Capítulo 1

MEDIOS DE ESCAPAR

La llamada telefónica[7] que cambió para siempre la vida de la familia Dodd, de Chicago, llegó al mediodía del jueves 8 de junio de 1933, mientras William E. Dodd estaba en su despacho en la Universidad de Chicago.

Dodd, jefe del Departamento de Historia en aquellos momentos, era profesor de la universidad desde 1909, reconocido nacionalmente por sus trabajos sobre Sudamérica y una biografía de Woodrow Wilson. Tenía sesenta y cuatro años, era esbelto, medía metro setenta de altura, tenía los ojos de un azul grisáceo y el pelo castaño claro. Aunque su cara en reposo tendía a transmitir severidad, de hecho tenía un sentido del humor vivaz, seco y que se disparaba con facilidad. Tenía esposa, Martha, conocida en general como Mattie, y dos hijos, ambos de veintitantos años. La hija, que también llevaba el nombre de Martha, tenía entonces veinticuatro años, y el hijo, William hijo (Bill), veintiocho.

Era una familia feliz y muy unida en todos los aspectos. No eran ricos, pero sí acomodados, a pesar de la depresión económica que sacudía la nación. Vivían en una casa grande en el número 5757 de la avenida Blackstone, en el barrio de Hyde Park en Chicago, a pocas manzanas de la universidad. Dodd también poseía (y atendía cada verano) una pequeña granja en Round Hill, Virginia, que según un peritaje del condado tenía 150 hectáreas de extensión «más o menos», y era allí donde Dodd, demócrata jeffersoniano de pro, se sentía más a gusto, entre sus veintiún novillos Guernsey, sus cuatro caballos castrados, Bill, Coley, Mandy y Prince, el tractor Farmall y sus arados Siracusa tirados por caballos[8]. Preparaba café en una lata Maxwell House encima de la estufa de leña. Su mujer no era tan aficionada como él a aquel lugar, y se sentía muy feliz dejando que él pasara allí todo el tiempo que quisiera solo, mientras el resto de la familia se quedaba en Chicago. Dodd había bautizado la granja como «Stoneleigh», a causa de las rocas que sembraban toda su extensión, y hablaba de ella como otros hombres hablan de sus amantes. «Los frutos son tan bellos, casi impecables, rojos y cautivadores al mirarlos, los árboles curvándose aún bajo el peso de su carga», escribía una noche durante la cosecha de manzanas. «Todo esto me atrae muchísimo.»[9]

Aunque normalmente no era dado al tópico, Dodd describió aquella llamada telefónica como «una sorpresa caída del cielo».[10] Pero era una exageración. Durante los meses anteriores había comentado con sus amigos que esa llamada podía llegar un día. Fue en concreto la naturaleza de la llamada lo que sorprendió y alteró a Dodd.

Desde hacía un cierto tiempo, Dodd no estaba a gusto en su cargo en la universidad. Aunque le encantaba enseñar historia, aún le gustaba más escribir, y llevaba años trabajando en lo que esperaba que sería el relato definitivo de la historia sureña, una serie de cuatro volúmenes que él había titulado Auge y caída del Viejo Sur, pero una y otra vez veía frenado su progreso por las exigencias rutinarias de su trabajo. Sólo el primer volumen estaba cerca de su final, y se encontraba en una edad en la que temía acabar enterrado junto con el resto sin concluir. Había negociado un horario reducido con su departamento, pero como suele ocurrir con estos arreglos artificiales, no funcionaba tal y como él había esperado. La falta de personal y las presiones financieras dentro de la universidad debidas a la Depresión hacían que tuviese que trabajar más que nunca, tratar con funcionarios de la universidad, preparar conferencias y enfrentarse a las absorbentes necesidades de los estudiantes de posgrado. En una carta al Departamento de Mantenimiento de la universidad fechada el 31 de octubre de 1932 rogaba que encendieran la calefacción[11] en su despacho los domingos, para poder tener al menos un día entero dedicado a escribir ininterrumpidamente. A un amigo le describió su situación como «molesta».[12]

Además, para más insatisfacción, creía que debía haber avanzado más en su carrera. Lo que le impedía avanzar a un ritmo más rápido, se quejaba a su mujer, era el hecho de no haberse criado en un entorno privilegiado, y por el contrario, haberse visto obligado a trabajar duro para tener todo lo que había conseguido, a diferencia de otros en su campo, que habían progresado con mucha mayor rapidez. Y es verdad que había llegado a su posición en la vida por el camino más duro. Nacido el 21 de octubre de 1869, en el hogar de sus padres en la diminuta aldea de Clayton, Carolina del Norte, Dodd formaba parte del estrato inferior de la sociedad blanca sureña, que todavía se sometía a las convenciones de clase en la época de anteguerra. Su padre, John D. Dodd, era campesino de pura subsistencia, apenas alfabetizado. Su madre, Evelyn Creech, descendía de un linaje mucho más elevado de Carolina del Norte, y consideraba que se había casado con alguien inferior. La pareja cultivaba algodón en unos campos que les había regalado el padre de Evelyn, y que apenas les daban para vivir. En los años posteriores a la guerra de Secesión, como la producción de algodón se hundió y los precios se desplomaron, la familia fue endeudándose en la tienda de la ciudad, que pertenecía a un pariente de Evelyn que era uno de los tres hombres privilegiados de Clayton, «hombres duros», los llamaba Dodd: «… comerciantes y amos aristocráticos de sus familiares».[13]

Dodd tenía varios hermanos, y pasó toda su juventud trabajando en las tierras de la familia. Aunque consideraba que aquel trabajo era honrado, no quería pasar el resto de su vida cultivando la tierra, y sabía que la única manera de que un hombre de su humilde procedencia pudiera evitar ese destino era mediante la educación. Se abrió paso con tesón, a veces centrándose tanto en sus estudios que los demás estudiantes le apodaban «Dodd el Monje»[14]. En febrero de 1891 ingresó en la Facultad Agrícola y Mecánica de Virginia (más tarde Virginia Tech). Allí también se mostró muy sobrio y centrado. Otros alumnos hacían travesuras[15] como pintar la vaca del rector de la facultad, o representar falsos duelos para convencer a los novatos de que habían matado a sus adversarios. Dodd se limitaba a estudiar. Obtuvo el título de licenciado en 1895, y la maestría en 1897, cuando tenía veintisiete años.

Con el apoyo de un venerado miembro de la facultad y un préstamo de un amable tío abuelo, Dodd partió en 1897 hacia Alemania, a la Universidad de Leipzig, para iniciar sus estudios de doctorado. Se llevó la bicicleta. Decidió dedicar su tesis a Thomas Jefferson, a pesar de que evidentemente resultaría difícil conseguir documentos norteamericanos del siglo XVIII en Alemania. Dodd asistió a las clases necesarias y encontró archivos de material relevante en Londres y Berlín. También viajó mucho, a menudo con su bicicleta, y una y otra vez le sorprendió el ambiente militarista que dominaba Alemania. En un momento dado, uno de sus profesores favoritos inició una discusión sobre el tema: «¿Estaría indefenso Estados Unidos si lo invadiera un ejército alemán?».[16] Toda esa belicosidad prusiana inquietaba mucho a Dodd. Escribió: «Había demasiado espíritu bélico por todas partes».[17]

Dodd volvió a Carolina del Norte a finales del otoño de 1899, y tras meses de búsqueda, al final consiguió un puesto como instructor en la facultad Randolph-Macon de Ashland, Virginia.[18] También reanudó entonces su amistad con una joven llamada Martha Johns, hija de un terrateniente acomodado que vivía junto a la ciudad natal de Dodd. La amistad floreció y se convirtió en romance, y en Nochebuena de 1901, se casaron.

En Randolph-Macon, Dodd se metió en líos enseguida. En 1902 publicó un artículo en Nation en el cual atacaba una campaña del Grand Camp de Veteranos Confederados para que Virginia prohibiese un texto histórico que los veteranos consideraban una afrenta al honor sureño. Dodd denunciaba la idea de los veteranos de que la única historia válida era aquella que sostenía que el Sur «tuvo toda la razón al segregarse de la Unión».

La reacción fue inmediata. Un importante abogado del movimiento de veteranos inició una campaña para que Dodd fuese despedido de Randolph-Macon. La facultad dio todo su apoyo a Dodd. Un año más tarde, Dodd volvió a atacar a los veteranos, esta vez en un discurso ante la Sociedad Histórica Americana, en el cual condenaba sus esfuerzos por «eliminar de las escuelas todos los libros que no se ajustasen a su modelo de patriotismo local». Clamaba que «ningún hombre fuerte y honrado podría permanecer en silencio ante esto».

La estatura de Dodd como historiador fue en aumento, así como su familia. Tuvo un hijo en 1905, y una hija en 1908. Reconociendo que un aumento de salario podía ser útil, y que la presión de sus enemigos del Sur probablemente no cedería, Dodd presentó su candidatura para una vacante en la Universidad de Chicago. Consiguió el trabajo y en el frío enero de 1909, cuando tenía treinta y nueve años, él y su familia se mudaron a Chicago, donde seguiría durante el siguiente cuarto de siglo. En octubre de 1912,[19] sintiendo el llamamiento de su herencia y con la necesidad de afirmar su credibilidad como auténtico demócrata jeffersoniano, se compró una granja. El extenuante trabajo que tanto le disgustaba de niño ahora se había convertido para él en una diversión relajante y un romántico regreso al pasado de Estados Unidos.

Dodd también descubrió un interés pertinaz por la vida política,[20] que recibió un fuerte impulso en agosto de 1916 cuando acudió al Despacho Oval de la Casa Blanca para reunirse con el presidente Woodrow Wilson. El encuentro, según un biógrafo, «alteró profundamente su vida».

Dodd estaba cada vez más inquieto por las señales que indicaban que Estados Unidos se encaminaba a la intervención en la Primera Guerra Mundial, que entonces tenía lugar en Europa. Su experiencia en Leipzig no le había dejado duda alguna de que sólo Alemania era responsable de iniciar la guerra, para satisfacer los anhelos de los industriales y aristócratas alemanes, los Junkers, a quienes él comparaba con la aristocracia sureña anterior a la guerra de Secesión americana. Ahora veía surgir una hubris similar por parte de las propias élites industriales y militares norteamericanas. Cuando un general del ejército intentó incluir a la Universidad de Chicago en una campaña nacional para disponer a la nación para la guerra, Dodd se molestó y llevó su queja directamente al comandante en jefe.

Dodd sólo quería pasar diez minutos con Wilson, pero estuvo mucho más, y se encontró tan plenamente seducido como si hubiese recibido una ración de las pócimas mágicas de los cuentos de hadas. Llegó a creer que el presidente tenía razón al defender la intervención de Estados Unidos en la guerra. Para Dodd, Wilson se convirtió en la encarnación moderna de Jefferson. A lo largo de los siete años siguientes, ambos se hicieron amigos; Dodd escribió la biografía de Wilson y a su muerte, el 3 de febrero de 1924, le lloró con sentimiento.

Al final, acabó por ver a Franklin Roosevelt como un igual de Wilson, y se entregó totalmente a la campaña de Roosevelt de 1932, hablando y escribiendo a su favor en todas las oportunidades que tuvo. Si tenía esperanzas de convertirse en miembro del círculo más íntimo de Roosevelt, sin embargo, Dodd se decepcionó enseguida, viéndose confinado a los deberes cada vez más insatisfactorios del mundo académico.

* * *

Ahora tenía ya sesenta y cuatro años, y su forma de dejar alguna huella en el mundo sería su historia del Viejo Sur, que también, casualmente, era lo único que todas las fuerzas del universo parecían aliadas para entorpecer, incluyendo la política universitaria de no encender la calefacción en los edificios los domingos.

Cada vez pensaba más en dejar la universidad[21] a cambio de algún cargo que le diera tiempo para escribir, «antes de que fuera demasiado tarde». Se le ocurrió la idea de que el trabajo ideal podía ser un cargo poco exigente dentro del Departamento de Estado, quizá como embajador en Bruselas o en La Haya. Creía tener la importancia suficiente como para que le tuvieran en cuenta para aquel destino, aunque tendía a verse a sí mismo como alguien mucho más influyente en los asuntos nacionales de lo que era en realidad. Había escrito a menudo para aconsejar a Roosevelt sobre asuntos económicos y políticos, tanto antes como inmediatamente después de la victoria de Roosevelt. Sin duda enfureció mucho a Dodd recibir una carta que afirmaba que aunque el presidente quería que se contestase de inmediato a cualquier carta dirigida a su despacho, no podía responderlas todas él en persona en un plazo adecuado, y por tanto le pedía a su secretario que lo hiciese en su lugar.

Dodd, sin embargo, tenía buenos amigos muy cercanos a Roosevelt, incluido el nuevo secretario de Comercio, Daniel Roper. El hijo y la hija de Dodd eran para Roper como sobrino y sobrina, lo suficientemente cercanos para que Dodd no sintiese reparo alguno en enviar a su hijo como intermediario para preguntarle a Roper si la nueva administración consideraba adecuado nombrar a Dodd como ministro plenipotenciario en Bélgica o los Países Bajos. «Hay puestos en los que el gobierno debe tener a alguien,[22] aunque el trabajo no sea duro», le dijo Dodd a su hijo. Le confió que principalmente le motivaba su necesidad de completar su Viejo Sur. «No deseo recibir ningún nombramiento de Roosevelt, pero no quiero verme frustrado en el objetivo a largo plazo de una vida».

En resumen: Dodd quería una sinecura, un trabajo que no fuese demasiado exigente y que le proporcionase un cierto estatus y el dinero suficiente para ganarse la vida, y, lo más importante, que le dejase mucho tiempo para escribir, esto a pesar de reconocer que servir como diplomático no era algo demasiado adecuado para su carácter. «Para la alta diplomacia (Londres, París, Berlín), yo no soy adecuado»,[23] escribió a su mujer a principios de 1933. «Me preocupa mucho que tú también lo consideres así. Sencillamente, no soy astuto ni tengo dos caras, algo necesario para “mentir por el país en el extranjero”. Si fuera así, podría ir a Berlín y doblar la rodilla ante Hitler… y volver a aprender a hablar en alemán.» Pero, añadía, «¿por qué perder el tiempo escribiendo sobre ese asunto? ¿Quién querría vivir en Berlín durante los cuatro años próximos?».

Ya fuera por la conversación de su hijo con Roper o por la actuación de otras fuerzas, el nombre de Dodd pronto empezó a sonar. El 15 de marzo de 1933, durante una estancia en su granja de Virginia, fue a Washington a reunirse con el nuevo secretario de Estado de Roosevelt, Cordell Hull, con quien se había visto en varias ocasiones anteriores. Hull era alto, con el pelo plateado, la barbilla hendida y la mandíbula fuerte.[24] Externamente parecía la encarnación física de todo aquello que debería ser un secretario de Estado, pero todos aquellos que le conocían mejor habían comprendido que cuando se enfadaba tenía una propensión muy impropia de un estadista a dejar escapar una lluvia de improperios, y que sufría de ciertos impedimentos del habla que convertían sus «r» en «g», a la manera del personaje de dibujos animados Elmer Fudd. Un rasgo del que Roosevelt se mofaba privadamente de vez en cuando, como en una ocasión en que habló de los «tgatados comegciales» de Hull. Hull, como de costumbre, llevaba cuatro o cinco lápices rojos en el bolsillo de su camisa, sus herramientas favoritas. Abordó la posibilidad de que Dodd recibiera un nombramiento para Holanda o Bélgica, exactamente lo que esperaba Dodd. Pero de repente, obligado a imaginar la realidad del día a día de lo que podía representar aquella vida, Dodd se echaba atrás. «Después de estudiar con detenimiento la situación», escribió en su pequeño diario de bolsillo, «le dije a Hull que no podía aceptar un cargo semejante».[25]

No obstante, su nombre seguía circulando.

Y aquel jueves de junio su teléfono empezó a sonar. Cuando se llevó el receptor al oído, oyó una voz que reconoció de inmediato.