Capítulo 12
BRUTO
A finales de agosto, el presidente Hindenburg volvió por fin a Berlín tras la convalecencia en su finca del campo. Y el miércoles 30 de agosto de 1933, Dodd se puso un chaqué y sombrero de copa y se dirigió al palacio presidencial para recibir sus credenciales.
El presidente era alto y grueso, con un enorme bigote entre gris y blanco que se curvaba formando dos alas. El cuello de su uniforme era alto y duro, y su casaca estaba forrada de medallas, varias de las cuales eran resplandecientes estrellas del tamaño de ornamentos navideños. Por encima de todo, transmitía una sensación de fuerza y virilidad que desdecían sus ochenta y cinco años. Hitler se hallaba ausente, igual que Goebbels y Göring, todos ellos posiblemente ocupados preparando el mitin del partido que iba a comenzar dos días después.
Dodd leyó una breve declaración que hacía énfasis en su simpatía por la gente de Alemania y en la historia y cultura de la nación. Omitía cualquier referencia al gobierno y al hacerlo esperaba transmitir que no sentía similar simpatía por el régimen de Hitler. Durante los quince minutos siguientes, el Viejo Caballero y él se sentaron en su «sofá favorito» y conversaron de diversos temas, que iban desde la experiencia universitaria de Dodd en Leipzig hasta los peligros del nacionalismo económico. Hindenburg, anotó Dodd más tarde en su diario, «insistió en el tema de las relaciones internacionales con tanto afán que yo pensé que era una crítica indirecta a los extremismos nazis». Dodd presentó a los funcionarios clave de su embajada, y luego todos salieron del edificio y se reunieron con unos soldados del ejército regular, el Reichswehr, que estaban alineados a ambos lados de la calle.
Aquella vez Dodd no fue a casa a pie. Mientras los coches de la embajada iban saliendo, los soldados se pusieron firmes. «Todo había acabado», anotó Dodd.[299] «Y al fin me habían aceptado como es debido como representante de Estados Unidos en Berlín.» Dos días después se enfrentaba a su primera crisis oficial.
* * *
La mañana del 1 de septiembre de 1933, un viernes, H. V. Kaltenborn, comentarista de radio norteamericano, llamó al cónsul general Messersmith para expresarle su pesar por no poder ir a hacerle una visita más, ya que él y su familia habían concluido su gira europea y se disponían a volver a casa. El tren que les conduciría hasta su barco debía salir a medianoche.
Le dijo a Messersmith que todavía no había visto nada que confirmase las críticas del cónsul a Alemania, y le acusó de «hacer mal en no presentar el retrato de Alemania como realmente era».[300]
Poco después de hacer aquella llamada, Kaltenborn y su familia (esposa, hijo e hija) salieron de su hotel, el Adlon, para hacer unas compras de última hora. El hijo, Rolf, tenía dieciséis años en aquel momento. La señora Kaltenborn en concreto quería visitar las joyerías y platerías que había en Unter den Linden, pero su incursión les llevó siete manzanas más lejos, al sur, a Leipziger Strasse, un bulevar que iba de este a oeste, muy bullicioso, repleto de coches y tranvías y con bonitos edificios y mil pequeñas tiendas que vendían bronces, porcelana de Dresde, sedas, artículos de cuero y casi cualquier cosa que uno pudiese desear. Allí también se encontraba el famoso Emporio Wertheim, unos enormes grandes almacenes o Warenhaus, en los cuales multitud de clientes viajaban de un piso a otro a bordo de ochenta y tres ascensores.
Cuando la familia salía de una tienda, vieron que una formación de Tropas de Asalto iba desfilando por el bulevar en dirección a ellos. La hora eran las 9:20 de la mañana.
Los viandantes se amontonaron al borde de la acera e hicieron el saludo hitleriano. A pesar de su opinión favorable, Kaltenborn no quería unirse a ellos y sabía que uno de los principales ayudantes de Hitler, Rudolf Hess, había anunciado públicamente que los extranjeros no estaban obligados a hacerlo. «Eso ya no se espera»,[301] había declarado Hess, «igual que un protestante tampoco se santigua cuando entra en una iglesia católica». Sin embargo, Kaltenborn dio instrucciones a su familia de volverse hacia el escaparate de una tienda como si estuviesen examinando los artículos que se exhibían allí.
Varios soldados fueron hacia los Kaltenborn y les preguntaron por qué estaban de espaldas al desfile, y por qué no saludaban. Kaltenborn, en un alemán impecable, respondió que era ciudadano norteamericano, y que él y su familia iban de vuelta a su hotel.
La multitud empezó a insultar a los Kaltenborn y se pusieron amenazadores, hasta el punto de que el comentarista tuvo que pedir ayuda a dos policías que estaban a unos tres metros de distancia. Los policías no le hicieron caso.
Kaltenborn y su familia se dirigieron de vuelta a su hotel. Un joven se acercó desde atrás y sin decir una sola palabra agarró al hijo de Kaltenborn y le pegó en la cara tan fuerte que lo tiró a la acera. La policía siguió sin hacer nada. Uno de los oficiales sonrió.
Furioso, Kaltenborn agarró al joven atacante por el brazo y fue con él hacia la policía. La multitud se volvía cada vez más amenazadora. Kaltenborn se dio cuenta de que si insistía en obtener justicia, se arriesgaba a que hubiese más ataques.
Al final, un viandante intercedió y persuadió a la multitud de que dejase en paz a los Kaltenborn, ya que estaba claro que eran norteamericanos. El desfile siguió adelante.
Después de llegar a la seguridad del Adlon, Kaltenborn llamó a Messersmith. Estaba muy alterado, casi incoherente. Pidió a Messersmith que se acercara al Adlon inmediatamente.
Para Messersmith fue un momento perturbador y oscuro, pero sublime. Le dijo a Kaltenborn que no podía acudir al hotel. «Tenía que estar en mi despacho hasta al cabo de una hora, más o menos», recordaba. Sin embargo, envió al Adlon al vicecónsul Raymond Geist, que dispuso que los Kaltenborn fuesen acompañados a la estación aquella noche.
«Qué ironía que justo aquélla fuera una de esas cosas que Kaltenborn decía que no pasaban», escribió Messersmith después, con obvia satisfacción. «Una de las cosas de las que, según dijo específicamente, yo no daba una información correcta, era que la policía no hacía nada para proteger a la gente de los ataques que sufrían.» Messersmith reconocía que el incidente debió de ser una experiencia desgarradora para los Kaltenborn, especialmente para el hijo. «Sin embargo, en conjunto, fue bueno que ocurriese, porque si no hubiese sido por ese incidente, Kaltenborn habría vuelto y habría dicho a la audiencia de su emisora lo bien que iba todo en Alemania, y lo mal que informaban los funcionarios norteamericanos a nuestro gobierno, y lo incorrecta que era la situación del país que estaban pintando nuestros corresponsales en Berlín.»
Messersmith se reunió con Dodd y le preguntó si había llegado el momento de que el Departamento de Estado emitiese una advertencia definitiva en contra de viajar a Alemania. Tal advertencia, como sabían muy bien ambos hombres, tendría un efecto devastador en el prestigio nazi.
Dodd era partidario de la contención. Desde la perspectiva de su papel como embajador, veía esos ataques más como una molestia que como una emergencia grave, y de hecho intentaba en lo posible limitar la atención de la prensa. Aseguraba en su diario que había conseguido que no trascendieran a los periódicos diversos ataques a norteamericanos, y que «en general había intentado evitar manifestaciones poco amistosas».[302]
A nivel personal, sin embargo, Dodd encontraba repugnantes esos episodios, absolutamente ajenos a lo que su experiencia como estudiante en Leipzig le había llevado a esperar. Durante las comidas familiares condenaba los ataques, pero si esperaba una expresión de indignación y simpatía por parte de su hija, no la consiguió.
Martha seguía inclinada a pensar bien de la nueva Alemania, en parte, tal como reconoció más tarde, por la simple obstinación de una hija que intenta definirse. «Yo intentaba encontrar excusas para sus excesos, y mi padre me miraba fríamente, aunque con tolerancia, y tanto en privado como en público me etiquetaba amablemente como una joven nazi», escribió ella.[303] «Eso me puso a la defensiva durante algún tiempo, y me convertí temporalmente en ardiente defensora de todo lo que estaba pasando.»
Ella rebatía los hechos diciendo que había muchas cosas buenas en Alemania. Alababa el entusiasmo de los jóvenes del país, y las medidas que estaba adoptando Hitler para reducir el desempleo. «Sentía que había algo noble en aquellas frescas, vigorosas y jóvenes caras que veía por todas partes, y lo decía combativamente a cada oportunidad que tenía.»[304] En las cartas que enviaba a Estados Unidos proclamaba que Alemania estaba experimentando un asombroso renacimiento, «y que las noticias de la prensa y las historias sobre atrocidades eran ejemplos aislados, exagerados por gente amargada y de mente cerrada».[305]
* * *
El mismo viernes que había empezado tan tumultuosamente con el ataque a los Kaltenborn acabó para Dodd de una manera mucho más satisfactoria.
Aquella noche, el corresponsal Edgar Mowrer se dirigía a la estación Zoo para empezar su largo viaje hacia Tokio. Su mujer y su hija le acompañaron a la estación, pero sólo para despedirse: ellas se quedaban para supervisar el embalaje de todas las propiedades de la familia y le seguirían más tarde.
Gran parte de los corresponsales extranjeros de la ciudad coincidieron en aquella estación, igual que algunos alemanes incondicionales suyos que todavía se atrevían a dejarse ver e identificar por los agentes que seguían manteniendo bajo vigilancia a Mowrer.
Un oficial nazi destinado a asegurarse de que Mowrer cogía de verdad el tren se acercó a él y con voz aduladora le preguntó: «¿Y cuándo volverá usted a Alemania, herr Mowrer?».[306]
Con cinematográfica inspiración, Mowrer respondió: «Pues cuando pueda venir con unos dos millones de compatriotas míos».
Messersmith le abrazó, haciendo ostentación de su apoyo, para que lo vieran los agentes que le vigilaban. En voz muy alta, para que lo oyeran todos, Messersmith prometió a la esposa y a la hija de Mowrer que podrían irse después sin que las molestasen. Mowrer apreció el gesto, pero no había perdonado a Messersmith por no secundar su decisión de quedarse en Alemania. Cuando Mowrer subió al tren, se volvió hacia Messersmith con una ligera sonrisa y le dijo: «¿Tú también, Bruto?».[307]
A Messersmith aquella observación le sentó muy mal. «Me sentía abatido y deprimido», decía. «Sabía que él tenía que irse, pero me parecía odioso el papel que yo había representado en su partida.»
Dodd no apareció. Se alegró de que Mowrer se fuera. En una carta a un amigo de Chicago escribía que Mowrer «durante un tiempo, como sabrás, fue un pequeño problema».[308] Dodd concedía que Mowrer tenía talento como escritor. «Sin embargo, las experiencias vividas después de la publicación de su libro» (su fama y un premio Pulitzer) «eran tales que se volvió más incisivo e irritable de lo que convenía a todas las partes implicadas».[309]
Mowrer y su familia consiguieron llegar a Tokio sanos y salvos. Su mujer, Lillian, recordaba su gran pena al tener que abandonar Berlín. «En ningún sitio he hecho unos amigos tan estupendos como en Alemania», decía.[310] «Recordar todo aquello es como ver que alguien a quien amas se vuelve loco… y hace cosas horribles.»
* * *
Las exigencias del protocolo (en alemán Protokoll) se abatieron sobre la vida diaria de Dodd como una negra neblina, y le mantuvieron apartado de lo que más amaba, su Viejo Sur. Con su estatus como embajador ya oficial, sus responsabilidades diplomáticas habituales aumentaron de repente hasta un punto que le causaba consternación. En una carta al secretario de Estado Hull, escribía: «Los árbitros del protokoll de la conducta social de uno siguen los precedentes, y lo consignan a uno en los primeros tiempos de la residencia a entretenimientos que sustancialmente son inútiles, y que dan a cada una de las diversas embajadas y ministerios el derecho “social” a ofrecer grandiosas cenas».[311]
La cosa empezó casi de inmediato. Protocolo requería que diese una recepción para todo el cuerpo diplomático. Esperaba de cuarenta a cincuenta invitados, pero luego supo que cada diplomático pensaba llevar a uno o más miembros de su personal, de modo que la asistencia total ascendía a más de doscientos. «De modo que el show empezó a las cinco en punto», escribió Dodd en su diario.[312] «Las habitaciones de la embajada estaban preparadas; las flores abundaban por doquier, se había llenado un enorme cuenco de ponche con los licores acostumbrados.» Acudió el ministro de Exteriores, Neurath, así como el presidente del Reichsbank, Schacht, uno de los pocos hombres del gobierno de Hitler a los que Dodd veía como una persona razonable y racional. Schacht se convertiría en visitante habitual del hogar de los Dodd, muy estimado por la señora Dodd, que a menudo le utilizaba para evitar los momentos sociales tensos que ocurrían cuando un huésped a quien se esperaba cancelaba su cita. Era muy aficionada a decir: «Bueno, si en el último minuto no puede venir algún invitado, siempre podemos invitar al doctor Schacht».[313] En conjunto, decidió Dodd, «no fue un mal asunto», y además, para su gran satisfacción, «sólo costó 700 marcos».
Pero entonces llegaron al escritorio de Dodd y a su hogar un montón de invitaciones para corresponder a la suya, tanto diplomáticas como sociales. Dependiendo de la importancia del acto, a menudo iban seguidas por un intercambio de diagramas de asientos, entregados a los funcionarios de protocolo para asegurarse de que ningún desgraciado error de proximidad estropease la velada. El número de banquetes y recepciones a los que se suponía que se debía acudir llegó a tal punto que hasta los diplomáticos veteranos se quejaban de que la asistencia se había vuelto gravosa y extenuante. Un alto funcionario alemán de Asuntos Exteriores dijo a Dodd: «Ustedes, la gente del Cuerpo Diplomático, tendrán que limitar los actos sociales, o si no tendremos que dejar de aceptar invitaciones».[314] Y un funcionario británico se quejaba: «Sencillamente, no podemos seguir el ritmo».[315]
No todo era una carga, por supuesto. En esas fiestas y banquetes también había momentos de diversión y humor. Goebbels era conocido por su ingenio; Martha, durante un tiempo, pensó que era encantador. «Contagioso y delicioso, con los ojos chispeantes, la voz suave, el habla ingeniosa y ligera, resulta difícil recordar su crueldad, su talento astuto y destructivo.»[316] Su madre, Mattie, siempre disfrutó sentada al lado de Goebbels en los banquetes. Dodd le consideraba «uno de los pocos hombres con sentido del humor de toda Alemania»,[317] y a menudo se enzarzaba con él en un rápido intercambio de agudezas y comentarios irónicos. Una extraordinaria fotografía de un periódico[318] nos muestra a Dodd, Goebbels y Sigrid Schultz en un banquete formal en un momento en el que parece reinar una cordialidad alegre y despreocupada. Aunque sin duda era útil para la propaganda nazi, la escena, tal y como se representó en el salón del banquete, era mucho más compleja de lo que queda reflejado en la foto. De hecho, como explicó más tarde Schultz en un entrevista, ella intentaba «no» hablar con Goebbels, pero al hacerlo «ciertamente parecía que estaba coqueteando».[319] Explicaba (en tercera persona): «En esta foto, Sigrid no quiere darle ni la hora, como ven. El está desplegando un encanto de mil vatios, pero sabe perfectamente, y ella también, que ella a él no le sirve de nada». Cuando Dodd vio la foto resultante, dijo ella, «se rió a carcajadas».
Göring también tenía un carácter relativamente bueno, al parecer, al menos comparado con Hitler. Sigrid Schultz encontraba que era el más tolerable de los dirigentes nazis, porque al menos «sentías que podías estar en la misma habitación con aquel hombre»,[320] mientras que Hitler, decía, «me revolvía el estómago». Uno de los funcionarios de la embajada americana, John C. White, dijo años más tarde: «Yo siempre me sentí favorablemente impresionado por Göring… Si podía existir algún nazi agradable, supongo que él era el que más se acercaba».[321]
En aquel primer momento, diplomáticos y demás encontraban difícil tomarse en serio a Göring. Era como un niño grande, extraordinariamente peligroso, eso sí, que se deleitase creando y vistiendo nuevos uniformes. Su gran tamaño le convertía en blanco de todas las bromas, aunque tales bromas sólo se hacían cuando él no podía oírlas.
Una noche, el embajador Dodd y su mujer fueron a un concierto en la embajada italiana, al que asistió también Göring. Con un enorme uniforme blanco que él mismo había diseñado, parecía especialmente grandote, «de tres veces el tamaño de un hombre normal»,[322] como decía luego su hija Martha. Las sillas preparadas para el concierto eran delicadas antigüedades doradas, que parecían demasiado frágiles para Göring. Con fascinación y no pequeña ansiedad, la señora Dodd vio a Göring elegir la silla que estaba justo delante de la suya. Inmediatamente, ella se sobrecogió al ver a Göring intentar aposentar su trasero gigantesco «con forma de corazón» en la pequeña sillita. A lo largo de todo el concierto ella temió que en cualquier momento la silla se rompiese y el enorme peso de Göring cayese con estrépito en su regazo. Martha escribió: «Estaba tan preocupada al ver los enormes lomos que sobresalían por los lados de la silla, tan peligrosamente cerca de ella, que no pudo recordar después ni una sola pieza de las que tocaron».
* * *
La queja más importante de Dodd sobre las fiestas diplomáticas que celebraban otras embajadas era el dinero que despilfarraban en el proceso, incluso los países asolados por la Depresión.
«Para ilustrarlo», escribió al secretario Hull, «la última noche fuimos a cenar a las 8:30 a la casa del ministro belga, de 53 habitaciones (su país se supone que no es capaz de asumir sus obligaciones legales)».[323] Dos criados con uniforme se ocuparon de su coche. «En la escalera había cuatro lacayos, vestidos al estilo de los sirvientes de Luis XIV. Otros tres sirvientes con bombachos se hicieron cargo de los abrigos. Veintinueve personas se sentaron a cenar en un comedor decorado más lujosamente que ninguna sala de la Casa Blanca que haya visto yo. Cuatro camareros uniformados nos sirvieron ocho platos en bandejas y vajilla de plata. Acompañaban a cada plato tres copas de vino, y cuando nos levantamos al final, observé que muchas de las copas estaban medio llenas de vino, que se desperdiciaba. La gente de aquella fiesta fue bastante agradable, pero no hubo conversación de valor alguno en mi parte de la mesa (eso mismo lo he observado en fiestas más concurridas). Tampoco hubo charla alguna seria, informativa ni ingeniosa siquiera después de la cena.» Martha asistió también, y explicaba que «todas las mujeres iban cubiertas de diamantes u otras piedras preciosas… nunca había visto un despliegue tal de lujo y riqueza». Añadía también que ella y sus padres se habían retirado a las diez y media, y que al hacerlo así habían causado un pequeño escándalo. «Hubo muchísimas elevaciones de cejas, pero nosotros nos enfrentamos a la tormenta y nos fuimos a casa.» Se consideraba de mala educación, como descubrió ella más tarde, abandonar una recepción diplomática antes de las once.
Dodd se quedó conmocionado al averiguar que sus predecesores en Berlín, que eran ricos, habían gastado más de cien mil dólares en un solo año en recepciones, más de cinco veces el salario total de Dodd. En diversas ocasiones dieron propinas a sus criados superiores al alquiler que pagaba Dodd cada mes. «Pero nosotros», le aseguró a Hull, «no corresponderemos a esas invitaciones con fiestas de más de diez o doce invitados, con cuatro criados como máximo y todos modestamente vestidos»,[324] queriendo decir, se supone, que irían vestidos correctamente, pero se olvidarían de los bombachos de los belgas. Los Dodd tenían tres criados, un chófer y contrataban uno o dos sirvientes más para las fiestas a las que asistían más de diez invitados.
El menaje del embajador, según un inventario formal de las propiedades del gobierno hecho para su «Informe» anual,[325] incluía:
«Nosotros no usaremos bandejas de plata ni riadas de vinos ni tampoco habrá mesas de cartas en nuestra casa»,[326] le dijo Dodd a Hull. «Siempre haremos un esfuerzo para que estén presentes personas eruditas, científicos o literatos, y que haya conversaciones informativas. Se sobreentiende que nos retiraremos entre las 10:30 y las 11:00. No anunciaremos previamente estas cosas, pero ya se sabe que no seguiremos con esto cuando veamos que ya no podemos cuadrar el salario que tenemos asignado.»
En una carta dirigida a Carl Sandburg, decía: «No puedo adaptarme a esta costumbre habitual de comer demasiado, beber cinco variedades de vino y no decir nada, hablando sin parar durante tres horas».[327] Temía que todo aquello fuese una decepción para sus hombres más jóvenes y más adinerados, que celebraban suntuosas fiestas a sus expensas. «Ellos no pueden comprenderme», aseguraba, «y yo lo siento por ellos». Deseaba que Sandburg se apresurase a completar su obra sobre Lincoln, y luego se lamentaba: «Mi Viejo Sur, a medio terminar, probablemente acabará enterrado conmigo».
Acababa la carta con pesar: «Una vez más, saludos desde Berlín».
Al menos su salud era buena, aunque padecía sus habituales brotes de fiebre del heno, indigestión y problemas intestinales. Pero como para prefigurar lo que se avecinaba, su médico de Chicago, el doctor Wilber E. Post, que tenía su consulta en el edificio con el adecuado nombre de Peoples Gas, le envió a Dodd un memorándum que había redactado después de su último y exhaustivo reconocimiento una década antes, para que Dodd lo pudiera comparar con los resultados de sus futuros exámenes. Dodd tenía un historial de migrañas, escribía Post, «con ataques de dolor de cabeza, mareos, fatiga, desánimo e irritabilidad del tracto intestinal»,[328] y este último padecimiento era mejor tratarlo «con ejercicio físico al aire libre y liberación de las tensiones nerviosas y la fatiga». Su presión sanguínea era excelente, 100 la sistólica y 60 la diastólica, más propia de un atleta que de un hombre de mediana edad. «El rasgo clínico más importante es que la salud del señor Dodd ha sido buena siempre que ha tenido la oportunidad de realizar ejercicio al aire libre y tomar una dieta comparativamente suave y no irritante, sin demasiada carne.»
En una carta unida a este informe, el doctor Post escribió: «Confío en que no tenga ocasión de usar todo esto, pero puede ser útil en caso contrario».
* * *
Aquel viernes por la noche un tren especial, un Sonderzug,[329] iba desde Berlín, atravesando el paisaje nocturno, hacia Núremberg. El tren llevaba a los embajadores de un montón de naciones pequeñas, entre ellas los ministros de Haití, Siam y Persia. También iban funcionarios de protocolo, estenógrafos, un médico y un cargo de las Tropas de Asalto. Era el tren que tenía que haber conducido a Dodd y a los embajadores de Francia, España y Gran Bretaña. Originalmente los alemanes habían planeado poner catorce vagones, pero cuando empezaron a llegar las excusas, lo redujeron a nueve.
Hitler ya estaba en Núremberg. Había llegado la noche antes para una ceremonia de bienvenida, con todos los momentos coreografiados, hasta la entrega del regalo que le hizo el alcalde de la ciudad, el famoso grabado de Alberto Durero titulado El caballero, la muerte y el diablo.[330]