Capítulo 30
PREMONICION
Martha se consumía por Boris. Su amante francés, Armand Berard, que se encontraba confinado a un segundo plano, sufría. Diels también quedó en segundo plano, aunque seguía siendo compañero frecuente.
A principios de enero, Boris dispuso una cita con Martha[538] que resultó ser uno de los encuentros románticos más inusuales que ella había tenido jamás, aunque no tuvo advertencia alguna de lo que iba a ocurrir, aparte del ruego de Boris de que llevase su vestido favorito, uno de seda dorada sin hombros, con un escote muy revelador y ceñido por la cintura. Ella se puso también un collar de ámbar y un prendido con unas gardenias que le había regalado Boris.
Fritz, el mayordomo, saludó a Boris en la puerta principal, pero antes de que pudiera anunciar la presencia del ruso, Boris subió a saltos la escalera hacia el piso principal. Fritz le siguió. Martha entonces salía justamente del vestíbulo hacia las escaleras, como explicó luego en un relato detallado de la velada. Al verla, Boris echó una rodilla a tierra.
—¡Oh, querida! —dijo en inglés. Y luego en alemán—: Estás maravillosa.
Ella se sintió encantada y ligeramente violenta. Fritz sonreía. Boris la llevó hasta su Ford, con la capota levantada, afortunadamente, para protegerse del frío, y fueron al restaurante Horcher, en Lutherstrasse, a unas pocas manzanas al sur del Tiergarten. Era uno de los mejores restaurantes de Berlín, especializado en caza, y se decía que era el lugar favorito de Göring. En 1929, en un cuento breve escrito por Gina Kaus, entonces popular, se decía que era el lugar adonde había que ir si tu objetivo era la seducción.[539] Si te sentabas en sus banquetas de piel, unas mesas más allá podía estar Göring, resplandeciente con su uniforme del momento. En otra época quizá pasaran por allí famosos escritores, artistas y músicos, e importantes financieros y científicos judíos, pero por aquel entonces la mayoría habían huido a otros lugares o bien se habían encontrado súbitamente aislados en circunstancias que no les permitían pasar costosas noches en la ciudad. El restaurante sin embargo seguía funcionando, como si no se quisieran dar por enterados de los cambios en el mundo exterior.
Boris había reservado una sala privada donde él y Martha cenaron espléndidamente salmón ahumado, caviar, sopa de tortuga y pollo al estilo que luego se llamaría «Kievsky». Para postre les trajeron crema bávara. Bebieron champán y vodka. A Martha le encantaba la comida, la bebida, el marco incomparable, pero estaba perpleja. «¿Por qué todo esto, Boris?», le preguntó. «¿Qué estamos celebrando?»
Como respuesta él sólo le ofreció una sonrisa. Después de cenar se fueron en coche hacia el norte y dieron la vuelta por Tiergartenstrasse como si se dirigieran a casa de los Dodd, pero en lugar de detenerse allí, Boris siguió adelante. Pasaron a lo largo del límite boscoso y espeso del parque, hasta que llegaron a la puerta de Brandenburgo y a Unter den Linden, con toda su anchura de sesenta metros atestada de automóviles cuyos faros la transformaban en un canal de platino. A una manzana al este de la puerta, Boris se detuvo ante la embajada soviética, en Unter den Linden 7. Hizo entrar a Martha en el edificio y pasar por diversos pasillos, y luego subieron un tramo de escaleras, hasta encontrarse ante una puerta sin letrero alguno.
El sonrió y abrió la puerta, y luego se hizo a un lado para dejarla pasar. Encendió una lámpara de sobremesa y dos velas rojas. La habitación al principio le recordó a ella el dormitorio de una residencia de estudiantes, aunque Boris había hecho lo posible para que pareciese algo mejor. Vio una silla de respaldo recto, dos silloncitos y una cama. Encima de la almohada él había extendido una tela bordada que identificó como procedente del Cáucaso. Un samovar para hacer té ocupaba una mesita que había junto a la ventana.
En un rincón de aquella habitación, en una librería, Martha encontró una colección de fotos de Vladimir Lenin en torno a un retrato solitario y más grande en el que aparecía de una manera que Martha nunca había visto antes, como amigo captado en una instantánea, no el Lenin de rostro serio de la propaganda soviética. Allí también se encontraba una cierta cantidad de panfletos en ruso, uno con un título resplandeciente, que Boris tradujo como «Equipos de Inspección de Trabajadores y Campesinos». Boris identificó todo aquello como «el rincón de Lenin», su equivalente soviético a las imágenes religiosas que los ortodoxos rusos solían colocar en un rincón de cada habitación.
—Mi gente, como habrás leído en las novelas rusas que tanto te gustan, solía tener, y tiene todavía, iconos en un rincón —le dijo a ella—. Pero yo soy un ruso moderno, un comunista…
En otro rincón ella encontró un segundo santuario, pero la pieza central de aquél, según vio, era ella misma. Boris lo llamaba su «rincón de Martha». Una foto suya se encontraba en una mesita pequeña, resplandeciendo a la luz roja de una de las velas de Boris. El también había colocado allí varias de sus cartas y más fotografías. Como era un entusiasta aficionado a la fotografía, había tomado muchas fotos durante sus viajes en torno a Berlín. También había reliquias: un pañuelo de lino que ella le había dado, aquel ramito de menta salvaje de su picnic en septiembre de 1933, ahora ya seco, pero que aún desprendía un débil aroma. Y allí estaba también la estatuilla de madera tallada de una monja que ella le había enviado como respuesta a sus tres monos «no veas nada malo»… pero Boris había decorado la monja añadiéndole un diminuto halo hecho con fino alambre de oro.
Más recientemente había añadido también piñas y brotes de plantas de hoja perenne al santuario de Martha, que llenaban la habitación de aroma a bosque. Había incluido todo aquello, le dijo, para simbolizar que su amor por ella estaba «siempre verde».
—Dios mío, Boris —se rió ella—, ¡eres un romántico! ¿Será adecuado que un duro comunista como tú haga todo esto?
Después de Lenin, le dijo a ella, «eres lo que más amo». Le besó el hombro desnudo y de repente se puso muy serio.
—Pero por si no lo has comprendido todavía —dijo—, mi partido y mi país deben ir siempre primero.
Ese súbito cambio, la mirada que puso… de nuevo Martha se echó a reír. Le dijo a Boris que lo comprendía.
—Mi padre piensa en Thomas Jefferson casi de la misma manera que tú en Lenin —le dijo.
Se estaban poniendo cómodos cuando de repente, silenciosamente, se abrió la puerta y entró una niña rubia que Martha supuso que tendría unos nueve años. Se dio cuenta al momento de que tenía que ser la hija de Boris. Tenía los ojos igual que los de su padre, «unos ojos extraordinarios, luminosos», escribió Martha, aunque de otras muchas maneras era muy distinta a él. Su rostro era vulgar, y carecía del irreprimible alborozo de su padre. Parecía triste. Boris se levantó y fue hacia ella.
—¿Por qué está tan oscuro? —dijo su hija—. No me gusta.
Hablaba en ruso, y Boris iba traduciendo. Martha sospechó que la niña sabía alemán, dado que se había escolarizado en Berlín, pero hablaba ruso simplemente porque estaba enfadada.
Boris fue a dar la luz del techo, una bombilla desnuda. Su árido brillo eliminó al instante la atmósfera romántica que él había conseguido crear con sus velas y sus santuarios. Le dijo a su hija que estrechase la mano a Martha, y la niña lo hizo, aunque con obvia desgana. A Martha la hostilidad de la niña le pareció desagradable, pero comprensible.
La niña le preguntó en ruso:
—¿Por qué vas tan bien vestida?
Boris le explicó que aquélla era la Martha de la que tanto le había hablado. Iba vestida tan bien, le dijo, porque era su primera visita a la embajada soviética, y por tanto se trataba de una ocasión especial.
La niña examinó a Martha. Apareció un atisbo de sonrisa.
—Es muy guapa —dijo—. Pero está demasiado delgada.
Boris explicó que de todos modos Martha estaba muy sana.
Miró su reloj. Eran casi las diez en punto. Sentó a su hija en su regazo, la apretó contra sí, y suavemente le pasó la mano por el pelo. El y Martha hablaron de asuntos triviales mientras la niña miraba a Martha. Al cabo de unos momentos, Boris dejó de acariciarle el pelo y le dio un abrazo, la señal de que era hora de que se fuese a la cama. Ella hizo una reverencia y en alemán, a regañadientes, dijo:
—Auf Wiedersehen, Fräulein Marta.
Boris cogió a la niña de la mano y se dirigieron hacia su habitación.
En su ausencia, Martha examinó más detenidamente la habitación de él, y siguió haciéndolo cuando él volvió. De vez en cuando miraba hacia él.
—Lenin era muy humano —dijo él, sonriendo—. El habría entendido lo de tu rincón.
Se echaron en la cama y se abrazaron. El le contó su vida: que su padre había abandonado a la familia, y que a los dieciséis años ya se había unido a la Guardia Roja.
—Quiero que mi hija tenga una vida más fácil —dijo. Quería lo mismo para su país—. No hemos tenido más que tiranía, guerra, revolución, terror, guerra civil, hambruna… Si no nos atacan de nuevo, quizá tengamos una oportunidad de construir algo nuevo y único en la historia humana. ¿Lo entiendes?
A veces, mientras él le contaba esas historias, las lágrimas corrían por sus mejillas. Ella ya estaba acostumbrada. El le contó sus sueños para el futuro.
«Entonces me apretó muy fuerte contra su cuerpo», escribió ella. «Desde debajo de la clavícula hasta el ombligo le cubría su vello color miel, tan suave como el plumón… Realmente me parecía muy guapo, y me daba una sensación profunda de calidez, comodidad y proximidad.»
A medida que la noche llegaba a su fin, él hizo té y se lo sirvió en el vasito tradicional, de cristal transparente con un borde de metal.
—Ahora, querida mía —dijo él—, en las últimas horas has probado un poquito lo que es una velada «rusa».
«No sabía cómo decirle», escribió ella más tarde, «que aquélla había sido una de las veladas más extrañas que había pasado en toda mi vida». Una cierta premonición atemperaba su gozo. Se preguntaba si Boris, al implicarse tanto con ella, montando un rincón de Martha en la embajada y atreviéndose a llevarla a su alojamiento privado, no habría transgredido de alguna manera una prohibición no escrita. Tenía la sensación de que algún «ojo malévolo» había tomado nota. «Era», recordaba, «como si un viento oscuro hubiese entrado en la habitación».
Más tarde, por la noche, Boris la llevó en coche a casa.