1933
EL HOMBRE DETRAS DE LA CORTINA
Era habitual que los norteamericanos residentes en el extranjero visitasen el consulado de Estados Unidos en Berlín, pero no en el estado en que se encontraba aquel hombre que llegó un jueves, 29 de junio de 1933. Se trataba de Joseph Schachno,[1] de treinta y un años, médico de Nueva York que hasta hacía poco practicaba la medicina en un barrio de Berlín. Ahora estaba desnudo en una de las salas de reconocimiento con cortinas del primer piso del consulado, donde en otros momentos más aburridos, un cirujano de la salud pública examinaba a los solicitantes de visado que querían emigrar a Estados Unidos. Tenía la piel de casi todo el cuerpo arrancada.
Dos oficiales consulares llegaron y entraron en la sala de reconocimiento. Uno de ellos era George S. Messersmith, cónsul general norteamericano para Alemania desde 1930 (sin relación alguna con Wilhelm Messerschmitt, apodado «Willy», ingeniero aeronáutico alemán). Como hombre de alto rango del Servicio de Exteriores en Berlín, Messersmith supervisaba los diez consulados norteamericanos situados en ciudades de toda Alemania. Junto a él se encontraba el vicecónsul, Raymond Geist. Normalmente Geist era frío e imperturbable, un subalterno ideal, pero Messersmith se dio cuenta de que Geist estaba pálido y temblaba intensamente.
Ambos hombres se quedaron conmocionados por el aspecto que presentaba Schachno. «Desde el cuello hasta los talones[2] era una masa de carne viva», dijo Messersmith. «Le habían azotado con látigos y de todas las maneras imaginables, hasta quedar literalmente en carne viva, sangrando. Le eché una mirada y corrí todo lo rápido que pude hasta uno de los lavabos donde él [el cirujano de salud pública] se lavaba las manos.»
La paliza, según le dijeron a Messersmith, había tenido lugar nueve días antes, pero las heridas todavía seguían frescas. «Desde los omoplatos hasta las rodillas,[3] después de nueve días, todavía había marcas que mostraban que le habían dado fuerte por ambos lados. Las nalgas estaban prácticamente sin piel, y grandes zonas de su alrededor también carecían de piel. En algunos lugares la carne había quedado reducida a pulpa.»
Si era así nueve días después, se preguntaba Messersmith, ¿qué aspecto debieron de tener las heridas inmediatamente después de la paliza?
La historia era la siguiente:
La noche del 21 de junio, Schachno recibió en su casa la visita de un escuadrón de hombres uniformados que respondían a una denuncia anónima según la cual él era un posible enemigo del Estado. Aquellos hombres registraron la casa, y aunque no encontraron nada, se lo llevaron a su cuartel general. Ordenaron a Schachno que se desnudara e inmediatamente dos hombres con un látigo le sometieron a una paliza prolongada y sistemática. Después le soltaron. De alguna manera consiguió llegar a su casa, y desde allí él y su mujer corrieron al centro de Berlín, a la residencia de la madre de su esposa. Estuvo en cama una semana. En cuanto se sintió capaz, acudió al consulado.
Messersmith ordenó que le llevaran a un hospital y aquel mismo día le entregó un pasaporte nuevo de Estados Unidos. Poco después Schachno y su mujer volaron a Suecia y de allí a Estados Unidos.
Desde que nombraron a Hitler como canciller en enero se habían producido palizas y arrestos de ciudadanos norteamericanos, pero nada tan grave como aquello, aunque miles de alemanes nativos también habían experimentado un trato semejante y a menudo incluso peor. Para Messersmith no era más que otro indicador de la realidad de la vida con Hitler. El comprendía que toda aquella violencia representaba algo más que un espasmo pasajero. Algo fundamental había cambiado en Alemania.
El lo entendía, sí, pero estaba convencido de que había pocas personas que lo comprendieran en Estados Unidos. Cada vez le incomodaba más ser incapaz de hacer ver al mundo la verdadera magnitud de la amenaza de Hitler. El tenía clarísimo que Hitler estaba preparando a Alemania para una guerra de conquista en secreto y de la manera más agresiva. «Desearía que la gente en nuestro país lo comprendiera realmente»,[4] escribió en un despacho de junio de 1933 al Departamento de Estado, «porque siento que tendrían que entender de qué manera tan definitiva se está desarrollando ese espíritu marcial en Alemania. Si este gobierno sigue en el poder otro año más y sigue comportándose de la misma forma, avanzará mucho en el camino de convertir a Alemania en un peligro para la paz mundial en los años venideros».
Añadía: «Con pocas excepciones, los hombres que dirigen este gobierno tienen una mentalidad que ustedes y yo no podemos comprender. Algunos de ellos son auténticos psicópatas, que en otro lugar cualquiera estarían recibiendo tratamiento».
Pero Alemania todavía no tenía un embajador de Estados Unidos residente. El embajador anterior, Frederic M. Sackett, se había retirado en marzo, después de la toma de posesión de Franklin D. Roosevelt como nuevo presidente. (El día de la investidura en 1933 tuvo lugar el 4 de marzo[5]).Durante casi cuatro meses el puesto había quedado vacante, y no se esperaba que llegase un sustituto hasta pasados otros tres meses más. Messersmith no conocía personalmente a aquel hombre, sólo sabía lo que había oído contar de él a sus muchos contactos en el Departamento de Estado. Lo que no sabía era que el nuevo embajador se vería arrojado a un torbellino de brutalidad, corrupción y fanatismo, y tendría que ser un hombre de fuerte carácter, capaz de transmitir los intereses y el poder de Estados Unidos, porque lo único que entendían Hitler y sus hombres era el poder.
Sin embargo, se decía que el nuevo embajador era un hombre sencillo, que había prometido que llevaría una vida modesta en Berlín como gesto solidario hacia sus compatriotas americanos que habían quedado en la indigencia debido a la Depresión. Increíble: el nuevo embajador incluso se llevaba su propio coche a Berlín, un baqueteado y viejo Chevrolet, para subrayar su frugalidad[6]. En una ciudad donde los hombres de Hitler conducían enormes turismos negros del tamaño casi de un autobús urbano.