EPILOGO

LA EXTRAÑA AVE EN EL EXILIO

El Tiergarten después de la ofensiva rusa, con el edificio del Reichstag al fondo

Martha y Alfred Stern vivían en un apartamento de Central Park Oeste en Nueva York, y poseían una propiedad en Ridgefield, Connecticut. En 1939 ella publicó unas memorias tituladas Through Embassy Eyes. Alemania prohibió el libro inmediatamente, cosa nada sorprendente, dadas algunas de las observaciones de Martha sobre los líderes principales del régimen. Por ejemplo: «Si hubiese habido alguna lógica u objetividad en las leyes de esterilización de los nazis, el doctor Goebbels habría sido esterilizado hacía mucho tiempo».[847] En 1941 ella y Bill hijo publicaron el diario de su padre. Querían publicar también recogidas en un libro unas cuantas cartas enviadas y recibidas por Dodd, y le pidieron a George Messersmith que les permitiera usar algunas que él había enviado a Dodd desde Viena. Messersmith se negó. Cuando Martha le dijo que las publicarían de todos modos, Messersmith, a quien nunca le habían gustado los dos hermanos, se puso intransigente. «Le dije que si publicaba mis cartas, ya fuese con un editor irresponsable o responsable, escribiría un pequeño artículo explicando lo que sabía de ella y determinados episodios de su vida, y que mi artículo sería mucho más interesante que nada de lo que pudiese haber en su libro.»[848] Y añadía: «Así acabó el asunto».

Eran unos años llenos de acontecimientos. La guerra que había previsto Dodd se luchó y se ganó. En 1945, al fin, Martha consiguió el objetivo con el que tanto había soñado: publicó una novela. Titulada Sowing the Wind, y claramente basada en la vida de uno de sus antiguos amantes, Ernst Udet, el libro describía cómo seducía y degradaba el nazismo a un aviador de la Primera Guerra Mundial de buen corazón. Aquel mismo año ella y su marido adoptaron un niño y le pusieron Robert.

Martha al final tuvo un salón de éxito, que de vez en cuando atrajo a personajes como Paul Robeson, Lillian Hellman, Margaret Bourke-White e Isamu Noguchi.[849] La charla era brillante e interesante, y evocaba para Martha aquellas deliciosas veladas en casa de su amiga Mildred Fish Harnack, aunque ahora el recuerdo de Mildred estaba teñido de negro. Martha había recibido noticias de su vieja amiga que repentinamente hacían que su último encuentro en Berlín pareciese lleno de presagios. Ella recordaba que habían elegido una mesa escondida en un restaurante apartado, y que Mildred, orgullosamente, le habló de la «creciente efectividad»[850] de la red subterránea que habían montado ella y su marido, Arvid. Mildred no era una mujer partidaria de las demostraciones de afecto, pero al acabar aquella comida le dio un beso a Martha.

Luego Martha supo que unos años después de aquel encuentro Mildred fue arrestada por la Gestapo, junto con Arvid y docenas de personas más de su red.[851] Arvid fue juzgado y condenado a morir en la horca. Fue ejecutado en la prisión Plötzensee de Berlín el 22 de diciembre de 1942. El verdugo usó una cuerda corta, para procurar un estrangulamiento lento. A Mildred la obligaron a mirar. En su juicio, ella fue condenada a seis años de prisión. El propio Hitler ordenó que se repitiera el juicio. Esta vez la sentencia fue a muerte. El 16 de febrero de 1943, a las seis de la mañana, fue guillotinada. Sus últimas palabras fueron: «Y yo que amaba tanto a Alemania».[852]

* * *

Durante un tiempo después de dejar Berlín, Martha siguió flirteando en secreto con la inteligencia soviética. Su nombre en clave era «Liza», pero todo parece indicar más melodramatismo que una realidad apoyada por los datos. Su carrera como espía parece que consistió sobre todo en palabras y posibilidades, aunque es cierto que la perspectiva de una participación menos vaporosa mantuvo interesados a los funcionarios soviéticos. Un telegrama secreto desde Moscú a Nueva York, en enero de 1942, decía que Martha era «un mujer con talento, lista y educada»,[853] pero observaba que «requiere control constante sobre su conducta». Un operativo soviético bastante más mojigato no estaba nada impresionado: «Se considera a sí misma comunista y asegura que acepta el programa del partido. En realidad, “Liza” es la representante típica de la bohemia americana, una mujer de sexualidad decadente, dispuesta a acostarse con cualquier hombre guapo».[854]

A través de Martha su marido también se alistó en el KGB.[855] Su nombre en clave era «Louis». Martha y Stern hablaban públicamente de su interés por el comunismo y las causas izquierdistas, y en 1953 atrajeron la atención del Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso, presidido entonces por el diputado Martin Dies, que emitió citaciones para que testificaran. Ellos volaron a México, pero la presión de las autoridades federales aumentaba y volvieron a trasladarse, estableciéndose al final en Praga, donde vivían con un estilo muy poco comunista en una mansión de tres pisos y doce habitaciones y atendidos por criados. Se compraron un Mercedes negro nuevo.[856]

Al principio la idea de ser fugitivos internacionales gustaba a Martha, que se consideraba a sí misma una mujer adicta al peligro, pero a medida que pasaban los años empezó a cansarse. Durante los primeros años de exilio de la pareja, su hijo empezó a mostrar señales de graves problemas psíquicos, y se le diagnosticó esquizofrenia. Martha llegó a «obsesionarse» (un término de su marido) con la idea de que la conmoción de su huida y subsiguientes viajes habían causado la enfermedad de Robert.[857]

A Martha y Stern Praga les parecía un lugar extraño, con una lengua indescifrable. «No podemos decir que nos guste esto, para ser totalmente sinceros»,[858] le escribía a una amiga. «Naturalmente, preferiríamos irnos a casa, pero en casa no nos aceptan aún… Es una vida de considerables limitaciones, intelectual y creativamente (tampoco hablamos el idioma; un gran inconveniente), y nos sentimos aislados y a menudo muy solos.» Ella pasaba el tiempo haciendo de ama de casa y cuidando el jardín: «árboles frutales, lilas, verduras, flores, pájaros, insectos… ¡sólo una serpiente en cuatro años!».

Durante ese tiempo Martha se enteró de que uno de sus ex amantes, Rudolf Diels, había muerto, de una manera muy inesperada para un hombre tan apto para la supervivencia. Tras dos años en Colonia,[859] pasó a ser comisionado regional en Hannover, y al final le echaron por mostrar demasiados escrúpulos morales. Cogió un trabajo como director de transporte nacional de una compañía civil, pero le arrestaron en la enorme redada que siguió al intento de asesinato de Hitler el 20 de julio de 1944. Diels sobrevivió a la guerra y durante los juicios de Núremberg testificó a favor de la acusación. Más tarde fue funcionario de alto rango del gobierno de Alemania occidental. Su suerte se acabó el 18 de noviembre de 1957, durante una partida de caza. Cuando sacaba una escopeta de su coche, el arma se disparó y le mató.

* * *

Martha estaba cada vez más desilusionada con el comunismo tal y como se practicaba en la vida cotidiana. Su desencanto se convirtió en disgusto puro y duro durante la Primavera de Praga de 1968, cuando se despertó un día y vio los tanques pasar retumbando por la calle junto a su casa, durante la invasión soviética de Checoslovaquia. «Fue», decía, «una de las imágenes más feas y repugnantes que habíamos visto jamás».[860]

Renovó antiguas amistades por correo. Ella y Max Delbrück se enzarzaron en una correspondencia vehemente. Ella se dirigía a él como «Max, amor mío»; él la llamaba «mi bienamada Martha».[861] Bromeaban acerca de sus crecientes achaques físicos. «Estoy bien, bien, bastante bien», le decía él, «excepto por una pequeña enfermedad del corazón y un pequeño mieloma múltiple». El juraba que la quimioterapia había hecho que le volviera a crecer el pelo.

A otros hombres les había ido peor en el reconocimiento retrospectivo de Martha. El príncipe Louis Ferdinand se había convertido en «ese asno»,[862] y Putzi Hanfstaengl en «el bufón real».[863]

Pero un gran amor parecía arder con el mismo brillo de siempre. Martha empezó a escribirse con Bassett, su primer marido (el primero de sus tres grandes amores), y pronto establecieron una correspondencia como si volvieran a tener veinte años, analizando su antiguo romance para intentar averiguar qué era lo que había fallado. Bassett confesaba que él había destruido todas las cartas de amor que ella le envió,[864] al darse cuenta de que «aunque hubiese pasado el tiempo, no podía soportar leerlas, y mucho menos que otras personas las compartieran, después de que yo me hubiese ido».

Martha, sin embargo, había conservado las de él. «¡Qué cartas de amor!»,[865] escribió.

«Una cosa es segura»,[866] decía ella en una carta de noviembre de 1971, cuando tenía sesenta y tres años. «De haber seguido juntos, habríamos tenido una vida muy vital, variada y apasionante… Me pregunto si habrías sido feliz con una mujer tan poco convencional como soy y como ya era entonces, aunque nunca habríamos tenido las complicaciones que tuve yo más tarde. Aun así, he tenido alegría y tristeza, productividad, belleza y emoción. Os he amado a ti y a Alfred, y a otro más, y aún os amo. Esta es el ave extraña, todavía viva, a quien amaste en tiempos y con quien te casaste.»

En 1979 un tribunal federal les absolvió a ella y a Stern de todos los cargos,[867] aunque a regañadientes, refiriéndose a la falta de pruebas y la muerte de los testigos. Ellos deseaban regresar a Estados Unidos, y pensaron en hacerlo, pero se dieron cuenta de que otro obstáculo se interponía en su camino. Durante todos aquellos años en el exilio no habían pagado los impuestos de Estados Unidos. La deuda acumulada era prohibitivamente elevada.

Pensaron en mudarse a otro sitio, quizá Inglaterra o Suiza, pero surgió otro obstáculo, el más insalvable de todos: la vejez.

Por aquel entonces, los años y la enfermedad habían tenido un grave efecto en el mundo que recordaba Martha. Bill hijo había muerto en octubre de 1952 de cáncer, dejando mujer y dos hijos.[868] Pasó los años posteriores a Berlín yendo de trabajo en trabajo, y acabó como administrativo en la sección de libros de Macy’s de San Francisco. Entre tanto, sus simpatías izquierdistas habían hecho que se enemistase con el Comité Dies, que le había declarado «no apto» para ser empleado por ninguna agencia federal, en un momento en que precisamente trabajaba para el Comité Federal de Comunicaciones. Su muerte convirtió a Martha en la única superviviente de la familia. «Bill era un chico fenomenal, una persona cálida y agradable, que también había sufrido frustración y dolor… quizá más de lo que le correspondía»,[869] escribió Martha en una carta a la primera mujer de Bill, Audrey. «Le echo de menos muchísimo, y me siento vacía y sola sin él.»

Quentin Reynolds murió el 17 de marzo de 1965 a la edad no demasiado avanzada de sesenta y dos años. Putzi Hanfstaengl, cuyo tamaño parecía hacerle invulnerable, murió el 6 de noviembre de 1975 en Múnich. Tenía ochenta y ocho años. Sigrid Schultz, el Dragón de Chicago, murió el 14 de mayo de 1980, a los ochenta y siete. Y Max Delbrück, presumiblemente con la cabeza llena de pelo, falleció en marzo de 1981, su exuberancia acallada al fin. Tenía setenta y cuatro años.

Ese gran decaimiento era muy triste y suscitaba algunas preguntas. En marzo de 1984, cuando Martha tenía setenta y cinco años y Stern ochenta y seis, Martha le preguntó a un amigo: «¿Dónde crees que deberíamos morir, si pudiéramos elegir? ¿Aquí o en el extranjero? ¿Sería más fácil si el superviviente se quedase aquí, con tantos recuerdos dolorosos? ¿O sería mejor largarse e irse solo a un sitio nuevo, o es mejor que nos vayamos juntos, y luego nos veamos privados y entristecidos por los sueños sin realizar y por ningún amigo o pocos en un entorno nuevo, pero aun así, teniendo unos pocos años para establecer un hogar en otro sitio?».[870]

La que sobrevivió fue Martha. Stern murió en 1986. Martha se quedó en Praga aunque, como escribió a sus amigos: «En ningún sitio podría sentirme más solitaria que aquí, ahora».[871]

Ella murió en 1990 a la edad de ochenta y dos años, no precisamente como una heroína, pero sí como una mujer de principios que nunca desfalleció en su creencia de que había hecho lo correcto al ayudar a los soviéticos contra los nazis, en una época en la que la mayoría del mundo se sentía poco inclinado a hacer nada. Ella murió aún bailando al borde del peligro: una extraña ave en el exilio, prometedora, coqueta, llena de recuerdos, incapaz después de Berlín de encajar en su papel de ama de casa, y necesitando verse una vez más como algo grandioso y brillante.

Bassett, el viejo y leal Bassett, la sobrevivió otros seis años más. Había abandonado la magnífica haya roja de Larchmont por un apartamento en el Upper East Side de Manhattan, donde murió pacíficamente a la edad de ciento dos años.[872]