Capítulo 9
LA MUERTE ES LA MUERTE
Dodd quería mantener la objetividad de su postura a pesar de sus primeros encuentros con visitantes que habían experimentado una Alemania muy distinta del reino alegre y soleado a través del que caminaba cada mañana. Uno de esos visitantes fue Edgar A. Mowrer, por aquel entonces el corresponsal más famoso de Berlín y centro de un torbellino de controversias. Además de informar para el Chicago Daily News, Mowrer había escrito un libro superventas, Germany Puts the Clock Back (Alemania retrasa el reloj), que enfureció mucho a los dirigentes nazis, hasta el punto de que los amigos de Mowrer creían que se enfrentaba a un peligro mortal. El gobierno de Hitler quería que saliese del país. Mowrer quería quedarse y fue a ver a Dodd para pedirle que intercediera.
Mowrer era objetivo de las iras nazis desde hacía tiempo. En sus despachos desde Alemania había conseguido penetrar bajo la pátina de normalidad y captar unos acontecimientos que parecían increíbles, y usó técnicas periodísticas novedosas para hacerlo. Una de sus principales fuentes de información era su médico, un judío que era hijo del gran rabino de Berlín.[246] Cada dos semanas Mowrer pedía hora para ir a verle, en apariencia por un persistente problema de garganta. Cada vez el médico le entregaba un informe mecanografiado de los últimos excesos cometidos por los nazis, un método que funcionó hasta que el médico empezó a sospechar que seguían a Mowrer. Así que acordaron un nuevo punto para sus entrevistas: cada miércoles a las 11:45 de la mañana se reunían en los urinarios públicos bajo la plaza Potsdamer. Se colocaban en compartimentos contiguos. El médico dejaba caer el último informe y Mowrer lo recogía.
Putzi Hanfstaengl intentó socavar la credibilidad de Mowrer haciendo correr el falso rumor de que el motivo de que sus artículos fuesen tan agresivamente críticos es que era judío «en secreto».[247] De hecho, la misma idea se le había ocurrido a Martha. «Me sentía inclinada a creer que era judío»,[248] decía ella, «consideré que su animosidad se veía espoleada sólo por su conciencia racial».
Mowrer se sentía desolado al ver que el mundo exterior era incapaz de ver lo que estaba ocurriendo realmente en Alemania. Incluso supo que su propio hermano había llegado a dudar de la veracidad de sus informes.
Mowrer invitó a cenar a Dodd en su apartamento que daba al Tiergarten, e intentó explicarle determinadas realidades ocultas. «No sirvió de nada», explicó Mowrer. «No me hizo caso.»[249] Ni siquiera los periódicos ataques a norteamericanos parecieron alterar al embajador, recordaba Mowrer: «Dodd anunció que no tenía deseo alguno de mezclarse en los asuntos alemanes».
Dodd, por su parte, decía que Mowrer era «casi tan vehemente en ese sentido como los nazis».[250]
Las amenazas contra Mowrer fueron en aumento. Dentro de la jerarquía nazi se hablaba de infligir daño físico al corresponsal. El jefe de la Gestapo, Rudolf Diels, se sintió obligado a avisar a la embajada de Estados Unidos de que Hitler se ponía furioso cuando se mencionaba el nombre de Mowrer.[251] A Diels le preocupaba que algún fanático matase a Mowrer o bien «le borrase del mapa», y aseguraba que había asignado a determinados hombres «de responsabilidad» de la Gestapo para que vigilasen discretamente al corresponsal y a su familia.
Cuando el jefe de Mowrer, Frank Knox, propietario del Chicago Daily News, se enteró de esas amenazas, decidió trasladar a Mowler fuera de Berlín. Le ofreció la corresponsalía del periódico en Tokio. Mowrer aceptó a regañadientes, sabiendo que más tarde o más temprano acabaría expulsado de Alemania, pero insistió en quedarse hasta octubre, en parte para demostrar que él no se doblegaba ante las intimidaciones, pero sobre todo, porque quería cubrir el espectáculo anual del Partido Nazi en Núremberg, que debía empezar el 1 de septiembre. Aquel mitin, el «Día de la Victoria del Partido», prometía ser más grande todavía.
Los nazis querían que se fuese de inmediato. Aparecieron unas Tropas de Asalto ante su oficina. Siguieron a sus amigos y amenazaron al personal de su oficina. En Washington, el embajador de Alemania en Estados Unidos notificó al Departamento de Estado que a causa de la «justa indignación de la gente»,[252] el gobierno no podía esperar que Mowrer permaneciera ileso.
Al llegar ese momento, incluso sus compañeros corresponsales estaban preocupados. H. R. Knickerbocker y otro reportero fueron a ver al cónsul general Messersmith y le pidieron que convenciera a Mowrer de que se fuera. Messersmith se mostró reacio. Conocía bien a Mowrer, y respetaba su valor al enfrentarse a las amenazas nazis. Temía que Mowrer pudiese ver su intercesión como una traición. Sin embargo, accedió a intentarlo.
Fue «una de las conversaciones más difíciles que he tenido jamás»,[253] diría posteriormente Messersmith. «Cuando vio que yo me unía a sus otros amigos e intentaba persuadirle también de que se fuera, las lágrimas aparecieron en sus ojos y me miró lleno de reproches.» Sin embargo, Messersmith tenía la sensación de que su deber era convencer a Mowrer de que se fuera.
Mowrer se rindió «con un gesto de desesperación», y abandonó el despacho de Messersmith.
Entonces Mowrer llevó su caso directamente al embajador Dodd, pero Dodd también creía que debía irse, no sólo por su propia seguridad, sino también porque sus reportajes estaban añadiendo mucha tensión a lo que ya era un entorno diplomático realmente difícil.
Dodd le dijo: «De todos modos, aunque no le trasladase su periódico, yo seguiría insistiendo en este punto… ¿No lo haría para evitar complicaciones?».[254]
Mowrer cedió al fin. Accedió a partir el 1 de septiembre, el primer día del mitin de Núremberg que tanto deseaba cubrir.
Martha escribió más tarde que Mowrer «nunca perdonó del todo a mi padre por su consejo».[255]
* * *
Otro de los primeros visitantes que tuvo Dodd fue, tal y como él mismo dijo, «quizá el químico más famoso de toda Alemania»,[256] aunque no lo parecía. Era de tamaño menudo y completamente calvo, con un bigote gris y estrecho y los labios gruesos. Su rostro era cetrino, y su aspecto en general, el de un hombre mucho más viejo.
Se llamaba Fritz Haber. Ese nombre era muy conocido y reverenciado por cualquier alemán, o lo había sido hasta el advenimiento de Hitler. Hasta hacía poco, Haber fue director del famoso Instituto Káiser Guillermo de Física y Química. Era un héroe de guerra, y había obtenido el premio Nobel. Esperando acabar con el punto muerto en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, Haber inventó el gas venenoso de cloro. Diseñó lo que se conocía como la regla de Haber, una fórmula, C × t = k, elegante y letal:[257] una baja exposición al gas durante un largo período tendría el mismo resultado que una alta exposición en un corto período. También inventó la manera de distribuir su gas venenoso por el frente, y él mismo estaba presente en 1915 cuando lo usaron por primera vez contra las fuerzas francesas en Ypres. A nivel personal, aquel día en Ypres le costó mucho.[258] Su mujer, Clara, que tenía treinta y dos años, hacía tiempo que condenaba su trabajo por inhumano e inmoral, y le pidió que parase, pero a tales preocupaciones él daba siempre la misma respuesta: la muerte es la muerte, sea cual sea la causa. Nueve días después del ataque con gas de Ypres, ella se suicidó. A pesar de las protestas internacionales por su investigación sobre el gas venenoso, Haber obtuvo el premio Nobel de Química de 1918 por descubrir la forma de extraer el nitrógeno del aire y por tanto permitir la manufactura de fertilizantes baratos a gran escala… y por supuesto, también pólvora.
A pesar de su conversión al protestantismo anterior a la guerra, Haber fue clasificado bajo las nuevas leyes nazis como no ario, pero una excepción que se concedía a los veteranos de guerra judíos le permitió seguir siendo director del instituto. Muchos científicos judíos de su personal no estaban incluidos en la excepción, sin embargo, y el 21 de abril de 1933 Haber recibió la orden de despedirlos. Luchó contra esa orden, pero encontró pocos aliados. Hasta su amigo Max Planck le ofreció un tibio consuelo. «En medio de este profundo abatimiento»,[259] decía Planck, «mi único consuelo es que vivimos en un tiempo de catástrofes como las que ocurren en toda revolución, y debemos soportar gran parte de lo que ocurre como un fenómeno de la naturaleza, sin torturarnos pensando que las cosas podrían haber sido de una forma distinta».
Haber no lo veía así. En lugar de tener que despedir a sus amigos y colegas, dimitió.
Entonces (el 28 de julio de 1933), cuando le quedaban ya muy pocas opciones, acudió al despacho de Dodd en busca de ayuda, llevando una carta de Henry Morgenthau hijo, jefe del Consejo Federal de Agricultura de Roosevelt (y futuro secretario del Tesoro). Morgenthau era judío y defensor de los refugiados judíos.
Cuando Haber le contó su historia, «temblaba de pies a cabeza»,[260] escribió Dodd en su diario, y decía también que el relato de Haber «es la historia más triste de persecución judía que he oído nunca».[261] Haber tenía sesenta y cinco años, el corazón delicado, y ahora se le negaba la pensión que tenía garantizada bajo las leyes de la República de Weimar, que precedió inmediatamente al Tercer Reich de Hitler. «Deseaba saber las posibilidades que ofrecía Estados Unidos para emigrantes con historiales distinguidos en ciencia», decía Dodd.[262] «Sólo le pude decir que la ley no permitía ninguno en aquel momento, porque la cuota estaba llena.» Dodd prometió escribir al Departamento de Trabajo, que administraba las cuotas de inmigración, para preguntar «si se podía promulgar alguna normativa favorable para estas personas».
Se estrecharon la mano. Haber le dijo a Dodd que anduviese con mucho cuidado a la hora de comentar su caso con otros, «ya que las consecuencias podrían ser malas». Y luego Haber, un pequeño químico de aspecto gris que en tiempos fue uno de los científicos más importantes de Alemania, se fue.
«Pobre viejo», pensó Dodd, y luego se dio cuenta de que Haber en realidad sólo era un año mayor que él. «Un trato semejante», escribió Dodd en su diario, «sólo puede traer males al gobierno que practica una crueldad tan terrible».
Dodd descubrió demasiado tarde que lo que le había dicho a Haber, sencillamente, no era correcto. A la semana siguiente, el 5 de agosto, Dodd escribió a Isador Lubin, jefe del Departamento de Estadísticas Laborales de Estados Unidos: «Ya sabrá que la cuota está llena, y probablemente se dará cuenta de que a un gran número de personas excelentes les gustaría emigrar a Estados Unidos, aunque tengan que sacrificar sus propiedades al hacerlo».[263] A la luz de todo esto, Dodd quería saber si el Departamento de Trabajo había descubierto algún medio por el cual «las personas que más lo merezcan puedan ser admitidas».
Lubin entregó la carta de Dodd al coronel D. W. MacCormack, comisionado de inmigración y naturalización, que el 23 de agosto contestó a Lubin y le dijo: «Parece que el embajador está mal informado sobre este asunto».[264] De hecho, sólo se había emitido una pequeña fracción de visados permitidos por la cuota alemana, y el fallo, esto lo dejaba claro MacCormack, había sido del Departamento de Estado y Asuntos Exteriores, y su entusiasta aplicación de la cláusula que impedía la entrada a las personas «que pudieran convertirse en una carga pública».
Nada en los documentos de Dodd explica por qué creía que la cuota estaba completa.
Todo esto llegó demasiado tarde para Haber. Se fue a Inglaterra a enseñar en la Universidad de Cambridge,[265] una resolución aparentemente feliz, pero se encontraba perdido en una cultura ajena, arrancado de su pasado, y sufriendo los efectos de un clima inhóspito. Al cabo de seis meses de salir del despacho de Dodd, durante una convalecencia en Suiza, sufrió un ataque al corazón que resultó fatal, y su muerte no fue lamentada por la nueva Alemania. Sin embargo, al cabo de una década, el Tercer Reich encontraría un nuevo uso para la regla de Haber, y para un insecticida que Haber había inventado en su instituto, compuesto en parte por gas de cianuro y que se usaba normalmente para fumigar estructuras usadas para el almacenaje de grano. Al principio lo llamaron Zyklon A, pero los químicos alemanes lo transformarían en una variante mucho más letal: Zyklon B.[266]
* * *
A pesar de esta entrevista, Dodd seguía convencido de que el gobierno se estaba volviendo más moderado y que los malos tratos de los nazis hacia los judíos iban en disminución. Lo dijo así en una carta al rabino Wise, del Congreso Judío Americano, con quien se había reunido en el Century Club de Nueva York, y que había ido de pasajero con él en el mismo barco hacia Alemania.
El rabino Wise estaba asombrado. En su respuesta del día 28 desde Ginebra, decía: «¡Cómo desearía compartir su optimismo![267] Sin embargo, debo decirle que cada palabra de un montón de refugiados en Londres y París en las últimas dos semanas me lleva a pensar que lejos de haber, como usted cree, una mejora, las cosas se están volviendo más graves y más opresivas para los judíos alemanes de día en día. Estoy seguro de que mi impresión sería compartida por los hombres con los que se reunió en la pequeña conferencia del Century Club». Le recordaba a Dodd la reunión en Nueva York a la que éste había asistido con Wise, Felix Warburg y otros líderes judíos.
En privado, en una carta a su hija, Wise decía que a Dodd «le están mintiendo».[268]
Dodd se atuvo a su punto de vista. Como respuesta a la carta de Wise, Dodd replicaba que «las muchas fuentes de información abiertas a la oficina me parecen indicar un deseo de ceder en el problema judío.[269] Por supuesto, se sigue informando de muchos incidentes de carácter enormemente desagradable. Estos me parecen la resaca de la agitación anterior. Aunque no estoy dispuesto en absoluto a excusar o disculparme por tales condiciones, estoy convencido de que los dirigentes del gobierno se inclinan hacia una política más suave en cuanto sea posible».
Y añadía: «Por supuesto, usted sabe que el gobierno no puede intervenir en estos asuntos internos. Lo único que podemos hacer es presentar el punto de vista americano e insistir en las desgraciadas consecuencias de que se prosiga una política semejante». Le decía a Wise que se oponía a una protesta abierta. «Considero que… la mayor influencia que podemos ejercer en favor de una política más amable y humana debe aplicarse extraoficialmente y a través de conversaciones privadas con hombres que ya empiezan a ver los riesgos implicados».
Wise estaba tan preocupado por el hecho de que Dodd fuese incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo realmente que le ofreció acudir a Berlín y, según le dijo a su propia hija, Justine, «contarle unas verdades que de otro modo quizá no oiga».[270] En aquel momento Wise viajaba por Suiza. Desde Zúrich, de nuevo rogó «a Dodd por teléfono que dispusiera mi viaje en avión a Berlín».
Pero Dodd se negó. Wise era demasiado conocido en Alemania, y se le odiaba demasiado. Su foto aparecía en el Völkischer Beobachter y Der Stürmer demasiado a menudo. Tal como relataba Wise en sus memorias, Dodd temía «que pudieran reconocerme, sobre todo a causa de mi pasaporte inconfundible, y diera lugar a un “incidente desagradable” al aterrizar en un lugar como Núremberg».[271] El embajador no se dejó convencer por la sugerencia de Wise de que un oficial de la embajada le esperase en el aeropuerto, y le custodiara a lo largo de toda su estancia.
Mientras estaba en Suiza, Wise asistió a la Conferencia Judía Mundial en Ginebra, donde introdujo una resolución que solicitaba un boicot mundial para el comercio alemán. La resolución se aprobó.
* * *
Wise se habría sentido más animado si hubiera sabido que el cónsul general Messersmith tenía una visión mucho más sombría de los acontecimientos que Dodd. Aunque Messersmith estaba de acuerdo en que los incidentes de violencia explícita contra los judíos habían disminuido mucho, éstos se habían visto sustituidos por una forma de persecución que era mucho más insidiosa y penetrante. En un despacho al Departamento de Estado indicaba: «En breve, se puede decir que la situación de los judíos en todos los aspectos excepto su seguridad personal se está volviendo cada vez más difícil, que las restricciones se hacen más efectivas diariamente en la práctica, y que aparecen constantemente nuevas restricciones».[272]
Citaba algunos casos nuevos. A los dentistas judíos se les prohibía hacerse cargo de pacientes bajo el sistema de la seguridad social alemana, un eco de lo que había ocurrido aquel mismo año a los médicos. Una nueva «oficina alemana de la moda» acababa de excluir también a los sastres judíos e impedir que participasen en una muestra de moda que se iba a celebrar. Los judíos y cualquiera que tuviese un aspecto no ario tenían prohibido hacerse policías. Y los judíos, decía también Messersmith, oficialmente tenían prohibido bañarse en la playa de Wannsee.
Estaba de camino una persecución mucho más sistemática aún, según explicaba Messersmith. Se había enterado de que se estaba redactando una nueva ley que privaría de manera efectiva a los judíos de su ciudadanía y de todos sus derechos civiles. Los judíos de Alemania, afirmaba, «contemplan esa proposición de ley como el golpe moral más grave que se les puede infligir. Se les está privando prácticamente de todos los medios de ganarse la vida, y creen que la nueva ley de ciudadanía pretende despojarles de todos sus derechos civiles».
El único motivo de que el borrador no se hubiese convertido en ley todavía, según se había enterado Messersmith, era que por el momento los hombres que estaban detrás temían «la opinión pública desfavorable que puede surgir en el extranjero». El borrador llevaba nueve semanas circulando, y esto impulsaba a Messersmith a concluir su despacho con un toque de esperanza. «El hecho de que la ley lleve tanto tiempo en consideración puede resultar una indicación de que en su forma final será menos radical de lo que se ha contemplado ya», afirmaba.
* * *
Dodd reiteró su compromiso con la objetividad y la comprensión en una carta que escribió el 12 de agosto a Roosevelt, en la cual explicaba que aunque no aprobaba el trato que daba Alemania a los judíos, ni la tendencia de Hitler a restaurar el poder militar del país, «fundamentalmente, creo que un pueblo tiene derecho a gobernarse a sí mismo y que otros pueblos deben ejercer la paciencia aunque existan crueldades e injusticias. Demos a la gente una oportunidad de poner a prueba sus planes».[273]