Capítulo 2
ESA VACANTE DE BERLIN
Nadie quería aquel trabajo.[26] La que parecía una de las tareas menos complicadas a las que se enfrentaba Franklin D. Roosevelt como presidente recién elegido, en junio de 1933, se había convertido en una de las más duras. En lo referente a cargos diplomáticos, Berlín tenía que haber sido una bicoca. No era Londres o París, desde luego, pero aun así era una de las grandes capitales de Europa, y estaba justo en el centro de un país que estaba sufriendo unos cambios revolucionarios bajo el liderazgo de su recién investido canciller, Adolf Hitler. Dependiendo del punto de vista de cada uno, Alemania estaba experimentando un gran renacimiento o un oscurecimiento salvaje. Según ascendía Hitler, el país había sufrido un brutal espasmo de violencia estatal permitida. El ejército paramilitar de Hitler con sus camisas pardas, las Sturmabteilung o SA (Tropas de Asalto), campaban a sus anchas y arrestaban, golpeaban e incluso en ocasiones asesinaban a comunistas, socialistas y judíos. Las Tropas de Asalto establecían prisiones improvisadas y centros de tortura en sótanos, cobertizos y otras estructuras. Sólo en Berlín había cincuenta de los llamados «búnkers». Decenas de miles de personas eran arrestadas y situadas en «custodia preventiva» (Schutzhaft), un eufemismo ridículo. Se estimaba que habían muerto de quinientos a setecientos prisioneros en custodia; otros sufrían «fingidos ahogamientos y ahorcamientos», según una denuncia policial. Una prisión junto al aeropuerto de Tempelhof se hizo especialmente famosa: la casa Columbia, que no hay que confundir con un edificio nuevo, moderno y elegante situado en el corazón de Berlín llamado casa Columbus. La agitación impulsó a un líder judío, el rabino Stephen S. Wise de Nueva York, a decirle a un amigo: «se han traspasado las fronteras de la civilización».
Roosevelt hizo su primer intento de cubrir el puesto de Berlín el 9 de marzo de 1933, menos de una semana después de ser investido, y cuando la violencia en Alemania alcanzaba el cenit de su ferocidad. Se lo ofreció a James M. Cox, que en 1920 había sido candidato a la presidencia con Roosevelt como compañero.
En una carta repleta de halagos, Roosevelt le escribió: «No sólo por mi afecto por ti, sino también porque creo que estás especialmente dotado para este puesto clave, estoy deseando enviar tu nombre al Senado como embajador norteamericano en Alemania. Espero que aceptes después de hablarlo con tu encantadora esposa, que, por cierto, sería la esposa perfecta para el embajador. Envíame un telegrama diciéndome que sí».[27]
Pero Cox dijo que no:[28] las exigencias de sus diversos intereses empresariales, incluyendo varios periódicos, le obligaban a declinar la oferta. No mencionaba la violencia que arrasaba Alemania.
Roosevelt dejó a un lado aquel asunto[29] para ocuparse del empeoramiento de la crisis económica de la nación, la Gran Depresión, que aquella primavera había dejado a un tercio de la fuerza laboral no agrícola de la nación sin trabajo, y había recortado a la mitad el producto nacional bruto. No volvería a ocuparse del problema hasta al menos un mes después, cuando ofreció el cargo a Newton Baker, que había sido secretario de Guerra con Woodrow Wilson y ahora era socio de un bufete de abogados de Cleveland. Baker también lo rechazó. De modo que se lo ofreció a una tercera persona, Owen D. Young, importante hombre de negocios. A continuación Roosevelt probó con Edward J. Flynn, figura clave en el Partido Demócrata e importante partidario suyo. Flynn lo habló con su mujer «y estuvimos de acuerdo en que, debido a la edad de nuestros hijos pequeños, tal nombramiento era imposible».
Llegó un momento en que Roosevelt dijo en broma a un miembro de la familia Warburg: «¿Sabes, Jimmy?[30] A ese tipo, Hitler, le estaría bien empleado que le enviase a un judío como embajador mío en Berlín. ¿Quieres tú el trabajo?».
Y al llegar junio, el plazo apremiaba. Roosevelt estaba enfrascado en una lucha agotadora para que se aprobase la Ley Nacional de Reactivación Industrial, pieza central de su New Deal, frente a una ferviente oposición por parte de un núcleo duro de republicanos poderosos. A principios de mes, con el Congreso sólo a unos pocos días de sus vacaciones de verano, parecía que la ley se iba a aprobar, pero todavía la atacaban algunos republicanos e incluso demócratas, que lanzaban salvas de enmiendas y obligaban al Senado a unas sesiones maratonianas. Roosevelt temía que cuanto más durase la batalla, más probable era que la ley fallase o se viese gravemente debilitada, porque si se prolongaba la sesión del Congreso se arriesgaban a despertar la ira de los legisladores deseosos de irse de Washington para sus vacaciones de verano. Todo el mundo estaba malhumorado. Una ola de calor de finales de primavera había elevado las temperaturas hasta niveles sin precedentes en toda la nación, con el coste de más de cien vidas. Washington hervía y los hombres apestaban a sudor. Un titular a tres columnas de la primera página del New York Times decía: «ROOSEVELT RECORTA EL PROGRAMA PARA CERRAR LA SESIÓN; SUS POLÍTICAS, AMENAZADAS».[31]
Había un conflicto: se requería que el Congreso confirmase y subvencionase a los nuevos embajadores. Cuanto antes suspendiera sus sesiones el Congreso, mayor sería la presión sobre Roosevelt para que eligiese a un nuevo hombre para Berlín. Así que se vio obligado a considerar candidatos que estaban fuera de los límites habituales,[32] incluyendo los rectores de tres universidades y un pacifista ardiente llamado Harry Emerson Fosdick, pastor baptista de la iglesia de Riverside, en Manhattan. Ninguna de esas personas parecía ideal, sin embargo; a ninguna de ellas se le ofreció el cargo.
El miércoles 7 de junio,[33] con el cierre del Congreso sólo a unos días, Roosevelt se reunió con varios consejeros íntimos y mencionó su frustración por no haber sido capaz de encontrar aún un nuevo embajador. Uno de los que asistían a la reunión era el secretario de Comercio Roper, a quien Roosevelt de vez en cuando se refería como el «tío Dan».
Roper pensó un momento y sacó un nombre nuevo, el de un antiguo amigo suyo: «¿Y qué tal William E. Dodd?».
«No es mala idea», dijo Roosevelt, aunque si lo pensaba realmente en aquel momento o no es algo que no está nada claro. Siempre afable, Roosevelt era muy dado a prometer cosas que no se proponía cumplir necesariamente.
Roosevelt dijo: «Lo pensaré».
* * *
Dodd no era el típico candidato para un puesto diplomático, en absoluto. No era rico. No era influyente políticamente. No era amigo de Roosevelt. Pero hablaba alemán, y se decía que conocía bien el país. Un posible problema era su pasada lealtad a Woodrow Wilson, cuya creencia en la intervención en otras naciones en la escena mundial era un anatema para el creciente número de norteamericanos que insistían en que Estados Unidos evitase entrometerse en los asuntos de naciones extranjeras. Esos «aislacionistas», dirigidos por William Borah de Idaho y Hiram Johnson de California, se habían vuelto cada vez más vehementes y poderosos. Las encuestas demostraban que el 95 por ciento de los norteamericanos querían que Estados Unidos evitase la implicación en cualquier guerra extranjera.[34] Aunque Roosevelt mismo abogaba por la intervención internacional, mantenía en secreto su opinión para no impedir el avance de su programa interno. Dodd, sin embargo, parecía muy poco probable que encendiera las pasiones aislacionistas. Era historiador, de temperamento sobrio, y su conocimiento de Alemania de primera mano tendría un valor obvio.
Además, Berlín no era todavía el destino exigente que sería al cabo de un año. Existía en aquel momento la amplia percepción de que el gobierno de Hitler no podía durar. El poder militar alemán era limitado. Su ejército, el Reichswehr, tenía sólo cien mil hombres, y no podía compararse a las fuerzas militares de la vecina Francia, y mucho menos a la potencia combinada de Francia, Inglaterra, Polonia y la Unión Soviética. Y el propio Hitler había empezado a parecer un actor más templado de lo que se podía predecir, dada la violencia que había sacudido a Alemania aquel mismo año. El 10 de mayo de 1933, el Partido Nazi quemó libros no deseados (Einstein, Freud, los hermanos Mann y muchos otros) en grandes piras a lo largo de toda Alemania, pero siete días después, Hitler se declaró personalmente comprometido con la paz y llegó incluso a jurar que se desarmaría por completo si otros países le imitaban. El mundo suspiró, lleno de alivio. Comparado con los enormes desafíos a los que se enfrentaba Roosevelt (la depresión mundial, otro año de sequía catastrófica…) lo de Alemania parecía más un fastidio que otra cosa. El problema que Roosevelt y el secretario Hull consideraban más acuciante de Alemania eran los 1.200 millones de dólares que debía a los acreedores norteamericanos, una deuda que el régimen de Hitler parecía cada vez menos dispuesto a pagar.
Nadie parecía pensar demasiado en el tipo de personalidad que se requería para enfrentarse de una manera efectiva con el gobierno de Hitler. El secretario Roper pensaba que «Dodd sería astuto al enfrentarse a sus deberes diplomáticos y que, cuando las cosas se pusieran tensas, conseguiría darles la vuelta citando a Jefferson».[35]
* * *
Roosevelt se tomó en serio la sugerencia de Roper.
El tiempo se acababa, y había asuntos mucho más importantes que tratar, ya que la nación se estaba hundiendo más aún en la desesperación económica.
Al día siguiente, 8 de junio, Roosevelt ordenó que hicieran una llamada a larga distancia, a Chicago.
Fue breve. Le dijo a Dodd: «Quiero saber si podría hacerle al gobierno un servicio muy especial. Quiero que vaya a Alemania como embajador».[36][11]
Y añadió: «Quiero a un liberal norteamericano en Alemania como ejemplo constante».
Hacía mucho calor en el Despacho Oval, mucho calor en el despacho de Dodd. La temperatura en Chicago era de más de treinta grados.
Dodd le dijo a Roosevelt que tenía que pensarlo y hablar con su mujer.
Roosevelt le dio dos horas.[37]
* * *
Primero Dodd habló con algunos funcionarios de la universidad, que le instaron a que aceptase. A continuación se fue a pie a su casa, rápidamente, mientras el calor se iba intensificando.
Tenía fuertes dudas. Su Viejo Sur era su prioridad. Servir como embajador en la Alemania de Hitler no le dejaría más tiempo para escribir que sus obligaciones en la universidad, sino probablemente mucho menos.
Su mujer, Mattie, lo entendía,[38] pero sabía que él sentía una gran necesidad de reconocimiento, y tenía la sensación de que a aquellas alturas de su vida debía haber conseguido mucho más de lo que tenía. Dodd, a su vez, sentía que le debía algo a ella. Ella había permanecido a su lado todos aquellos años a cambio de lo que él percibía como una recompensa muy pequeña. «No hay ningún lugar adecuado para mi mentalidad»,[39] le decía a ella en una carta aquel mismo año, desde la granja, «y lo lamento muchísimo por ti y por los chicos». La carta continuaba: «Sé que debe ser muy angustioso para una esposa tan leal y devota como tú tener a un marido tan inútil en un momento tan crítico de la historia, que él mismo había previsto hace tanto tiempo, un hombre incapaz de conseguir un puesto elevado, y por tanto de recibir alguna recompensa a una vida entera de estudio y fatigas. Esa es tu desgracia».
Tras una breve e intensa discusión y un examen de conciencia marital, Dodd y su esposa acordaron que él debía aceptar la oferta de Roosevelt. Lo que hacía más fácil la decisión era la concesión de Roosevelt de que si la Universidad de Chicago «insistía», Dodd podía volver a Chicago al cabo de un año. Pero en aquel momento preciso, decía Roosevelt, él necesitaba a Dodd en Berlín.
A las dos y media, media hora tarde, con sus recelos temporalmente disipados, Dodd llamó a la Casa Blanca e informó al secretario de Roosevelt de que aceptaba el trabajo. Dos días más tarde Roosevelt presentó el nombramiento de Dodd al Senado, que le confirmó aquel mismo día, sin requerir ni la presencia de Dodd ni las interminables sesiones que más tarde serían comunes para esos nombramientos clave. El nombramiento suscitó pocos comentarios en la prensa. El New York Times insertó un breve reportaje en la página 12 de su edición del domingo 11 de junio.
El secretario Hull, de camino a una importante conferencia económica en Londres, nunca dijo nada al respecto. Aunque hubiera estado presente cuando apareció por primera vez el nombre de Dodd, era poco probable que dijese algo después,[40] porque una de las características que se iban imponiendo en el estilo de gobernar de Roosevelt era hacer nombramientos directos en los organismos sin implicar a sus superiores, un rasgo que molestaba infinitamente a Hull. Más tarde, sin embargo, afirmaría que no tenía objeción alguna al nombramiento de Dodd, excepto por lo que veía como una tendencia de Dodd «a traspasar los límites en su entusiasmo e impetuosidad excesivos,[41] y a salirse por la tangente de vez en cuando como nuestro amigo William Jennings Bryan. De ahí que tuviera algunas reservas a la hora de enviar a un buen amigo, aunque era capaz e inteligente, a un lugar tan peliagudo como sabía que era Berlín, y como seguiría siendo».
Más tarde, Edward Flynn, uno de los candidatos que había rechazado el cargo, aseguraría falsamente que Roosevelt había telefoneado a Dodd por error, y que en realidad se proponía ofrecer el cargo de embajador a un antiguo profesor de derecho de Yale que se llamaba Walter F. Dodd. El rumor de tal error dio origen a un sobrenombre: «Dodd el de la agenda».[42]
* * *
A continuación, Dodd invitó a sus hijos ya adultos, Martha y Bill, prometiéndoles la experiencia de su vida. También veía en aquella aventura una oportunidad para unir a su familia por última vez. Su Viejo Sur era importante para él, pero la familia y el hogar eran su gran amor y necesidad. Una fría noche de diciembre, cuando Dodd estaba solo en su granja, ya cerca de Navidad, su hija y su mujer estaban en París, donde Martha pasaba un año de estudios, y Bill también estaba fuera, Dodd se sentó a escribir una carta a su hija. Se sentía muy pesimista aquella noche. Le parecía imposible tener ya dos hijos tan mayores; sabía que pronto volarían por su cuenta, y su futura conexión con él y con su mujer se iría haciendo mucho más tenue, inevitablemente. Veía su propia vida ya casi agotada del todo, su Viejo Sur lejos de estar acabado.
Escribió: «Mi querida niña:[43] no te ofendas por este término que uso. Eres para mí tan querida, tu felicidad a lo largo de esta vida turbulenta es tan cara para mi corazón que nunca dejo de pensar en ti como una niña optimista, que aún está creciendo, y sin embargo sé los años que tienes, y admiro tu inteligencia y tu madurez. Ya no tengo una niña». Luego reflexionaba sobre «los caminos que tenemos ante nosotros. El tuyo está apenas empezando, el mío tan avanzado que ya empiezo a contar las sombras que caen sobre mí, los amigos que ya han partido, otros amigos que no están muy seguros en su puesto… Es como unir mayo y casi diciembre». El hogar, decía, «ha sido la alegría de mi vida». Pero ahora todos estaban repartidos por los rincones más alejados del mundo. «No puedo soportar la idea de que nuestras vidas se separen en distintas direcciones… y que nos queden tan pocos años.»
Con la oferta de Roosevelt había surgido la oportunidad de volverlos a unir a todos de nuevo, aunque sólo fuera por un tiempo.