Capítulo 16

UNA PETICION SECRETA

Los ataques contra norteamericanos, sus protestas, la impredecibilidad de Hitler y sus ayudantes, la necesidad de pisar con mucha delicadeza ante una conducta oficial que en cualquier otro lugar podía implicar pasar un tiempo en la cárcel, todo eso agotaba a Dodd. Se sentía agobiado por fuertes dolores de cabeza y problemas estomacales. En una carta a un amigo suyo describía su cargo de embajador como «ese asunto tan desagradable y difícil».[363]

Y además de todo esto se encontraban los problemas cotidianos con los que tienen que lidiar hasta los embajadores.

A mediados de septiembre los Dodd notaron que en el cuarto piso de su casa en Tiergartenstrasse, supuestamente ocupada sólo por Panofsky y su madre, se oía muchísimo ruido. Sin avisar por anticipado a Dodd llegó un equipo de carpinteros que cada día, a partir de las siete de la mañana, empezaban a martillear, aserrar y organizar un gran estrépito, y esto continuó así durante dos semanas. El 18 de septiembre Panofsky escribió una breve nota a Dodd: «Por la presente le informo de que a principios del mes próximo mi mujer y mis hijos volverán a Berlín de su estancia en el campo. Estoy convencido de que la comodidad de Su Excelencia y de la señora Dodd no se verá afectada, ya que mi aspiración es hacer que su estancia en mi casa sea lo más agradable posible».[364]

Panofsky trasladó a su mujer y sus hijos al cuarto piso, junto con varios criados.

Dodd estaba horrorizado. Escribió una carta a Panofsky, que luego obviamente corrigió mucho, tachando y modificando todas las frases, consciente de que aquel asunto era algo más que un tema rutinario entre el propietario y el arrendatario. Panofsky trasladaba a su familia de vuelta a Berlín porque la presencia de Dodd les daba seguridad. El primer borrador de Dodd insinuaba que quizá él tuviese que trasladar ahora a su propia familia y censuraba a Panofsky por no haber revelado sus planes en julio. De haberlo hecho, escribía Dodd, «no nos encontraríamos en una situación tan embarazosa».[365]

El borrador final de Dodd era mucho más suave. «Nos alegra mucho saber que usted se va a reunir con su familia», decía, en alemán. «Nuestra única preocupación es que sus hijos no podrán usar su propio hogar tan libremente como les gustaría. Nosotros compramos nuestra casa de Chicago para que nuestros hijos experimentaran las ventajas del aire libre. Me entristecería mucho tener la sensación de que podríamos entorpecer la libertad y el movimiento de sus hijos, al que tienen derecho. Si hubiésemos sabido cuáles eran sus planes en julio, no nos encontraríamos ahora en este aprieto.»

Los Dodd, como los inquilinos de los que se abusa en cualquier lugar del mundo, al principio decidieron tener paciencia y esperar que el nuevo estruendo que organizaban niños y criados fuera cediendo.

Pero no fue así. El ruido de idas y venidas y la aparición de niños pequeños causó algunos momentos incómodos, especialmente cuando los Dodd recibían a diplomáticos y dirigentes de alto nivel del Reich, estos últimos ya predispuestos a menospreciar las frugales costumbres de Dodd (sus trajes sencillos, ir andando al trabajo, el viejo Chevrolet). Y ahora, la llegada inesperada de una familia entera de judíos.

«Había demasiado ruido y molestias, especialmente dado que los deberes de mi cargo requerían frecuentes recepciones», escribió Dodd en un memorándum. «Creo que cualquiera habría dicho que era un acto de mala fe.»

Dodd consultó a un abogado.[366]

Los problemas con su casero y las crecientes exigencias de su cargo hacían que cada vez fuese más difícil para Dodd encontrar tiempo para trabajar en su Viejo Sur. Sólo era capaz de escribir en breves intervalos de tiempo por la tarde y los fines de semana. Tenía que hacer muchos esfuerzos para adquirir libros y documentos que hubiese sido muy sencillo localizar en Estados Unidos.

Sin embargo, lo que más pesaba en su ánimo era la irracionalidad del mundo en el que ahora se encontraba. Hasta cierto punto, era prisionero de su propia educación. Como historiador, había llegado a contemplar el mundo como producto de unas fuerzas históricas, y de las decisiones de personas más o menos racionales, y esperaba que los hombres que le rodeaban se comportasen de una manera civilizada y coherente. Pero el gobierno de Hitler no era ni civilizado ni coherente, y la nación iba dando bandazos de una situación inexplicable a otra.

Hasta el lenguaje usado por Hitler y los oficiales del partido estaba extrañamente invertido. El término «fanático» se convirtió en algo positivo. De repente, tenía la connotación que el filólogo Victor Klemperer, judío residente en Berlín, describía como «una mezcla feliz de valor y devoción ferviente».[367] Los periódicos controlados por los nazis informaban de una interminable sucesión de «votos fanáticos» y «declaraciones fanáticas» y «creencias fanáticas», todo ello cosas buenas. Se describía a Göring como «un amante fanático de los animales». Fanatischer Tierfreund.

Ciertas palabras muy antiguas estaban adquiriendo un nuevo uso oscuramente robusto, como averiguó Klemperer. Übermensch: superhombre. Untermensch: subhumano, queriendo decir «judío». También surgían palabras totalmente nuevas, entre ellas Strafexpedition, «expedición punitiva», el término que aplicaban las Tropas de Asalto para sus incursiones en barrios judíos y comunistas.

Klemperer detectó una cierta «histeria del lenguaje» en la nueva avalancha de decretos, alarmas e intimidaciones («¡esa perpetua amenaza con la pena de muerte!») y en extraños e inexplicables episodios de excesos paranoicos, como el reciente registro nacional. En todo ello Klemperer veía un esfuerzo deliberado por generar un suspense diario, «copiado del cine y las novelas de misterio americanas», que ayudaba a mantener a raya a la gente. También creía que era una manifestación de inseguridad de los que estaban en el poder. A finales de julio de 1933, Klemperer vio un noticiario cinematográfico en el que Hitler, con los puños apretados y la cara contraída, chillaba: «¡El 30 de enero ellos [aquí Klemperer pensaba que se refería a los judíos] se rieron de mí, y yo les borraré esa sonrisa de la cara!». A Klemperer le sorprendía mucho el hecho de que aunque Hitler intentaba transmitir omnipotencia, en realidad parecía que era presa de una rabia feroz e incontrolada, que paradójicamente tenía el efecto de invalidar sus bravatas de que el nuevo Reich duraría mil años y de que todos sus enemigos serían aniquilados. Klemperer se preguntaba: ¿habla uno con una rabia semejante «si está seguro de esa duración y de esa aniquilación»?

Abandonó el cine aquel día «con lo que casi era un pequeño brillo de esperanza».

* * *

En el mundo que estaba fuera de las ventanas de Dodd, sin embargo, las sombras se iban haciendo cada vez más espesas. Tuvo lugar otro ataque contra un norteamericano, un representante de la cadena de almacenes Woolworth llamado Roland Velz, que fue atacado en Düssseldorf el domingo 8 de octubre de 1933, mientras paseaba con su mujer por una de las principales calles de la ciudad.[368] Como otras tantas víctimas antes que ellos, cometieron el pecado de no prestar atención al desfile de las SA. Un miembro de las Tropas de Asalto, enfurecido, golpeó dos veces en el rostro y con fuerza a Velz, y luego se alejó. Cuando Velz intentó que un policía arrestase a aquel hombre, el oficial se negó. Velz entonces se quejó a un teniente de policía que se encontraba cerca, pero éste también se negó a actuar. Por el contrario, el oficial le dio una breve lección de cómo y cuándo debía saludar.

Dodd envió dos notas de protesta al Ministerio de Exteriores en las cuales exigía una acción inmediata para arrestar al atacante. No recibió respuesta alguna. Una vez más, Dodd pensó en pedir al Departamento de Estado que «anunciase al mundo que los norteamericanos no estaban seguros en Alemania, y que era mejor que los viajeros no se acercasen allí», pero al final no lo hizo.

La persecución de los judíos seguía de una forma mucho más sutil y generalizada mientras avanzaba el proceso de la Gleichschaltung. En septiembre, el gobierno estableció la Cámara de Cultura del Reich, bajo el control de Goebbels, para proporcionar un alineamiento ideológico y especialmente racial a músicos, actores, pintores, escritores, periodistas y cineastas. A principios de octubre el gobierno aprobó la Ley Editorial, que prohibía a los judíos trabajar para los periódicos y editoriales, y que entraría en vigor a partir del 1 de enero de 1934. Ningún aspecto era demasiado nimio: el Ministerio de Comunicaciones[369] ordenó que a partir de entonces, al deletrear una palabra por teléfono, el comunicante no podría decir ya «D de David», porque «David» era un nombre judío. El comunicante debía usar «Dora». «Samuel» se convirtió en «Siegfried». Y así sucesivamente. «No ha habido nada en toda la historia social más implacable, más cruel ni más devastador que la actual política de Alemania contra los judíos»,[370] dijo el cónsul general Messersmith al subsecretario Phillips en una larga carta fechada el 29 de septiembre de 1933. Escribía: «Decididamente, ése es el objetivo del gobierno, no importa lo que se diga en el exterior o en la propia Alemania: eliminar a los judíos de la vida alemana».

Durante un tiempo Messersmith estuvo convencido de que la crisis económica de Alemania acabaría por desbancar a Hitler. Pero ya no era así. Ahora veía que Hitler, Göring y Goebbels estaban firmemente sujetos al poder. «No saben prácticamente nada concerniente al mundo exterior», escribió. «Sólo saben que en Alemania pueden hacer lo que quieran. Notan su poder dentro del país y están completamente borrachos de poder.»

Messersmith decía que una solución podía ser la «intervención forzosa desde el exterior».[371] Pero advertía que tal acción tenía que llegar pronto. «Si hubiese una intervención por parte de otros poderes ahora, quizá la mitad de la población todavía lo vería como una liberación», escribió. «Pero si tarda demasiado, tal intervención se encontrará con una Alemania prácticamente unida.»

Un hecho era cierto, según creía Messersmith: Alemania entonces suponía una amenaza auténtica y grave para el mundo. Lo llamaba «ese punto espinoso que puede alterar nuestra paz en los años venideros».

Dodd empezó a exhibir las primeras señales de desánimo y de profundo cansancio.

«No hay nada aquí que parezca ofrecer demasiadas promesas»,[372] escribía a su amigo el coronel Edward M. House, «y entre nosotros, dudo ahora un poco de la sabiduría de haber insinuado la primavera pasada que yo quizá fuese útil en Alemania. Tengo un volumen del Viejo Sur listo o casi listo para su publicación. Tiene que haber tres más. He trabajado veinte años en este tema, y me desagrada correr un riesgo demasiado grande de no terminarlo nunca». Y concluía: «Aquí estoy, con sesenta y cuatro años, ocupado de diez a quince horas al día. Así no vamos a ninguna parte. Sin embargo, si dimitiera, ese hecho no haría más que complicar las cosas». A su amiga Jane Addams, la reformadora que fundó la Hull House en Chicago, le escribió: «Esto frustra mi labor como historiador, y no estoy nada seguro de haber acertado en mi decisión de junio pasado».[373]

El 4 de octubre de 1933, tras apenas tres meses en su cargo, Dodd envió al secretario Hull una carta «confidencial y privada». Tras citar la humedad del otoño berlinés y su clima invernal, y su falta de vacaciones desde marzo, Dodd le pedía permiso para tomarse unas largas vacaciones a principios del año siguiente para poder pasar algo de tiempo en su granja y dar clases en Chicago. Esperaba partir de Berlín a finales de febrero y volver tres meses después.

Le pidió a Hull que mantuviera en secreto su solicitud. «Por favor, no se lo consulte a otros, si tiene dudas usted mismo.»[374]

Hull le concedió el permiso a Dodd, sugiriendo que en aquel momento Washington no compartía la opinión de Messersmith en el sentido de que Alemania era una amenaza grave y creciente. El diario del subsecretario Phillips y del jefe de Asuntos Europeos Occidentales Moffat dejan bien claro que la principal preocupación del Departamento de Estado con respecto a Alemania seguía siendo su enorme deuda con los acreedores norteamericanos.