Capítulo 40

RETIRO DE UN ESCRITOR

Las crecientes pruebas de opresión social y política causaban cada vez más y más preocupaciones a Martha, a pesar de su entusiasmo por los resplandecientes y rubios jóvenes a quienes atraía Hitler a miles. Uno de los momentos más importantes de su educación[648] llegó en mayo cuando un amigo, Heinrich Maria Ledig-Rowohlt, habitual en el salón de Mildred y Arvid Harnack, las invitó a ella y a Mildred a acompañarle a visitar a uno de los pocos autores importantes que no se había unido a la gran huida de talentos artísticos de la Alemania nazi, un éxodo que incluía a Fritz Lang, Marlene Dietrich, Walter Gropius, Thomas y Heinrich Mann, Bertolt Brecht, Albert Einstein y el compositor Otto Klemperer, cuyo hijo, el actor Werner Klemperer, retrataría al amable y ofuscado comandante nazi de un campo de concentración en la serie de televisión Los héroes de Hogan. Ledig-Rowohlt era hijo ilegítimo del editor Ernst Rowohlt y trabajaba como editor en la empresa de su padre. El autor en cuestión era Rudolf Ditzen, conocido universalmente por su seudónimo, Hans Fallada.[649]

Se suponía que la visita iba a tener lugar antes, aquel mismo año, pero Fallada la había pospuesto hasta mayo debido a su ansiedad por la publicación de su último libro, Antiguo delincuente. En aquel momento Fallada había conseguido una considerable fama mundial por su novela Pequeño hombre… ¿y ahora qué? sobre la lucha de una pareja durante la agitación económica y social de la República de Weimar. La ansiedad de Fallada por Antiguo delincuente se debía a que era la primera obra importante que publicaba desde que Hitler se había convertido en canciller. No estaba seguro de cuál era su posición a ojos de la Cámara de Cultura del Reich, de Goebbels, que se arrogaba el derecho de decidir lo que consideraba literatura aceptable. Intentando allanar el camino para su nuevo libro, Fallada incluía en su introducción una declaración que alababa a los nazis por conseguir que la espantosa situación que formaba el núcleo del libro no pudiera ocurrir ya. Incluso su editor, Rowohlt, pensaba que Fallada había ido demasiado lejos y le dijo que la introducción «parece, realmente, demasiado obsequiosa». Pero Fallada la mantuvo.

En los meses que siguieron a la ascensión de Hitler a la cancillería, los escritores alemanes que no eran nazis declarados se dividieron rápidamente en dos campos: los que creían que era inmoral seguir en Alemania y los que sentían que la mejor estrategia era resistir, alejarse lo más posible del mundo y esperar el colapso del régimen de Hitler. Este último enfoque se empezó a conocer como «inmigración interior»,[650] y era el camino que había elegido Fallada.

Martha le pidió a Boris que fuese también. El aceptó, a pesar de que su opinión previa de Mildred era que Martha debía evitarla.

* * *

Salieron la mañana del domingo 27 de mayo dispuestos a viajar tres horas hasta la granja de Fallada en Carwitz, en el país de los lagos, Mecklenburg, al norte de Berlín. Boris iba conduciendo su Ford, por supuesto, con la capota bajada. La mañana era fresca y agradable, las carreteras estaban casi vacías de tráfico. Una vez fuera de la ciudad, Boris aceleró. El Ford recorría a toda velocidad las carreteras campestres bordeadas de castaños y acacias, y el aire primaveral era fragante.

A mitad de camino del recorrido, el paisaje se fue oscureciendo. «Pequeñas y afiladas líneas de relámpagos iluminaban el cielo», recordaba Martha, «y la escena adquirió unos colores crudos y violentos, verde intenso y violeta eléctrico, lavanda y gris». Una lluvia súbita lanzaba goterones que explotaban contra el parabrisas, pero aun así, para el deleite de todos ellos, Boris mantenía la capota bajada. El coche iba corriendo a través de una nube de chubascos.

De pronto el cielo se aclaró, dejando un vapor rayado por el sol y un color repentino, como si corrieran a través de un cuadro. El aroma de la tierra recién humedecida perfumaba el aire.

Al acercarse a Carwitz entraron en un terreno lleno de colinas, praderas y brillantes lagos azules, enlazados por senderos arenosos. Las casas y graneros eran cajitas sencillas, con los tejados muy puntiagudos. Sólo estaban a tres horas de Berlín, pero aquel lugar parecía remoto y oculto.

Boris detuvo el Ford ante una antigua granja, junto a un lago. La casa se asentaba en una lengua de tierra llamada Bohnenwerder que sobresalía hacia el lago y que estaba salpicada de colinas.

Fallada salió de la casa seguido por un niño pequeño de unos cuatro años, y su rubia y pechugona esposa que llevaba en brazos a su segundo hijo, un bebé. Apareció también un perro dando saltos. Fallada era un hombre recio, con la cabeza cuadrada, la boca ancha y los pómulos tan redondos y duros que parecían pelotas de golf implantadas bajo la piel. Llevaba unas gafas con montura oscura y cristales redondos. El y su mujer acompañaron a los recién llegados a hacer un breve recorrido por la granja, que habían comprado con las ganancias de Pequeño hombre. A Martha le llamó mucho la atención lo contentos que parecían ambos.

Fue Mildred quien sacó el tema que estaba en el aire desde la llegada del grupo, aunque tuvo mucho cuidado de enmascararlo con muchos matices. Mientras ella y Fallada iban caminando hacia el lago, según un detallado relato que hizo uno de los biógrafos de Fallada, ella hablaba de su vida en Estados Unidos, y de lo mucho que disfrutaba al ir caminando por la orilla del lago Michigan.

Fallada dijo:

—Debe de ser difícil para usted vivir en un país extranjero, especialmente cuando le interesa la literatura y la lengua.

Cierto, respondió ella, «pero puede resultar igual de difícil vivir en el país propio, cuando nos interesa la literatura».

Fallada encendió un cigarrillo.

Hablando muy despacio, dijo:

—Yo nunca podría escribir en otra lengua, ni vivir en otro lugar que no fuese Alemania.

Mildred replicó:

—Quizá, herr Ditzen, sea menos importante dónde vive uno que cómo vive.

Fallada no dijo nada.

Al cabo de un momento, Mildred le preguntó:

—¿Se puede escribir lo que uno desea, en estos tiempos?

—Eso depende del punto de vista de cada uno —dijo. Había dificultades y exigencias, palabras que se debían evitar, pero al final, la lengua pervivía, dijo—. Sí, creo que se puede escribir aquí en estos tiempos, si uno observa las normas necesarias y cede un poco. No en las cosas importantes, por supuesto.

Mildred preguntó:

—¿Qué es importante y qué no lo es?

* * *

Comieron y tomaron café. Martha y Mildred fueron andando hasta la cima del Bohnenwerder para admirar la vista. Una suave neblina diluía los bordes y los colores y creaba una sensación conjunta de paz. Al volver abajo, sin embargo, el humor de Fallada se había vuelto tormentoso. El y Ledig-Rowohlt jugaron al ajedrez. Salió a la luz el tema del prólogo de Fallada a Delincuente, y Ledig-Rowohlt cuestionó su necesidad. Le dijo a Fallada que había sido tema de conversación durante el viaje a Carwitz. Al oír eso, Fallada se puso furioso. No le gustaba ser objeto de cotilleos y ser cuestionado cuando nadie tenía derecho a juzgarle, y mucho menos dos mujeres norteamericanas.

Cuando Martha y Mildred volvieron, la conversación continuó, y Mildred se unió a ella. Martha escuchaba con la mayor atención que podía, pero su alemán todavía no era tan experto como para captar todos los detalles y entenderlo todo. Sin embargo, podía asegurar que Mildred estaba «cuestionando delicadamente» la retirada del mundo de Fallada. Su disgusto al verse así retado era obvio.

Más tarde Fallada les hizo entrar en su casa: tenía siete habitaciones, luz eléctrica, un desván espacioso, y diversas estufas que la calentaban. Les enseñó su biblioteca, con muchas ediciones extranjeras de sus propios libros, y luego les llevó a la habitación en la que dormía su hijo pequeño. Martha escribió: «Desprendía intranquilidad e inhibición, aunque intentaba mostrarse orgulloso y feliz del bebé, del jardín que él mismo cuidaba, de su sencilla y pechugona esposa, de las muchas traducciones y ediciones de sus libros que se alineaban en los estantes. Pero era un hombre infeliz».

Fallada tomó fotos del grupo; Boris hizo otro tanto. Durante el viaje de vuelta a Berlín, los cuatro compañeros de nuevo hablaron de Fallada. Mildred le describía como un hombre cobarde y débil, pero luego añadió: «Tiene conciencia, y eso está bien. No es feliz, no es un nazi, no es incorregible».

Martha recogía otra impresión: «Vi la huella del miedo desnudo en la cara de un escritor por primera vez».

* * *

Fallada acabó por convertirse en una figura controvertida en la literatura alemana, vilipendiado en algunos casos por no enfrentarse a los nazis, y defendido en otros por no elegir el camino más seguro del exilio. En los años que siguieron a la visita de Martha, Fallada se vio cada vez más obligado a someter su escritura a las exigencias del Estado nazi. Se dedicó a preparar traducciones para Rowohlt, entre ellas la de Vivir con papá de Clarence Day, entonces muy popular en Estados Unidos, y a escribir obras inocuas que esperaba que no ofendiesen la sensibilidad nazi, entre ellas una colección de historias infantiles sobre una marioneta de cuerda de un niño, Hoppelpoppel, Wo bist du? (Hoppelpoppel, ¿dónde estás?).

Su carrera se revitalizó brevemente con la publicación en 1937 de una novela titulada Lobo entre lobos, que los dirigentes del partido interpretaron como un interesante ataque al mundo de la antigua Weimar, y que Goebbels mismo describía como «un libro soberbio». Aun así, Fallada iba haciendo cada vez más y más concesiones, y al final permitió que Goebbels escribiera el final de su siguiente novela, Gustav de hierro, que describía las penalidades de la vida durante la anterior guerra mundial. Fallada lo veía como una concesión prudente. «No me gustan los grandes gestos», decía, «ser asesinado ante el trono del tirano, sin sentido, para beneficio de nadie, y para detrimento de mis hijos, eso no es lo mío».

Reconocía, sin embargo, que sus diversas capitulaciones perjudicaban su escritura. Escribió a su madre que no estaba satisfecho con su obra. «No puedo actuar como quiero… si quiero seguir vivo. Y así este desgraciado da menos de lo que puede ofrecer.»

Otros escritores, en el exilio, miraban con desdén a Fallada y sus compañeros, los emigrantes interiores, que se rendían a los gustos y las exigencias del gobierno. Thomas Mann, que vivió en el extranjero todos los años de Hitler, más tarde escribió su epitafio: «Quizá sea una creencia supersticiosa, pero a mis ojos, cualquier libro que se imprimiese en Alemania entre 1933 y 1945 es peor que inútil, y es un objeto que nadie desea tocar. Un hedor a sangre y a vergüenza se les queda pegado. Deberían ser reducidos a pulpa».[651]

* * *

El temor y la opresión que Martha vio en Fallada no hizo más que coronar una creciente montaña de pruebas que a lo largo de la primavera habían empezado a erosionar su enamoramiento con la nueva Alemania. Su ciego apoyo al régimen de Hitler primero se fue apagando hasta convertirse en un cierto escepticismo favorable, pero a medida que se acercaba el verano, empezó a sentir una repulsión cada vez más profunda.

Mientras antes era capaz de desestimar el incidente de la paliza de Núremberg considerándola un episodio aislado, ahora reconocía que la persecución alemana de los judíos era un pasatiempo nacional. Le repelía el martilleo constante de la propaganda nazi que retrataba a los judíos como enemigos del Estado. Ahora escuchaba las charlas antinazis de Mildred y Arvid Harnack y a sus amigos, y ya no se sentía tan inclinada a defender a los «seres extraños» de la joven revolución que antes había encontrado tan fascinante. «En la primavera de 1934»,[652] escribía, «lo que había oído, visto y sentido me revelaba que las condiciones de vida eran peores que en los días anteriores a Hitler, que el sistema de terror más complicado y desgarrador regía el país y reprimía la libertad y la felicidad del pueblo, y que los líderes alemanes inevitablemente conducían a esas masas con gran docilidad y amabilidad hacia otra guerra, contra su voluntad y sin su conocimiento».

Todavía no estaba preparada, sin embargo, para declarar abiertamente su nueva actitud al mundo. «Todavía intentaba mantener mi hostilidad guardada y sin expresar.»

Por el contrario, la revelaba de una manera indirecta proclamando deliberadamente y a contracorriente un nuevo y enérgico interés por el mayor enemigo del régimen de Hitler, la Unión Soviética. Afirmaba: «Empezó a crecer en mi interior la curiosidad por la naturaleza de su gobierno, tan odiado en Alemania, y por su gente, de la que se decía que era despiadada».

Contra la voluntad de sus padres, pero animada por Boris, empezó a planear un viaje a la Unión Soviética.

* * *

En junio, Dodd había llegado a ver que el «problema judío», como seguía llamándolo, no había mejorado en absoluto. Ahora, le decía al secretario Hull en una carta, «la perspectiva de una cesación parece menos esperanzadora».[653] Como Messersmith, veía que la persecución lo invadía todo, aunque hubiese cambiado de carácter y se hubiera vuelto «más sutil y menos proclamada».

En mayo, decía, el Partido Nazi lanzó una campaña[654] contra «gruñones y criticones» destinada a dar nuevas energías al Gleichschaltung. Inevitablemente, creció también la presión sobre los judíos. El periódico de Goebbels, Der Angriff, empezó a instar a sus lectores «a vigilar con ojos agudos a los judíos, e informar de cualquiera de sus defectos», según escribía Dodd. Los propietarios judíos del Frankfurter Zeitung se vieron obligados a abandonar su control, igual que los últimos propietarios judíos del famoso imperio editorial Ullstein. A una gran empresa del caucho se le exigió que aportase pruebas de que no tenía empleados judíos antes de poder hacer ofertas a los municipios. De repente se requirió a la Cruz Roja alemana que certificase que sus nuevos contribuyentes eran de origen ario. Y dos jueces en dos ciudades distintas concedieron permiso a dos hombres para divorciarse de sus mujeres por el único motivo de que las mujeres eran judías, alegando que tales matrimonios producirían una descendencia mixta, que no haría más que debilitar la raza alemana.

Dodd afirmaba: «Esos casos y otros de menor importancia revelan un método distinto en el trato a los judíos: un método quizá calculado para tener menos repercusiones desde el extranjero, pero aun así, reflejando la decisión de los nazis de obligar a los judíos a salir del país».

La población aria de Alemania[655] también había experimentado una intensificación del control. En otro despacho escrito el mismo día, Dodd decía que el Ministerio de Educación había anunciado que la semana escolar se dividiría de tal modo que los sábados y miércoles por la tarde se pudiesen dedicar a las exigencias de las Juventudes Hitlerianas.

A partir de entonces el sábado se denominaría Staatsjugendtag, Día Estatal para la Juventud.

* * *

El tiempo seguía siendo cálido, con lluvias escasas. El sábado 2 de junio de 1934, con temperaturas sobre los veintiséis grados, el embajador Dodd escribía en su diario: «Alemania parece seca por primera vez; árboles y campos están amarillos. Los periódicos están llenos de artículos sobre la sequía en Bavaria y en Estados Unidos».[656]

En Washington, Moffat también tomaba nota del tiempo. En su diario hablaba del «gran calor»,[657] y citaba el domingo 20 de mayo como el día que había empezado con unas máximas de 34 grados. En su despacho.

Nadie lo sabía aún, pero Estados Unidos acababa de entrar en la segunda de una serie de sequías catastróficas que pronto convertirían las Grandes Llanuras en el Dust Bowl (cuenca de polvo).