Capítulo 55
AL CAER LA OSCURIDAD
Una semana antes de su viaje de vuelta a casa, Dodd pronunció un discurso de despedida en un almuerzo de la Cámara de Comercio americana en Berlín, donde sólo cuatro años antes había inflamado por primera vez las iras nazis con sus alusiones a dictaduras antiguas. El mundo, decía, «debe enfrentarse al triste hecho de que en una era en que la cooperación internacional debería ser la clave de todo, las naciones están más separadas que nunca».[817] Dijo a su público que no se había aprendido la lección de la Primera Guerra Mundial. Alabó al pueblo alemán diciendo que era «básicamente demócrata, y muy amables entre sí». Y luego dijo: «Dudo que ningún embajador en Europa realice adecuadamente sus deberes o se gane su paga».
Pero el tono fue muy distinto al llegar a Estados Unidos. El 13 de enero de 1938, en una cena en su honor en el Waldorf Astoria de Nueva York, Dodd declaraba: «La humanidad está en grave peligro, pero los gobiernos democráticos parecen no saber qué hacer. Si no hacen nada, la civilización occidental, la libertad religiosa, personal y económica están en grave peligro».[818] Sus observaciones suscitaron una inmediata protesta por parte de Alemania, a la cual el secretario Hull respondió que Dodd ahora era un ciudadano privado, y que podía decir lo que le apeteciese. Primero, sin embargo, hubo un cierto debate entre los funcionarios del Departamento de Estado sobre si el departamento debería o no disculparse con una declaración en el sentido de «siempre lamentamos cualquier cosa que pueda crear resentimiento en el extranjero». Se rechazó la idea, a la que se opuso nada menos que Jay Pierrepont Moffat, que escribió en su diario: «Personalmente tuve la fuerte sensación de que, por mucho que me desagradara o desaprobara al señor Dodd, no había que disculparse por él».[819]
Con ese discurso, Dodd se embarcó en una campaña para dar la alarma sobre Hitler y sus planes, y combatir la deriva incesante de Estados Unidos hacia el aislacionismo. Más tarde le llamarían la Casandra de los diplomáticos americanos. Fundó el Consejo Americano contra la Propaganda Nazi, y se convirtió en miembro de los Amigos Americanos de la Democracia Española. En un discurso en Rochester, Nueva York, el 21 de febrero de 1938, ante una congregación judía, Dodd advertía que una vez Hitler obtuviera el control de Austria (un acontecimiento que parecía inminente), Alemania continuaría intentando expandir su autoridad a otros lugares, y que Rumanía, Polonia y Checoslovaquia estarían en peligro. Predijo, además, que Hitler se sentiría libre de perseguir sus ambiciones sin la resistencia armada de otras democracias europeas, ya que éstas preferirían las concesiones a la guerra. «Gran Bretaña», dijo, «está terriblemente exasperada, pero también terriblemente deseosa de paz».[820]
* * *
La familia se dispersó, Bill se hizo profesor y Martha se fue a Chicago y luego a Nueva York. Dodd y Mattie se retiraron a la granja de Round Hill, Virginia, pero hacían ocasionales incursiones en Washington. El 26 de febrero de 1938, justo después de ver partir a Dodd en tren desde Washington para dar una serie de conferencias, Mattie escribió a Martha en Chicago: «Desearía que todos estuviéramos juntos, para poder discutir las cosas y pasar más tiempo los unos con los otros. Nuestras vidas están pasando tan rápido… Papá habla a menudo de que le gustaría que estuvieras con nosotros, y de la alegría que significaría para nosotros teneros cerca a Bill y a ti. Ojalá fuésemos más jóvenes y vigorosos. El está muy delicado, y su energía nerviosa está agotada».[821]
Estaba muy preocupada por los acontecimientos en Europa. En otra carta a Martha poco después escribía: «El mundo parece tan confuso ahora, no sé qué ocurrirá. Es horrible que se le permita a ese maníaco salirse con la suya durante tanto tiempo sin que nadie le detenga. Más tarde o más temprano nos veremos implicados, que Dios no lo permita».
La señora Dodd no compartía el profundo amor de su marido por la granja de Round Hill. Estaba bien para pasar el verano y las vacaciones, pero no como residencia habitual. Esperaba conseguir un apartamento en Washington donde vivir al menos una parte del año, con o sin él. Mientras tanto, se dedicaba a hacer más habitable la granja. Compró cortinas de seda dorada, una nevera nueva General Electric y una nueva estufa. A medida que avanzaba la primavera cada vez se sentía más desgraciada por la falta de progresos tanto a la hora de encontrar un apartamento en Washington como de arreglar la granja. Le escribió a Martha: «Hasta ahora no he conseguido que me hagan nada en la casa, pero hay ocho o diez hombres trabajando en las vallas de piedra, poniendo bonitos los campos, cogiendo rocas, levantando cosas, etc. Parece que tengo que “tirar la toalla” y abandonar todo el maldito trabajo…».[822]
El 23 de mayo de 1938, en otra carta a su hija, escribía: «Ojalá tuviese un hogar… Washington en lugar de Chicago. Sería maravilloso».[823]
Cuatro días después la señora Dodd había muerto. La mañana del 28 de mayo de 1938 no se reunió con Dodd a la hora de desayunar, como era su costumbre, ya que dormían en habitaciones separadas. El fue a verla. «Fue la conmoción más grande de toda mi vida»,[824] escribió él. Ella murió de un fallo cardíaco en su cama, sin que antes hubiese señal de problema alguno. «Sólo tenía sesenta y dos años, y yo sesenta y ocho», escribió Dodd en su diario. «Pero ahí estaba, muerta, ya no tenía remedio, y yo me quedé tan sorprendido y entristecido que no sabía qué hacer.»
Martha atribuyó la muerte de su madre a «la tensión y el terror de su vida» en Berlín.[825] El día del funeral, Martha prendió unas rosas al vestido con el que enterraron a su madre, y se puso otras iguales en el pelo. Por segunda vez, Martha vio lágrimas en los ojos de su padre.
De repente la granja de Round Hill ya no era un lugar de descanso y paz, sino de melancolía. La pena y la soledad de Dodd afectaron a su salud, ya frágil, pero aun así él siguió dando conferencias por el país, en Texas, Kansas, Wisconsin, Illinois, Maryland y Ohio, siempre con los mismos temas: que Hitler y el nazismo suponían un gran riesgo para el mundo, que la guerra europea era inevitable, y que en cuanto empezase la guerra, a Estados Unidos le resultaría imposible permanecer apartado. Una conferencia atrajo a un público de siete mil personas. En una charla en Boston, el 10 de junio de 1938, en el Harvard Club (ese antro del privilegio) Dodd habló del odio de Hitler a los judíos y advirtió de que sus verdaderas intenciones eran «matarlos a todos».[826]
Cinco meses más tarde, el 9 y 10 de noviembre, llegó la Kristallnacht, el pogromo nazi que convulsionó Alemania y al fin obligó a Roosevelt a emitir una condena pública. Les dijo a los reporteros que «apenas podía creer que una cosa semejante ocurriese en el civilizado siglo XX».[827]
El 30 de noviembre, Sigrid Schultz escribió a Dodd desde Berlín. «Presiento que existen muchas posibilidades de que usted diga o piense: “¿no os lo había dicho ya?”. No es que sea un gran consuelo tener razón cuando el mundo parece dividido entre vándalos despiadados y gente decente incapaz de enfrentarse a ellos. Fui testigo cuando ocurrieron la mayor parte de los destrozos y saqueos, y sin embargo hay veces en que te preguntas si lo que viste realmente era verdad… todo tiene un aire pesadillesco, que supera incluso la opresión del 30 de junio.»[828]
* * *
Un extraño episodio llevó a Dodd a una vía muerta. El 5 de diciembre de 1938, mientras iba en coche a un compromiso en McKinney, Virginia, atropelló con su coche a una niña negra de cuatro años llamada Gloria Grimes. El impacto le causó unas heridas importantes, incluyendo una conmoción cerebral. Pero Dodd no se paró. «No fue culpa mía», explicó más tarde a un periodista.[829] «La criatura se echó a correr delante de mi automóvil, unos diez metros por delante. Yo pisé el freno, aparté el coche y seguí, porque pensé que se había escapado.» Empeoró las cosas ofreciendo una imagen insensible cuando, al escribir una carta a la madre de la niña, añadió: «Además, yo no quería que los periódicos de todo el país publicasen una noticia sobre el accidente. Ya sabe cómo les gusta exagerar las cosas de este tipo a los periodistas».
Fue acusado, pero el día que se iba a celebrar el juicio, 2 de marzo de 1939, cambió de opinión y se declaró culpable. Su amigo el juez Moore estaba sentado a su lado, y también Martha. El tribunal le impuso una multa de 250 dólares, pero no le sentenció a prisión, debido a su mala salud y al hecho de que había pagado 1.100 dólares en costes médicos para la niña, que por aquel entonces, según se decía, estaba ya casi recuperada. Perdió la posibilidad de conducir y el derecho a voto, una pérdida especialmente dolorosa para un creyente tan ferviente en la democracia.
Destrozado por el accidente, desilusionado por su experiencia como embajador y desgastado por su declinante salud, Dodd se retiró a su granja. Su salud empeoró. Le diagnosticaron un síndrome neurológico llamado parálisis bulbar, una parálisis lenta y progresiva de los músculos de la garganta. En julio de 1939 le ingresaron en el hospital Mount Sinai de Nueva York para realizar una cirugía abdominal menor, pero antes de que tuviera lugar la operación contrajo una neumonía bronquial, una complicación frecuente de la parálisis bulbar. Estaba gravemente enfermo. Mientras se encontraba postrado en el lecho, casi muerto, los nazis le hostigaban desde lejos.
Un artículo de primera plana del periódico de Goebbels Der Angriff decía que Dodd estaba en una «clínica judía». El titular afirmaba: «Fin del notorio agitador antialemán Dodd».[830]
El escritor adoptaba un pueril estilo malicioso típico de Der Angriff. «Ese hombre de setenta años que fue uno de los diplomáticos más extraños que existieron jamás está ahora entre aquellos a quienes sirvió durante veinte años: los judíos activistas que maquinan la guerra.» El artículo decía que Dodd era «un hombre bajito, seco, nervioso, pedante… cuya aparición en las funciones sociales y diplomáticas producía inevitablemente bostezos y aburrimiento».
Tomaba nota de la campaña de Dodd para advertir de las ambiciones de Hitler.
«Después de volver a Estados Unidos, Dodd se expresó de la forma más irresponsable y desvergonzada sobre el Reich alemán, cuyos dirigentes, durante cuatro años, con una generosidad casi sobrehumana, pasaron por alto asuntos escandalosos, pasos en falso e indiscreciones políticas tanto suyos como de su familia.»
Dodd salió del hospital y se retiró a su granja, donde siguió alimentando la esperanza de tener tiempo para acabar los volúmenes que le quedaban del Viejo Sur. El gobernador de Virginia le devolvió el derecho al voto, explicando que en el momento del accidente Dodd estaba «enfermo y no era totalmente responsable».[831]
En septiembre de 1939, los ejércitos de Hitler invadieron Polonia y estalló la guerra en Europa. El 18 de septiembre Dodd escribió a Roosevelt que aquello se podía haber evitado «si las democracias de Europa» sencillamente hubieran actuado conjuntamente para detener a Hitler, como él siempre había pedido. «Si hubiesen cooperado», decía Dodd, «habrían tenido éxito. Ahora ya es demasiado tarde».[832]
En otoño Dodd estaba confinado al lecho,[833] y era capaz de comunicarse únicamente con una libretita y un lápiz. Su estado se prolongó durante varios meses más hasta principios de febrero de 1940, cuando sufrió otra neumonía. Murió en su cama, en su granja, el 9 de febrero de 1940, a las 3.10 de la tarde, con Martha y Bill a su lado, y la obra de su vida (el Viejo Sur) sin acabar. Le enterraron dos días más tarde en la granja, y Carl Sandburg fue portador del féretro honorario.[834]
Cinco años después,[835] durante el ataque final a Berlín, un obús ruso dio directamente en un establo en el extremo occidental del Tiergarten. La cercana Kurfürstendamm, que en tiempos fue una de las principales calles comerciales y de entretenimiento de Berlín, se había convertido en escenario de lo más macabro: los caballos, las criaturas más felices de la Alemania nazi, bajaban desbocados por la calle con crines y colas en llamas.
* * *
El juicio de los compatriotas de Dodd sobre su carrera como embajador dependía en gran medida del lado del Atlántico en el que se encontrasen.
Para los aislacionistas, era innecesariamente provocativo; para sus oponentes en el Departamento de Estado, era un inconformista que se quejaba demasiado pero no conseguía mantener el nivel del Club Bastante Bueno. Roosevelt, en una carta a Bill hijo, resultaba evasivo hasta la exasperación. «Conociendo su pasión por la verdad histórica y su rara habilidad para iluminar los sentidos de la historia», decía Roosevelt, «su fallecimiento es una auténtica pérdida para la nación».[836]
Para aquellos que conocieron a Dodd en Berlín y que presenciaron de primera mano la opresión y el terror del gobierno de Hitler, siempre sería un héroe. Sigrid Schultz decía que Dodd era «el mejor embajador que hemos tenido en Alemania»,[837] y reverenciaba su disposición a sostener los ideales norteamericanos aun en contra de su propio gobierno. Decía: «Washington no consiguió darle el apoyo debido a un embajador en la Alemania nazi, en parte porque demasiados hombres del Departamento de Estado eran apasionados partidarios de los alemanes, y porque demasiados hombres de negocios influyentes de nuestro país creían que “se podían hacer negocios con Hitler”». El rabino Wise escribió en sus memorias, Challenging Years: «Dodd estaba años por delante del Departamento de Estado en su comprensión de la política, así como las implicaciones morales del hitlerismo, y fue castigado por tal comprensión eliminándole virtualmente de su cargo por tener la decencia y el valor, él solo entre todos los embajadores, de no querer asistir a la celebración anual de Núremberg, que era una glorificación de Hitler».[838]
Más adelante, hasta Messersmith aplaudiría la claridad de visión de Dodd. «A menudo pienso que hubo muy pocos hombres que se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo en Alemania más plenamente que él, y desde luego muy pocos hombres que comprendieran mejor que él las implicaciones para el resto de Europa y para nosotros, y para todo el mundo, de lo que estaba ocurriendo en aquel país.»[839]
Las mayores alabanzas venían de Thomas Wolfe, que durante una visita a Alemania en la primavera de 1935 tuvo una breve aventura con Martha. El escribió a su editor, Maxwell Perkins, que el embajador Dodd había ayudado a conjurar en él «un renovado orgullo y fe en América, y la creencia de que de alguna manera, seguimos teniendo un gran futuro».[840] La casa de los Dodd en Tiergartenstrasse 27a, decía a Perkins, «ha sido un refugio libre y sin temor para gente de todas las opiniones, y gente que vive llena de terror ha podido respirar allí sin miedo, y hablar con sinceridad. Todo esto lo sé de buena tinta, y más aún, la despreocupación seca, sencilla y acogedora con la que el embajador observa las pompas, brillos y condecoraciones y el paso de los que desfilan, te alegra el corazón».
El sucesor de Dodd fue Hugh Wilson, un diplomático a la antigua usanza a quien Dodd había criticado bastante. Fue Wilson, en efecto, el primero que describió el servicio en Exteriores como un «club bastante bueno». La máxima de Wilson, acuñada por Talleyrand antes que él, no conmovía demasiado: «Por encima de todo, que no haya exceso de celo».[841] Como embajador, Wilson buscó poner de relieve los aspectos positivos de la Alemania nazi, y llevó a cabo una campaña personal de contemporización. Prometió al nuevo ministro de Exteriores de Alemania, Joachim von Ribbentrop, que si empezaba la guerra en Europa, él haría todo lo posible por mantener a Estados Unidos fuera. Wilson acusó a la prensa americana de estar «controlada por los judíos»[842] y de cantar un «himno de odio, mientras allí se hacían esfuerzos constantes para construir un futuro mejor». Alababa a Hitler diciendo que era «el hombre que ha sacado a su pueblo de la desesperación moral y económica al estado de orgullo y evidente prosperidad que ahora disfrutaba».[843] Admiraba en particular el programa nazi «fuerza a través de la alegría», que proporcionaba trabajadores al gobierno sin gastos de vacaciones u otros entretenimientos. Wilson lo veía como una herramienta potente para ayudar a Alemania a resistir los avances comunistas y suprimir la exigencia de mayor salario por parte de los trabajadores, un dinero que éstos despilfarraban en «cosas estúpidas, como norma». Consideraba que ese enfoque «sería beneficioso para el mundo, a la larga».[844]
William Bullitt, en una carta de París fechada el 7 de diciembre de 1937, alababa a Roosevelt por elegir a Wilson, afirmando: «Creo que las posibilidades de paz en Europa han mejorado decididamente a causa de su nombramiento de Hugh en Berlín, y se lo agradezco profundamente».[845]
Al final, por supuesto, ni el enfoque de Dodd ni el de Wilson importaron demasiado. A medida que Hitler fue consolidando su poder e intimidando a su público, sólo algún gesto extremo de desaprobación de Estados Unidos podía tener algún efecto, quizá la «intervención forzosa» sugerida por George Messersmith en septiembre de 1933. Tal acto, sin embargo, habría sido políticamente impensable mientras Estados Unidos sucumbía cada vez más a la fantasía de que podía escapar a la implicación de las reyertas en Europa. «Pero la historia», escribía el amigo de Dodd, Claude Bowers, embajador en España y posteriormente en Chile, «dejará constancia de que en un período en que las fuerzas de la tiranía se estaban movilizando para exterminar la libertad y la democracia en todas partes, cuando una equivocada política de “contemporización” estaba llenando los arsenales del despotismo, y en muchos círculos elevados sociales e incluso políticos el fascismo era una moda y la democracia un anatema, él permaneció firme a favor de nuestro modo de vida democrático, luchó correctamente y mantuvo la fe, y cuando le llegó la muerte, su bandera todavía ondeaba».[846]
Y tenemos que preguntarnos: si el Der Angriff de Goebbels se molestó en atacar a Dodd mientras yacía postrado en el lecho de un hospital, ¿realmente fue tan ineficaz como sus enemigos creían? A fin de cuentas Dodd resultó ser exactamente lo que quería Roosevelt, un faro solitario de libertad y esperanza americanas en una tierra cada vez más oscura.