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A MAGDALENA la habían separado del grupo, porque se la acusaba de mantener vinculaciones estrechas con estudiantes extremistas. A empujones la llevaron hasta otro vehículo. En el camino aprovecharon para manosearla sin escrúpulo, defecando obscenidades. Fue descendida en la Jefatura de Policía. Pasó nuevamente por interrogativos y malos tratos. No recordaba si estaba viviendo en el pasado o si el presente se repetía. Los mismos golpes, las mismas preguntas, idénticos abusos que ayer, que antes de ayer, que hace tantos días.

Sus declaraciones —porque lo que se buscaba, en medio de esa confusión de palabrotas y pellizcos era poner en claro la vinculación de algunas prostitutas con dirigentes comunistas— no satisfacían.

Magdalena era ignorante e ingenua. Primero se defendió rechazando con golpes y mordiscos a las manos impúdicas que se querían hundir en su cuerpo. Después replicó a las afrentas con las reservas más hediondas de su vocabulario. Por último, sangrante y agotada, respondió en forma contradictoria. Decidieron informar al Jefe y éste la hizo traer.

Magdalena quedó a solas con el coronel Pérez, en su despacho herméticamente clausurado. Él se aproximó, apoyó las manos sobre el pecho de Magdalena y de un solo tirón le desgarró la blusa.

—¿Hablarás?

Magdalena temblaba de miedo, con sólo contemplar la faz desencajada del coronel, mezcla de crueldad y de alegría, tan encendida como una fogata.

—¿Hablarás? —gritó el coronel, pellizcando sus pezones con explosiva brutalidad.

Magdalena cayó desvanecida. Él no se perturbó, como si fuera una reacción prevista en su plan. La depositó en el sofá de cuero. Extrajo de su escritorio un ovillo de cuerda trenzada y la ató prolijamente.

Cuando volvió en sí, tardó un rato en comprender que estaba totalmente desnuda, con sus miembros abiertos y sólidamente fijados. El coronel, sentado a su vera, la miraba con inmensa satisfacción, como un ser hambriento que contempla un manjar pronto a devorar. Le hizo algunas preguntas, que ella, con el miedo estrangulándole la garganta contestó automáticamente, tartamudeando, sin pensar en lo que decía, ni hilvanar las frases, ni darles sentido.

El oficial ensanchó su sonrisa, gozoso. Palpó en sus bolsillos y extrajo un paquete de cigarrillos. Encendió uno. Aspiró hondamente hasta que la brasa de la punta refulgió como un mortífero rubí. Tomó el cigarrillo entre sus dedos pulgar e índice. Rió con la boca cerrada, inflándose como un batracio, y pasó su cigarrillo a lo largo del cuerpo de Magdalena, a sólo escasos centímetros de la piel. Ella aulló y se retorció horrorizada. Pérez no dejaba de reírse: le resultaba maravillosa esa desesperada contorsión…

Acomodó mejor el cigarrillo entre sus dedos, tomándolo con la delicadeza de un cirujano, como si se tratara de un platinado estilete, y lo aproximó a las nalgas de la víctima. Ella trataba de huir y su desesperada e impotente defensa excitaba más al coronel. No deseando concluir aún el juego previo, desplazó lentamente la brasa hacia otras partes. Magdalena seguía la encendida brasa con sus ojos desorbitados, rogando que se agotara el cigarrillo, que creciera su ceniza, como si con ello concluyera su tortura. Pérez se regodeaba con su amenaza, apuntando al vientre, a los pechos, a la cara, a los muslos y al sexo de la muchacha. Más que el dolor que podría producirle la quemadura, le deleitaba ese pánico animal. Sentía que una placentera corriente eléctrica le cosquilleaba su cuerpo encendiéndolo como a su cigarrillo. Su goce aumentaba segundo a segundo, con cada gesto y movimiento de ella. Su boca se había puesto seca y dura, como le ocurría antes del orgasmo. Arrojó el cigarrillo lejos y saltó hacia el escritorio. Magdalena giró la cabeza, parpadeando para quitarse las lágrimas y los goterones de transpiración que empapaban sus ojos: casi no veía a través de ese salino lago. Pérez extrajo una fusta y la hizo silbar en el aire. Se aflojó el cinturón y dejó que cayera su ropa. Su cuerpo estaba ardiendo. Insultándola, descargó su primer golpe. Luego otro. Ella se agitó como un pescado recién extraído del agua.

Y él le dio más fuerte, más seguido, por todas partes, mezclándose el salvaje gañido de la fusta con sus gritos obscenos, en un ritmo creciente, brutal, incontenible, hasta que se desplomó en el suelo, retorciéndose de placer, apretando en su puño la fusta con tal vigor que la partía, sacudiéndose en su orgasmo solitario.