenes, departía el padre Torres. Al ver a Olga, extendió su mano. Ella me presentó.
—Es un no creyente —le advirtió.
—¡Bien venido! —exclamó el cura—. En seguida comenzará lo misa. Si prefiere, puede esperarme en el estudio hasta que termine; así charlamos.
—No —intervino Olga—. Viene a misa.
El sacerdote calló un instante, asociando ideas. Luego añadió:
—Me halaga entonces.
Otros jóvenes interfirieron con preguntas. Torres miró su reloj:
—Permiso —dijo—. Debo vestirme. Es hora.
Cerca de la salida estaba la pequeña sacristía. El cura se quitó el saco, acomodándolo en el respaldo de una silla. Tomó el amito y se cubrió los hombros y parte de la espalda. Luego plegó el alba, la pasó por su cabeza y extendió a lo largo de su cuerpo, hasta los pies. Con el cíngulo encordado ciñó el alba. Por último alzó la estola de seda y la calzó sobre la nuca, dejando caer su extremo hacia adelante. Mi madre no sólo me obligó a frecuentar las misas sino que contrató un sacerdote para que me catequizara. Tenía bastante bien memorizado el ajuar del celebrante para descubrir que Torres no usaba ciertas prendas ornamentales como el manípulo, que cuelga del brazo izquierdo, la casulla y el bonete.
La iglesia estaba llena. Muchos permanecían en pie detrás de los bancos. El padre Torres avanzó por el centro de la nave.
«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
«Yo entraré al altar de Dios».
«Hasta Dios, que alegra mi juventud».
Las frases de siempre, la liturgia inconmovible, hipnotizante, que antes oía en latín sin entender, se celebraba en castellano, de frente a los fieles, sin monaguillo, sin abundancia de genuflexiones ni golpes en el pecho, ni olores de incienso.
«Purifica mi corazón y mis labios, oh Dios todopoderoso, Tú que purificaste con una brasa los labios del profeta Isaías, y dígnate por tu misericordia purificarme de tal modo que pueda anunciar dignamente tu santo Evangelio. Por Jesucristo Nuestro Señor, así sea».
Los fieles se pusieron de pie.
«Continuación del Santo Evangelio según San Mateo».
«Glorificado seas, oh Señor».
«Capítulo 6: Cuídate de hacer tu justicia delante de los hombres, Para ser visto por ellos: de lo contrario no tendrás merced de tu Padre que está en los cielos. Cuando haces limosna, no hagas tocar trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las plazas para ser estimado de los hombres, de cierto digo que ya tienen su recompensa. Mas cuando tú haces limosna, que no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre, que ve en secreto, te recompensará en público. Y cuando oras no seas como los hipócritas, porque ellos aman orar en las sinagogas y en los cantones de las calles en pie, para ser vistos po los hombres; de cierto digo que ya tienen su pago. Mas tú, cuando oras, éntrate en tu cámara y, cerrada tu puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en secreto, te recompensará en público. Y orando, no seas hastiante como los gentiles que piensan que por su parlería serán oídos. No te hagas, pues, semejante a ellos porque vuestro Padre sabe de qué cosas tienes necesidad antes que pidas».
«Palabra del Señor».
Llegó el momento de escuchar al padre Torres. Era lo que realmente me interesaba.
—Cuando nos reunimos en el templo, no es sólo para orar al Señor —empezó comentando al Evangelio—. Para orar al Señor «éntrate en tu cámara y, cerrada tu puerta, ora al Padre, que está en secreto». Nos reunimos para que cada hijo de Dios esté junto a otro hijo de Dios, para solidarizarnos, unirnos y apoyarnos. Dios abomina la justicia estruendosa y la limosna pública porque esa justicia y esa limosna no está motivada por el afán de servicio, sino por la ambición, la vanidad y el egoísmo. ¿Qué sentido tendría aglomerarnos aquí y fijar nuestra mirada en el altar, ajenos al vecino como si estuviéramos en un cine? Para eso hubiéramos permanecido en nuestra cámara. Estamos aquí para recordar que somos iguales ante el Padre, que somos hermanos, que nos debemos mutuamente, que por cada uno que tenemos al lado Cristo derramó su sangre.
El sermón ya destilaba una fuerza genuina. Olga me contemplaba de soslayo para conocer mi impresión. Aún no quería expedirme.
—Dios abomina el boato —prosiguió Torres—. Muchos reyes hicieron labrar una cuna de oro para sus niños, pero el Rey del Universo hizo nacer a su hijo en un corral, proveyéndole de una calefacción a guano. Eligió para su Hijo un pueblo pequeño y oprimido, no una nación poderosa, de fuertes ejércitos e invencible armada. Su venida fue anunciada por profetas inconformistas y rebeldes, que condenaban la opulencia y exigían con voz ignívoma la justicia social. Allanó su camino un hombre que vestía harapos, que no respetaba la autoridad legítima de Herodes, que se llamó Juan Bautista porque lavaba con agua del río y despreciaba la majestuosidad del Templo y la pompa de sus sacerdotes.
Torres hizo una pausa. Sus labios esbozaron una sonrisa irónica.
—¿En qué familia hizo Dios ingresar a su Hijo? ¿Una familia adinerada que cultivaba relaciones ilustres, practicaba deportes selectos, organizaba magníficas veladas, asistía en dorados carruajes al Templo y era atendida por una legión de sirvientes? ¿Cuando mayor le eligieron amistades honorables, cultas y distinguidas?
No pude contener una velada exclamación.
—¿Cómo honró Cristo a sus apóstoles? ¿Los vistió con sedas, engalanó con púrpuras y dignificó con anillos de zafiro? ¿Cómo entró el Mesías a Jerusalén? ¿Sobre una silla gestatoria, cubierta la calle con alfombras y rodeado de guardias? ¿Qué previsiones adoptó para su muerte? ¿Compró un destacado panteón en la necrópolis y ordenó un entierro de primera clase?
En la mayoría de los presentes reverberaba la alegría de la iluminación.
—Si —prosiguió el cura—. Semejante Cristo es grotesco. Sin embargo, durante centurias los cristianos nos hemos empeñado en imitar esa caricatura de Cristo. No hemos hecho otra cosa que reeditar el fariseísmo que Él condenó. En vez de adorar un Cristo humilde, solidarizado con los pobres al extremo de ser igual al último de ellos, que murió en una vil cruz de madera, nos empecinamos en construir pesebres de ensueño, fabricar cruces de oro y ceñir su cabeza con pesadas coronas refulgentes de pedrerías. Dios ejemplarizó claramente con su Hijo, despreciando las riquezas terrenales, comprometiéndose en forma abierta, notable y hasta escandalosa con los réprobos de la sociedad, con los pecadores, los indignos. Jesús dictó su mensaje a los campesinos, a las prostitutas, a los que veían a los grandes sacerdotes desde lejos porque les estaban vedadas las primeras filas. Dios se mezcló con el pueblo para demostrarle que puede conectarse con Él sin necesidad del fastuoso Templo. Dios vivió como el pueblo para demostrarle que puede llegar a Él sin tener que imitar a los poderosos.