Capítulo 5

LA PRIMERA NOCHE

Martha siguió llorando aquel día y la mayor parte de los dos siguientes «copiosa y sentimentalmente», tal y como expresó ella misma.[120] No por ansiedad, porque había dedicado pocos pensamientos a lo que podía ser realmente la vida en la Alemania de Hitler. Más bien lloraba por todo lo que dejaba atrás, personas y lugares, amigos y trabajo, la comodidad familiar de su hogar en la avenida Blackstone, su encantador Carl, todo lo cual componía la vida «inestimablemente preciosa» que había abandonado en Chicago. Por si necesitaba algún recordatorio de lo que iba a perder, el lugar que ocupaba en su fiesta de despedida se lo recordó con intensidad. Se sentó entre Sandburg y otro amigo íntimo, Thornton Wilder.

Poco a poco su pena se fue desvaneciendo. El mar estaba tranquilo, los días eran hermosos. Ella y el hijo de Roosevelt iban por ahí como amiguetes, bailando y bebiendo champán. Miraron cada uno el pasaporte del otro: el de él le identificaba sucintamente como «hijo del presidente de Estados Unidos», el de ella, mucho más pretencioso, como «hija de William E. Dodd, embajador extraordinario y plenipotenciario de Estados Unidos en Alemania». Su padre le pidió que ella y su hermano acudieran a su camarote, el número A-10, al menos una hora al día para oírle leer en voz alta en alemán, y así tener una idea de cómo sonaba esa lengua. El parecía inusualmente solemne, y Martha sentía un nerviosismo poco habitual.

Para ella, sin embargo, la perspectiva de la aventura que se avecinaba dejaba a un lado su ansiedad. Ella sabía muy poco de política internacional, y admitía no apreciar en absoluto la gravedad de lo que estaba ocurriendo en Alemania. Veía a Hitler como «un payaso que se parecía a Charlie Chaplin».[121] Como muchos otros en aquella época en Estados Unidos y en otros lugares del mundo, no podía imaginar que durase mucho, o que nadie se lo tomase en serio. Se mostraba ambivalente con la situación judía. Como estudiante de la Universidad de Chicago,[122] había experimentado una «sutil propaganda subterránea entre los alumnos» que propugnaba la hostilidad hacia los judíos. Martha encontraba «que incluso a muchos de los profesores de la facultad les molestaba la brillantez de los colegas y estudiantes judíos». Y en cuanto a ella misma: «Yo era ligeramente antisemita en ese sentido:[123] aceptaba el prejuicio de que los judíos no eran tan atractivos físicamente ni tan deseables socialmente como los gentiles». También asumió la creencia de que los judíos, aunque en general eran brillantes, también eran ricos y prepotentes. En eso reflejaba la actitud de una sorprendente proporción de americanos, tal y como captaron en los años treinta los practicantes del arte entonces emergente de las encuestas de opinión pública. Según una de esas encuestas,[124] el 41 por ciento de los preguntados creían que los judíos «tenían demasiado poder en Estados Unidos»; en otra se había averiguado que una quinta parte quería «echar a los judíos de Estados Unidos». (En una encuesta realizada varias décadas más tarde, en el 2009, resultó que el total de norteamericanos que creían que los judíos tenían demasiado poder había bajado al 13 por ciento.)[125]

Una compañera de clase describía a Martha como Scarlett O’Hara, «seductora, exquisita y rubia, con unos luminosos ojos azules y la piel blanca y translúcida».[126] Ella se consideraba escritora, y esperaba acabar haciendo carrera escribiendo cuentos y novelas. Sandburg la animaba. «Tienes la personalidad que hace falta»,[127] le escribió. «Tiempo, soledad, trabajo, son los principales y viejos requisitos que necesitas; tienes todo lo demás para hacer lo que quieras como escritora.» Poco después de la partida de la familia hacia Berlín, Sandburg le dijo que tomara notas de todo y de nada, y que «diera cauce a todos los impulsos para escribir cosas cortas,[128] impresiones repentinas, frases líricas, para las que tienes un don». Y por encima de todo le instaba a «averiguar de qué está hecho ese hombre, Hitler, qué es lo que mueve su cerebro, de qué están hechos su sangre y sus huesos».[129]

Thornton Wilder también le ofreció algunos consejos al despedirse.[130] Advirtió a Martha que evitase escribir para los periódicos, porque ese «periodismo de batalla» destruiría la concentración que ella necesitaba para escribir cosas serias. Le recomendó que llevase un diario de «los aspectos de las cosas, rumores y opiniones de la gente durante un tiempo político». En el futuro, le decía, un diario semejante sería «del mayor interés para ti y (Dios mío) también para mí». Algunos de los amigos de Martha creían que tenía una relación sentimental con él también, aunque de hecho sus afinidades se encontraban en otros aspectos. Martha llevaba una foto suya en un relicario.[131]

* * *

Al segundo día que pasaban los Dodd en el mar, mientras él iba paseando por la cubierta del Washington, vio un rostro familiar, el del rabino Wise, uno de los líderes judíos con los que se había reunido en Nueva York tres días antes. A lo largo del viaje que siguió, que duró una semana, ambos hablaron de Alemania «media docena de veces o más»,[132] según informaba Wise a otro líder judío, Julian W. Mack, juez federal. «Se mostró de lo más amistoso y cordial, muy afable.»[133]

Dodd, como era de esperar, habló largamente de historia americana, y en un momento dado le dijo al rabino Wise: «No se puede escribir toda la verdad sobre Jefferson y Washington… la gente no está preparada, hay que prepararla antes».[134]

Esto preocupó a Wise, que dijo que era «la única nota discordante de la semana». Explicó: «Si la gente tiene que estar preparada para saber la verdad acerca de Jefferson y Washington, ¿qué hará Dodd cuando sepa la verdad sobre Hitler, gracias a su puesto oficial?».

Wise continuaba: «Cada vez que yo sugería que el mayor servicio que se podía rendir al propio país y a Alemania era decir la verdad al canciller, dejarle claro que la opinión pública, incluyendo la opinión cristiana y la opinión política, se habían vuelto contra Alemania… él respondía, una y otra vez: “No puedo decirlo hasta que hable con Hitler. Si veo que lo puedo hacer, hablaré con él con toda franqueza y se lo contaré todo”».

Sus muchas conversaciones a bordo del barco llevaron a Wise a concluir que «W.E.D. se siente legitimado para cultivar el liberalismo americano en Alemania». Citaba la última observación de Dodd: «Sería muy grave que fallase: grave para el liberalismo y para todas las cosas que defiende el presidente, y que yo defiendo también».

En ese momento, realmente Dodd había llegado a contemplar su papel de embajador como algo más que un simple observador e informador. Creía que a través de la razón y del ejemplo tenía que ser capaz de ejercer una influencia moderadora sobre Hitler y su gobierno y, al mismo tiempo, ayudar a desplazar suavemente a Estados Unidos desde su rumbo aislacionista a un mayor compromiso internacional. El mejor enfoque, creía, era ser lo más receptivo y neutral que pudiera, e intentar comprender la sensación que tenían los alemanes de que el mundo les había engañado. Hasta cierto punto, Dodd estaba de acuerdo. En su diario escribió que el Tratado de Versalles, tan odiado por Hitler, fue «injusto en muchos puntos, como todos los tratados que concluyen guerras».[135] Su hija, Martha, en sus memorias, lo expresó con más fuerza aún, afirmando que Dodd «deploraba» aquel tratado.[136]

Estudiando siempre la historia, Dodd había llegado a creer en la racionalidad innata de los hombres y en que prevalecerían la razón y la persuasión, particularmente con respecto a detener la persecución nazi de los judíos.

Le dijo a un amigo, el ayudante del secretario de Estado R. Walton Moore, que prefería renunciar a quedarse «simplemente como una figura protocolaria y social».[137]

* * *

Los Dodd llegaron a Alemania el jueves 13 de julio de 1933. Dodd había supuesto erróneamente que ya se habían hecho todos los arreglos para la llegada de la familia,[138] pero después de un lento y tedioso viaje subiendo por el Elba desembarcaron en Hamburgo y resultaba que nadie de la embajada había reservado un tren, ni mucho menos el acostumbrado vagón privado, que los llevase a Berlín. Un funcionario, George Gordon, consejero de la embajada, los recibió en el muelle y les buscó a toda prisa unos compartimentos en un tren viejo y convencional, muy lejos del famoso «Hamburger Volante» que recorría el trayecto a Berlín en sólo dos horas. El Chevrolet de la familia supuso otro problema más. Bill hijo había planeado llevarlo él mismo hasta Berlín, pero no había preparado anticipadamente los documentos necesarios para sacarlo del barco y que pudiese circular por las carreteras alemanas. En cuanto se resolvió todo esto, Bill partió. Entre tanto, Dodd sorteaba las preguntas de un grupo de periodistas que incluían a uno de un periódico judío, el Hamburger Israelitisches Familienblatt,[139] que posteriormente publicó un artículo en el que se daba a entender que la misión principal de Dodd era detener la persecución de los judíos por parte de los nazis, exactamente ese tipo de distorsión que Dodd quería evitar.

A medida que iba avanzando la tarde, a los Dodd les fue desagradando cada vez más el consejero Gordon. Era el segundo al mando de la embajada, y supervisaba una nómina de primeros y segundos secretarios, estenógrafos, administrativos de archivo y codificación y otros muchos empleados de todo tipo, unas dos docenas en total. Era tieso y arrogante, y vestía como un aristócrata del siglo anterior.[140] Llevaba bastón de paseo. Tenía el bigote enroscado y el rostro rubicundo e inflamado, señal de lo que un funcionario describía como «un temperamento muy colérico».[141] Hablaba de una manera que Martha describía como «seca, cortés y decididamente condescendiente».[142] No hacía intento alguno de ocultar su desdén por el aspecto sencillo de la familia, ni su disgusto ante el hecho de que llegasen solos, sin un batallón de mozos, doncellas y chóferes. El embajador anterior, Sackett, era mucho más del gusto de Gordon, rico, con diez criados en su residencia de Berlín. Martha tenía la sensación de que para Gordon, su familia representaba ese tipo de seres humanos «con los que él no se había permitido mezclarse quizá durante la mayor parte de su vida adulta».[143]

Martha y su madre viajaron en un compartimento aparte, rodeadas de ramos de flores que les habían regalado a su llegada al puerto. La señora Dodd, Mattie,[144] se sentía inquieta y desanimada, anticipando «los deberes y cambios en su forma de vida» que le esperaban, según recordaba Martha. Martha apoyaba la cabeza en el hombro de su madre y pronto se quedó dormida.

Dodd y Gordon estaban sentados el uno junto al otro en otro compartimento, discutiendo asuntos de la embajada y de política alemana. Gordon advirtió a Dodd de que su frugalidad y su decisión de vivir sólo con el sueldo del Departamento de Estado resultarían una barrera para establecer relaciones con el gobierno de Hitler. Dodd ya no era un simple profesor, le recordó Gordon. Era un importante diplomático que se enfrentaba a un régimen arrogante, que sólo respetaba la fuerza. La idea de la vida cotidiana que tenía Dodd debía cambiar.

El tren corría entre bonitas ciudades y valles boscosos iluminados por la luz vespertina, y en unas tres horas llegaron al gran Berlín. Al fin acabó parando en la Lehrter Bahnhof de Berlín, en un recodo del Spree, donde el río fluía a través del corazón de la ciudad. La estación, que era una de las cinco puertas ferroviarias más importantes de la ciudad, se alzaba en su entorno como una catedral, con el techo de bóveda de cañón e hileras de ventanas en forma de arco.

En el andén, los Dodd se encontraron con una multitud de americanos y alemanes que esperaban para recibirles, incluyendo funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán y periodistas armados con cámaras y flashes que entonces eran de bombilla. Un hombre de aspecto enérgico, de mediana estatura, un metro sesenta y siete más o menos, «un hombre seco, que hablaba arrastrando las palabras, algo cascarrabias»,[145] como le describiría más tarde el historiador y diplomático George Kennan, se adelantó y se presentó. Era George Messersmith, cónsul general, el funcionario de Asuntos Exteriores cuyos largos despachos había leído Dodd en Washington. A Martha y a su padre les gustó de inmediato, le consideraron enseguida un hombre de principios y gran franqueza y un posible amigo, aunque su evaluación se sometería posteriormente a una revisión significativa.

Messersmith correspondió a esa buena voluntad inicial. «Me gustó Dodd desde el principio»,[146] escribió. «Era un hombre sencillo de modales y de trato.» Observó, sin embargo, que Dodd «daba la impresión de ser bastante frágil».

Entre la multitud que recibió a los Dodd también se encontraban dos mujeres que a lo largo de los años siguientes representarían papeles muy importantes en la vida de la familia, una alemana y la otra norteamericana, de Wisconsin, casada con un miembro de una de las dinastías de eruditos más importantes de toda Alemania.

La mujer alemana era Bella Fromm, la «tía Voss», columnista de sociedad de un periódico muy respetado, el Vossische Zeitung, uno de los doscientos periódicos que todavía aparecían en Berlín entonces y que, a diferencia de la mayoría, todavía era capaz de hacer algún reportaje independiente. Fromm era una mujer regordeta, guapa, con unos ojos muy bonitos color ónice bajo unas cejas negras como de ala de gaviota, las pupilas parcialmente ocultas por los párpados superiores de una manera que indicaba tanto inteligencia como escepticismo. Tenía la confianza prácticamente de todos los miembros de la comunidad diplomática de la ciudad, así como de los miembros más importantes del Partido Nazi, un logro importante, considerando que era judía. Aseguraba que tenía un contacto en un puesto muy elevado del gobierno de Hitler que la avisaba de antemano de las futuras acciones del Reich. Era amiga íntima de Messersmith; su hija, Gonny, lo llamaba «tío».

En su diario Fromm recogía sus observaciones iniciales sobre los Dodd. Martha, escribió, parecía «un perfecto ejemplo de joven americana inteligente».[147] En cuanto al embajador, «parece un estudioso.[148] Su humor seco me atrae. Es observador y preciso. Aprendió a amar Alemania cuando estudiaba en Leipzig, dice, y se dedicará con todas sus fuerzas a construir una amistad sincera entre su país y Alemania».

Y añadía: «Espero que él y el presidente de Estados Unidos no vean demasiado frustrados sus esfuerzos».

La segunda mujer, la norteamericana, era Mildred Fish Harnack, representante del American Women’s Club en Berlín. Era lo opuesto de Fromm físicamente en todos los sentidos: delgada, rubia, etérea, reservada. Martha y Mildred congeniaron de inmediato. Mildred escribió después que Martha «es clara, competente, y tiene un deseo auténtico de comprender el mundo. Por tanto nuestros intereses están conectados».[149] Ella tenía la sensación de que había encontrado un alma gemela, «una mujer a la que interesa en serio escribir. Es un impedimento estar sola y aislada en el trabajo propio. Las ideas estimulan a las ideas, y el amor a la escritura es contagioso».[150]

Martha a su vez se sintió impresionada por Mildred. «Me sentí atraída hacia ella de inmediato», escribió.[151] Mildred mostraba una atractiva combinación de fuerza y delicadeza. «Hablaba lentamente, y expresaba opiniones; escuchaba con paciencia, con sus grandes ojos de un gris azulado muy serios… sopesando, evaluando, intentando comprender.»

* * *

El consejero Gordon metió a Martha en un coche con un joven secretario de Protocolo destinado a acompañarla al hotel donde iban a vivir los Dodd hasta que pudieran encontrar una casa adecuada de alquiler. Sus padres viajaban aparte con Gordon, Messersmith y la esposa de Messersmith. El coche de Martha se dirigió hacia al sur por encima del Spree, hacia la ciudad.

Ella vio unos bulevares largos y rectos[152] que le recordaban la cuadrícula rígida de Chicago, pero la similitud acababa ahí. A diferencia del paisaje lleno de rascacielos que recorría cada día laborable en Chicago, allí la mayoría de los edificios eran más bien bajos, normalmente de unos cinco pisos, y eso aumentaba la sensación de que la ciudad era baja y plana. La mayoría de los edificios parecían muy viejos, pero unos pocos eran insultantemente nuevos, con paredes de cristal, tejados planos y fachadas curvas, la progenie de Walter Gropius, Bruno Taut y Erich Mendelsohn, todos ellos condenados por los nazis por decadentes, comunistas y, desde luego, judíos. La ciudad estaba llena de color y energía. Había omnibuses de dos pisos, trenes metropolitanos y tranvías de brillantes colores cuyas catenarias dejaban escapar brillantes chispas azules. Automóviles de suelo bajo corrían por todas partes, la mayoría negros, pero otros también rojos, color crema o azul intenso, muchos de ellos con un diseño muy poco familiar: el adorable Opel 4/16 PS, el Horch, con su letal ornamento de arco y flecha en el capó, y el ubicuo Mercedes, negro, bajo, rematado con cromo. El propio Joseph Goebbels se sintió motivado para capturar en prosa la energía de la ciudad tal y como se exhibía en una de sus más populares avenidas comerciales, la Kurfürstendamm, aunque en un texto destinado no a alabarla, sino a condenarla, llamaba a la calle «el absceso» de la ciudad. «Suenan los timbres de los tranvías, los autobuses pasan dando bocinazos, llenos de gente y más gente. Taxis y caros automóviles privados pasean zumbando por el asfalto brillante», escribía.[153] «Flota la fragancia de un perfume pesado. Las prostitutas sonríen desde los artísticos cuadros que son las caras de las mujeres modernas; aquellos que se consideran hombres pasean por aquí y por allá, con monóculos resplandecientes; relucen piedras falsas y piedras preciosas.» Berlín era, afirmaba, un «desierto de piedra» lleno de pecado y corrupción y habitado por un populacho «que se dirige a la tumba con una sonrisa».

El joven funcionario de protocolo señaló varios monumentos. Martha iba haciendo una pregunta tras otra, sin darse cuenta de que estaba poniendo a prueba la paciencia del funcionario. Ya al principio de su paseo llegaron a una plaza abierta dominada por un inmenso edificio de piedra de Silesia, con torres de sesenta metros en cada una de sus esquinas, construido con un estilo que describía una de las famosas guías de Karl Baedeker como «Renacimiento italiano florido». Era el Reichstagsgebäude, en el cual el cuerpo legislativo alemán, el Reichstag, se reunía hasta que el edificio fue incendiado cuatro meses antes. Un joven holandés, un antiguo comunista llamado Marinus van der Lubbe, fue arrestado y se le acusó de provocar el incendio, junto con otros cuatro sospechosos que se consideraron cómplices suyos, aunque un rumor que corría por todas partes sostenía que el propio régimen nazi había orquestado el incendio para crear el temor a un levantamiento bolchevique, y así conseguir el apoyo popular para la suspensión de las libertades civiles y la destrucción del Partido Comunista en Alemania. El juicio inminente era la comidilla de todo Berlín.

Pero Martha estaba perpleja. Contrariamente a lo que le habían conducido a esperar las noticias, el edificio parecía intacto. Las torres estaban en pie, y las fachadas parecían no tener marca alguna. «¡Ah, yo pensaba que se había quemado todo!», exclamó cuando el coche pasó junto al edificio. «Lo veo muy bien. Dígame qué ocurrió.»[154]

Después de este y otros diversos exabruptos que Martha tuvo que reconocer que eran imprudentes, el funcionario de protocolo se inclinó hacia ella y susurró: «¡Sssh! Jovencita, debe usted aprender a ser vista, pero no oída. No debe decir tantas cosas ni hacer tantas preguntas. Esto no es América, y usted no puede decir lo que piensa».[155]

Ella se quedó callada el resto del viaje.

* * *

Al llegar a su hotel, el Esplanade, en la sombreada y encantadora Bellevuestrasse, a Martha y sus padres les enseñaron las habitaciones que les había preparado Messersmith.

Dodd se quedó anonadado; Martha, encantada.

El hotel era uno de los mejores de Berlín, con gigantescas arañas y chimeneas y dos patios con techo de cristal, uno de los cuales (el Patio de las Palmeras) era famoso por sus bailes y por ser el lugar donde los berlineses tuvieron la primera oportunidad de bailar el charlestón. Greta Garbo había estado allí como invitada en una ocasión, y también Charlie Chaplin.[156] Messersmith había reservado la Suite Imperial,[157] una serie de habitaciones que incluían un dormitorio grande con dos camas y baño privado, dos habitaciones sencillas también con baño privado, un salón y una sala de conferencias, todas dispuestas en el lado de los números pares de un vestíbulo, desde la habitación 116 a la 124. Las dos salas de la recepción tenían las paredes cubiertas de brocado de raso. La suite estaba perfumada con el aroma primaveral que deprendían las flores enviadas por muchas personas, tantas flores, recordaba Martha, «que apenas había espacio para moverse: orquídeas, lirios de raro perfume, flores de todos los colores y tipos».[158] Al entrar en la suite, escribió, «nos quedamos con la boca abierta por su magnificencia».

Pero semejante opulencia erosionaba los principios del ideal jeffersoniano que Dodd había abrazado a lo largo de toda su vida. Dodd había hecho saber antes de su llegada que quería «un alojamiento modesto en un hotel modesto»,[159] decía Messersmith. Pero aunque Messersmith entendía el deseo de Dodd de vivir «de la manera menos llamativa, con toda modestia», también sabía que «los funcionarios y el pueblo alemán no lo comprenderían».

Y además había otro factor. Los diplomáticos y funcionarios del Departamento de Estado de Estados Unidos siempre se habían alojado en el Esplanade. Hacer otra cosa habría constituido una solemne ruptura del protocolo y la tradición.

* * *

La familia se instaló.[160] No se esperaba que Bill hijo y el Chevrolet llegasen hasta al cabo de un tiempo. Dodd se retiró a un dormitorio con un libro. Martha encontraba difícil asimilar todo aquello. Seguían llegando tarjetas de personas que les daban la bienvenida, acompañadas de más y más flores. Ella y su madre se sentaron, maravilladas por el lujo que las rodeaba, «preguntándonos desesperadas cómo íbamos a pagar todo aquello sin hipotecar nuestra alma».

Aquella misma tarde la familia se reunió y bajó al restaurante del hotel a cenar,[161] y allí Dodd desempolvó su alemán, que tenía décadas de antigüedad, y a su manera seca intentó bromear con los camareros. Estaba, según afirmaba Martha, «de un humor excelente». Los camareros, más acostumbrados a la conducta imperiosa de los dignatarios mundiales y los oficiales nazis, no estaban seguros de cómo responder, y adoptaban un nivel de cortesía que Martha encontró casi obsequioso. La comida era buena, le parecía a ella, pero pesada, clásicamente alemana, y exigía un paseo posterior.

Fuera, los Dodd giraron hacia la izquierda y caminaron a lo largo de Bellevuestrasse, entre las sombras de los árboles y la penumbra de las farolas. La escasa iluminación evocaba para Martha la somnolencia de las ciudades rurales americanas a última hora de la noche. No vio soldados, ni policías. La noche era dulce y encantadora. «Todo», escribía más tarde, «era pacífico, romántico, extraño, nostálgico».

Siguieron hasta el final de la calle y cruzaron una pequeña plaza hacia el Tiergarten, el equivalente de Berlín del Central Park.[162] El nombre, en su traducción literal, significa «jardín de animales» o «de las bestias», y se remonta a su pasado remoto, cuando era un coto de caza para la realeza. Entonces eran 250 hectáreas de árboles, paseos, alamedas y estatuas que se extendían al oeste de la puerta de Brandenburgo hasta el distrito residencial y comercial de Charlottenburg. El Spree corría por su frontera septentrional; el famoso zoo de la ciudad se hallaba en la esquina sudoeste. Por la noche el parque resultaba especialmente atractivo. «En el Tiergarten», escribía un diplomático británico, «los farolillos parpadean entre los árboles, y la hierba está salpicada con las luciérnagas de mil cigarrillos».

Los Dodd entraron en la Siegesallee (avenida de la Victoria) en la que se alineaban noventa y seis estatuas y bustos de líderes prusianos pasados, entre ellos Federico el Grande, diversos Federicos menores y estrellas en tiempos tan brillantes como Alberto el Oso, Enrique el Niño y Oto el Perezoso. Los berlineses los llamaban Puppen, las muñecas. Dodd explicó la historia de cada uno, revelando el conocimiento detallado de Alemania que había adquirido en Leipzig tres décadas antes. Martha podía asegurar que todas sus aprensiones se habían disipado. «Estoy segura de que fue una de las noches más felices que pasamos en Alemania»,[163] decía. «Todos estábamos llenos de alegría y de paz.»

Su padre amaba a Alemania desde que desempeñó su puesto en Leipzig, cuando cada día una joven le llevaba violetas frescas a su habitación. Ahora, aquella primera noche, mientras iban andando a lo largo de la avenida de la Victoria, Martha también sentía un brote de afecto por aquel país. La ciudad, toda la atmósfera, no era como le habían hecho esperar los noticiarios en su país. «Yo sentía que la prensa había calumniado de mala manera a aquel país, y quería proclamar la calidez y la amistad de la gente, la dulce noche de verano con su fragancia de árboles y flores, la serenidad de las calles.»[164]

Era el 13 de julio de 1933.