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RUTH

PAPÁ TIENE UNA CALIDAD en el trato que lo hace superior a cualquiera de sus camaradas, por altas que sean las posiciones que hayan alcanzado en el Partido. Su educación, sus modales… ¡qué sé yo! le otorgan una dignidad como la que tal vez lucían los senadores romanos en el apogeo de la República. Tiene una mirada especial cuando escucha aunque su pensamiento vague lejos, que magnetiza al interlocutor. Habla encadenando una frase tras otra con la misma fluidez que Juan Sebastián Bach encadenaba los sonidos de una fuga. Tiene el defecto —se lo reproché— de repetir demasiado, aunque recurra a ingeniosas variaciones. Es como si se enamorara de sus propias ideas y no las quisiera abandonar. Su cultura es tan vasta que le permite opinar sobre cualquier tema con aire de infalibilidad. Lástima que esto lo desmerece: me disgustan los propietarios de verdades absolutas. Ése, sin embargo, es un defecto que tienen muchos camaradas de mi padre. Y también Alejandro, el hijo de Joaquín Sáenz de la Mallorca, que ni siquiera le alcanza a las rodillas.

Un día Alejandro fue a buscarme al club. Estaba jugando al tenis y se sentó en un banco a contemplar el partido. Cuando terminé, me invitó a tomar algo. Fuimos al bar. Opinó sobre mi manera de empuñar la raqueta y me dio algunos consejos. Lo escuché con interés, porque Alejandro también practica deportes. Le gustaba saltar de un tema a otro, citar un apotegma, evocar dos o tres nombres célebres, mencionar una fecha. Era una manera de granjearse la admiración, sin comprometerse con profundizaciones engorrosas. Me llevó hacia El Capital, de Marx.

—Hace poco lo terminé de leer —comenté.

—Lo conozco casi de memoria —dijo con orgullo—. Tendrás que releerlo varias veces para captarlo.

—¿Cuántas veces lo leíste tú?

—Eh… La verdad que lo hice por primera vez a los doce años. Después cada dos o tres años le daba una repasada. Se descubren cosas nuevas.

—Has empezado precozmente —mi voz ya dejaba traslucir la ironía.

—No quise perder tiempo con lecturas vanas —respondió categóricamente.

—Los «vanos» Emilio Salgari, Mark Twain, Arthur Conan Doyle, Julio Verne… —enumeré a propósito, porque en un tiempo fueron mis favoritos.

—No. Julio Verne es una excepción. En la Unión Soviética lo leen mucho. Tiene libros proféticos.

—¿No hacen perder el tiempo?

—¡Hay obras fundamentales y obras que no lo son, Olga!

—¿Cómo lo sabes antes de conocerlas?

—Pues… —me miró con superioridad—. Yo tengo cierta intuición.

—A veces la ayudas con modas soviéticas… —hice aparecer mis hoyuelos.

—Hay que estar actualizado.

—¿Y si en la Unión Soviética se descubriera que las obras de Verne son un narcótico burgués?

—Tontita… —quiso pellizcarme la mejilla condescendientemente, como si fuera una colegiala. Me aparté.

En otra ocasión discutimos sobre las revueltas estudiantiles que agitaron Europa, y particularmente Francia, en el año 1968. Las calificó de trotskistas y denigró sin cortapisas. Después recordó que el Partido Comunista no las había apoyado. Alejandro no padecía ningún conflicto: se limitaba a pensar y argüir de acuerdo a la línea. Quienes se oponían a ella marchaban por el error: eran ignorantes o reaccionarios. De ese modo pasó sin angustia de una postura a otra, como si jamás hubiera quebrado una recta impecable y gloriosa.

Cuando Fidel Castro luchaba en Sierra Maestra no le resultó simpático, luego lo hizo su ídolo y finalmente lo dejó en la sala de espera. Respecto a la Argentina, opinó que Perón era un fascista y últimamente dice que es un revolucionario. Checoslovaquia fue invadida para evitar la implantación de un régimen burgués. Los árabes se defienden del «imperialismo» sionista. China está dominada por una pandilla chauvinista irresponsable. Todo tiene su explicación y es adecuadamente rotulado. Puesto el rótulo, se ve con claridad. Los rótulos son variados, pero elocuentes: trotskista, revisionista, anarquista, sionista, maoísta, nacionalista, fascista, revanchista. Las cosas son simples, blancas o negras, aunque lo que antes fue blanco después se torna negro o viceversa.

No me he molestado en demostrarle su falta de criterio personal. Me resulta pedante y aburrido. ¡Pensar que antes me gustaba porque era apuesto e incluso lo veía parecido a papá! Sus ideas aparentan la arrogancia de su físico. Es una personalidad almidonada que algún día una buena lluvia la ablandará, quitándole su fatuo marfil. Mi admiración por papá le dio chance a Alejandro, pero fracasó. A papá, si se le lava a fondo, le queda siempre una estructura de hormigón. De Alejandro, en cambio, sólo quedarían ruinas lastimosas. Salvadas las distancias de edad, Alejandro me permitió hacer una apreciación más justa de papá.