Capítulo 52
SOLO LOS CABALLOS
Pero como todo el mundo en Berlín, al parecer, Dodd quería saber qué diría Hitler de la purga. El gobierno anunció que Hitler hablaría la noche del viernes 13 de julio, en un discurso ante los diputados del Reichstag en su sede temporal, el cercano teatro de la ópera Kroll. Dodd decidió no asistir, pero lo escuchó por la radio. La perspectiva de estar allí en persona y oír a Hitler justificar asesinatos en masa mientras cientos de aduladores levantaban el brazo repetidamente era demasiado aborrecible.
Aquel viernes por la noche él y François-Poncet se reunieron en el Tiergarten, como hacían en el pasado para evitar que los espiasen. Dodd quería averiguar si François-Poncet planeaba asistir al discurso, pero temía que si visitaba la embajada francesa, los observadores de la Gestapo se fijarían en su llegada y concluirían que estaba conspirando para que las grandes potencias boicotearan el discurso, que era lo que ocurría realmente. Dodd había llamado a sir Eric Phipps a la embajada británica aquella misma semana, y se había enterado de que Phipps también pensaba renunciar al discurso. Dos visitas semejantes a embajadas importantes en un tiempo tan breve seguramente atraerían la atención.
El día era frío y soleado, y como consecuencia el parque estaba atestado de gente, la mayoría a pie, pero unos cuantos a caballo, moviéndose lentamente entre las sombras. De vez en cuando rompía el aire una risa o el ladrido de un perro, o lo invadía el fantasma del humo de un cigarrillo que se desvanecía lentamente en la quietud. Los dos embajadores pasearon durante una hora.
Cuando se disponían a separarse, François-Poncet dijo: «Yo no asistiré al discurso».[762] Luego dijo algo que Dodd nunca había esperado oír a un diplomático moderno en una de las mayores capitales de Europa: «No me sorprendería que me pegaran un tiro en cualquier momento en las calles de Berlín», dijo. «Por eso mi mujer sigue en París. Los alemanes nos odian, y su líder está loco.»
A las ocho en punto de aquella noche, en la biblioteca de la Tiergartenstrasse 27a, Dodd puso la radio y oyó a Hitler dirigirse al Reichstag después de subir al estrado. Una docena de diputados se hallaban ausentes, asesinados en la purga.
El teatro de la ópera estaba sólo a veinte minutos andando de donde se hallaba Dodd, al otro lado del Tiergarten. En su lado del parque todo estaba pacífico y tranquilo, la noche embalsamada con el aroma de las flores nocturnas. En la radio Dodd oía que el público se levantaba a menudo y gritaba Heil.
«Diputados», dijo Hitler, «¡hombres del Reichstag alemán!».[763]
Hitler describió la conspiración del capitán Röhm para usurpar el gobierno, ayudado por un diplomático extranjero a quien no identificó. Al ordenar aquella purga, dijo, no había hecho otra cosa que obedecer a los intereses de Alemania, para salvar a la nación del caos.
«Sólo una represión feroz y sangrienta podía cortar de raíz la revuelta», dijo a su público. El mismo había dirigido el ataque en Múnich, añadió, mientras Göring, con su «puño de acero», había hecho otro tanto en Berlín. «Si alguien me pregunta por qué no usamos los tribunales regulares yo le respondería: en aquel momento, yo era responsable de la nación alemana, y consecuentemente, yo solo era, durante aquellas veinticuatro horas, Tribunal Supremo de Justicia del pueblo alemán.»
Dodd oyó el clamor del público que se ponía de pie, lanzando vítores saludando y aplaudiendo.
Hitler siguió: «He ordenado que matasen a los líderes culpables. También he ordenado que se cauterizasen los abscesos causados por nuestros venenos internos y externos, hasta que la carne viva ha quedado quemada. También he ordenado que cualquier rebelde que intentase resistirse al arresto fuese abatido de inmediato. La nación debe saber que su existencia no puede verse amenazada impunemente por nadie, y que quien quiera que levante su mano contra el Estado, morirá».
Citó a los «diplomáticos extranjeros» que se reunían con Röhm y otros supuestos conspiradores y declaraban a continuación que la reunión era «totalmente inofensiva», aludiendo claramente a la cena a la que asistió François-Poncet en mayo, en casa de Wilhelm Regendanz.
«Pero», continuaba Hitler, «cuando tres hombres capaces de alta traición organizan una reunión en Alemania con un estadista extranjero, una reunión que ellos mismos califican como reunión “de trabajo”, cuando despiden a los sirvientes y dan órdenes estrictas de que no se me informe de esa reunión, yo hago que maten a esos hombres, aunque en el curso de tales conversaciones secretas el único asunto que se discutiera fuese el tiempo, la numismática antigua u otros temas similares».
Hitler reconocía que el coste de aquella purga «fue elevado», y luego mintió a la audiencia y dijo que el total de muertes habían sido setenta y siete. Quiso incluso atemperar esa cifra asegurando que dos de las víctimas se habían suicidado, y (risiblemente, en este caso) que en el total se incluían tres hombres de las SS que fueron ejecutados por «maltratar a los presos».
Y concluyó: «Aquí estoy ante la historia para asumir la responsabilidad de las veinticuatro horas en las que tomé la decisión más amarga de toda mi vida, durante las cuales el destino me ha enseñado una vez más a aferrarme con todos mis pensamientos a lo más precioso que poseemos: el pueblo alemán y el Reich alemán».
La sala resonó con el estruendo de los aplausos y las voces que cantaban el «Horst Wessel Lied». Si Dodd hubiese estado presente,[764] habría visto a dos niñas que entregaban ramos de flores a Hitler, las niñas vestidas con el uniforme del Bund Deutscher Mädel, la rama femenina de las Juventudes Hitlerianas, y habría visto también a Göring subir rápidamente al estrado para dar la mano a Hitler, seguido de un montón de personas que querían felicitarle personalmente. Göring y Hitler permanecieron muy cerca y posaron para los muchos fotógrafos que se apretujaban ante ellos. Fred Birchall, del Times, lo presenció: «Estuvieron de pie cara a cara en el estrado casi un minuto,[765] dándose la mano, mirándose a los ojos el uno al otro mientras relampagueaban los flashes».
Dodd apagó la radio. En su lado del parque la noche era fría y serena. Al día siguiente, sábado 14 de julio, envió un telegrama en clave al secretario Hull: «Nada más repulsivo que contemplar al país de Goethe y Beethoven volver a la barbarie de la Inglaterra de los Estuardo y la Francia de los Borbones…».[766]
Aquella misma tarde dedicó dos horas de tranquilidad a su Viejo Sur, perdiéndose en otra era mucho más caballerosa.
* * *
Putzi Hanfstaengl, a quien el ministro de Exteriores Neurath había garantizado su seguridad, volvió a casa. Cuando llegó a su despacho se quedó asombrado al ver el aspecto apagado y aturdido de los que le rodeaban. Se comportaban, decía, «como si los hubieran cloroformizado».[767]
* * *
La purga de Hitler se conocería posteriormente como «la noche de los cuchillos largos», y a su debido tiempo se consideraría uno de los episodios más importantes de su ascenso, el primer acto de la gran tragedia de la contemporización. Al principio, sin embargo, no se comprendió su importancia. Ningún gobierno retiró a su embajador ni emitió una protesta; el pueblo no se alzó, rebelde.
La reacción más satisfactoria de un funcionario público en Estados Unidos provino del general Hugh Johnson, jefe de la Administración para la Recuperación Nacional, que por aquel entonces se había hecho famoso por sus destemplados discursos sobre una amplia gama de temas. (Cuando tuvo lugar una huelga general en San Francisco, en julio, liderada por un estibador que había emigrado de Australia, Johnson pidió la deportación de todos los inmigrantes.) «Hace unos días han ocurrido en Alemania unos hechos que han conmocionado al mundo»,[768] comentó públicamente Johnson. «No sé cómo les habrán afectado a ustedes, pero a mí me han puesto enfermo… no figuradamente, sino de una manera física y concreta. La idea de que saquen a rastras de su casa a hombres adultos y responsables, los pongan contra una pared, cojan los fusiles y los maten a tiros es algo que no tiene nombre.»
El Servicio de Asuntos Exteriores alemán protestó. El secretario Hull replicó que Johnson «hablaba a título individual, y no en nombre del Departamento de Estado o la Administración».
La falta de reacción se debió en parte a que muchos en Alemania y en el mundo en general preferían creer lo que decía Hitler, es decir, que había sofocado una rebelión inminente que habría causado mucho más derramamiento de sangre. Pronto hubo pruebas, sin embargo, que demostraban que lo que decía Hitler era falso. Al principio Dodd parecía inclinado a creer que realmente había existido una conspiración,[769] aunque enseguida se volvió muy escéptico. Uno de los hechos parecía refutar claramente la historia oficial: cuando el jefe de las SA de Berlín, Karl Ernst, fue arrestado, estaba a punto de irse de crucero para pasar su luna de miel, y ése no es exactamente el comportamiento de un hombre que se supone que está tramando una conspiración para aquel mismo fin de semana. No está claro si Hitler al principio se creía su propia historia. Ciertamente, Göring, Goebbels y Himmler habían hecho todo lo posible para que lo creyese. El británico sir Eric Phipps aceptó la historia oficial en un principio;[770] le costó seis semanas darse cuenta de que no había existido trama alguna. Cuando Phipps se encontró con Hitler cara a cara, varios meses después, sus pensamientos volvieron a la purga. «Esto no ha aumentado precisamente su encanto o su atractivo»,[771] escribía Phipps en su diario. «Mientras yo hablaba, él me miraba hambriento como un tigre. Tuve la clara impresión de que si mi nacionalidad y mi estatus hubiesen sido distintos, yo habría formado parte de su cena de aquella noche.»
Con esta valoración captó bastante bien el verdadero sentido de la purga de Röhm, que el mundo aún no comprendía. Aquella matanza había demostrado, en unos términos que tenían que haber resultado imposibles de ignorar, lo lejos que estaba dispuesto a llegar Hitler con tal de conservar el poder. Sin embargo, los observadores externos malinterpretaron la violencia y prefirieron considerarla solamente un ajuste de cuentas interno, «una especie de baño de sangre como los del mundo del hampa, que recordaba a la matanza del día de San Valentín de Al Capone»,[772] tal y como lo expresa el historiador Ian Kershaw. «Seguían pensando que en lo tocante a la diplomacia, podían tratar con Hitler como si fuera un estadista responsable. Los años posteriores les darían una amarga lección: el Hitler que llevaba los Asuntos Exteriores era el mismo que se había comportado con tan salvaje y cínica brutalidad en su país, el 30 de junio de 1934.» Rudolf Diels, en sus memorias, reconocía que al principio no lo había comprendido. «Yo… no tenía ni idea de que aquellos relámpagos estuviesen anunciando una gran tormenta,[773] cuya violencia desgarraría las raíces podridas de los sistemas europeos y haría estallar en llamas el mundo entero… porque ése fue realmente el sentido del 30 de junio de 1934.»
La prensa controlada, lógicamente, alabó a Hitler por su conducta decidida, y entre el público su popularidad aumentó. Tanto se habían cansado los alemanes de las Tropas de Asalto y sus intrusiones en sus vidas que la purga parecía una bendición. Un informe de los exiliados socialdemócratas[774] afirmaba que muchos alemanes «ensalzaban a Hitler por su decisión implacable», y que muchos de la clase trabajadora «también se habían visto subyugados por la deificación acrítica de Hitler».
Dodd seguía esperando que algún catalizador causara el fin del régimen, y creía que la inminente muerte de Hindenburg (a quien Dodd llamaba «única alma distinguida» de la moderna Alemania) podía provocarlo, pero quedaría decepcionado, una vez más. El 2 de agosto, tres semanas después del discurso de Hitler, murió Hindenburg en su propiedad. Hitler se movió rápidamente. Antes de que el día acabase ya había asumido la función de presidente además de canciller, consiguiendo así al fin el poder absoluto sobre Alemania. Sosteniendo con falsa humildad que el título de «presidente» sólo se podía asociar con Hindenburg, que lo había ostentado hasta aquel momento, Hitler proclamó que a partir de entonces su título oficial sería «Führer y canciller del Reich».
En una carta confidencial al secretario Hull, Dodd preveía «un régimen mucho más terrorífico que el que hemos soportado desde el 30 de junio».[775]
Alemania aceptó el cambio sin protestas, para consternación de Victor Klemperer, el filólogo judío. El también había esperado que la purga sangrienta provocara al final que el ejército se moviese y derrocase a Hitler. Pero no ocurrió nada. Y ahora esta nueva humillación. «La gente no se da cuenta de que esto es un golpe de Estado con todas las de la ley»,[776] escribió en su diario. «Todo tiene lugar en silencio, ahogado por himnos a la muerte de Hindenburg. Juraría que millones y millones de personas no tienen ni idea de la cosa tan monstruosa que acaba de ocurrir.»
El periódico de Múnich Münchner Neueste Nachrichten se desvivía: «Hoy Hitler es toda Alemania»,[777] decidiendo ignorar que sólo un mes antes su amable crítico musical había sido asesinado a tiros por error.
* * *
Aquel fin de semana llegaron las lluvias, un chaparrón que duró tres días e inundó la ciudad. Con la inactividad de las SA, sus uniformes pardos prudentemente guardados en el armario, aunque sólo de manera temporal, y la nación llorando la muerte de Hindenburg, una rara sensación de paz se extendió por toda Alemania, dando a Dodd algo de tiempo para meditar sobre un tema cargado de ironía, pero muy querido para aquella faceta suya de granjero de Virginia, aún presente.
En la anotación de su diario del domingo 5 de agosto de 1934, Dodd observaba un rasgo del pueblo alemán que ya había notado en sus tiempos de Leipzig, y que había persistido incluso con Hitler: el amor a los animales, sobre todo los caballos y los perros.
«En un momento en que casi todos los alemanes tienen miedo de decir una sola palabra hasta a sus amigos más íntimos, caballos y perros son tan felices que uno siente que desean hablar»,[778] decía. «Una mujer que quizá haya denunciado a un vecino por deslealtad, poniendo así en peligro su vida, o incluso causando su muerte, saca a su perro, grande y de aspecto bonachón, a pasear por el Tiergarten. Habla con él y lo mima mientras se sienta en un banco y espera a los requerimientos de la naturaleza.»
En Alemania, observaba Dodd, nadie pegaba nunca a un perro, y como consecuencia, los perros nunca tenían miedo cuando estaban con los hombres, y siempre estaban gordos y obviamente bien cuidados. «Sólo los caballos parecen igual de felices, no los niños, ni los jóvenes», escribió. «A menudo me paro, cuando voy paseando a mi oficina, y les dirijo unas palabras a un par de hermosos caballos que esperan mientras descargan su carro. Están tan limpios y gordos y felices que uno siente que casi se van a echar a hablar.» Llamaba a esta sensación «felicidad equina», y había notado el mismo fenómeno en Núremberg y Dresde. En parte, ya lo sabía, su felicidad se debía a la ley alemana, que prohibía la crueldad con los animales y castigaba a los infractores con la prisión, y ahí Dodd encontraba la más profunda de las ironías. «En una época en la que se mataba a cientos de hombres sin juicio ni prueba alguna de culpabilidad, y en la cual la población literalmente temblaba de miedo, los animales tenían garantizados unos derechos que ni hombres ni mujeres podían soñar con tener.»
Y añadía: «¡Uno casi deseaba ser un caballo!».