Capítulo 48
ARMAS EN EL PARQUE
Boris y Martha se quedaron en la playa todo el día, retirándose a la sombra cuando el sol era excesivo, y volviendo luego otra vez. Eran más de las cinco cuando recogieron sus cosas y de mala gana volvieron hacia la ciudad, «con la cabeza aturdida»,[714] recordaba Martha, «y el cuerpo ardiendo por el sol». Viajaban con la mayor lentitud que podían, porque no querían que acabase aquel día, ambos todavía disfrutando de la feliz inconsciencia del sol y el agua. El calor había ido en aumento a medida que la tierra desprendía a la atmósfera la calidez que antes había ido acumulando.
Pasaron por un paisaje bucólico, suavizado por la neblina del calor que se alzaba de los campos y bosques que los rodeaban. Pasaban junto a ellos los ciclistas y les adelantaban, algunos con niños pequeños metidos en una cesta encima del guardabarros delantero, o en carritos que llevaban al lado. Mujeres con flores y hombres con mochilas se dejaban llevar por la pasión alemana por una buena y rápida caminata. «Era un día acogedor, cálido y amistoso», escribió Martha.
Para captar los últimos rayos de sol de la tarde y la brisa que fluía por el coche abierto, Martha se levantó el dobladillo de la falda hasta la parte superior de los muslos. «Yo era feliz», recordaba, «estaba encantada con el día que había pasado y con la compañía, y llena de simpatía por el serio, sencillo y amable pueblo alemán, que se estaba tomando un bien ganado día de caminata o de descanso, y disfrutando tan intensamente del campo de su país».
A las seis llegaron a la ciudad. Martha se irguió y se bajó el dobladillo de la falda, «como corresponde a la hija de un diplomático».
La ciudad estaba cambiada. Se fueron dando cuenta poco a poco a medida que se acercaban al Tiergarten. Había menos gente por la calle de lo que se consideraría normal, y esta gente tendía a reunirse en «curiosos grupos estáticos», tal y como lo expresó luego Martha. El tráfico se movía con lentitud. En el momento en que Boris estaba a punto de entrar en Tiergartenstrasse, el flujo de coches se detuvo por completo. Vieron camiones del ejército y metralletas y de pronto se dieron cuenta de que las únicas personas que estaban a su alrededor eran hombres de uniforme, sobre todo el negro de las SS y el verde de la fuerza policial de Göring. Notablemente ausentes se hallaban los uniformes pardos de las SA. Y eso resultaba especialmente extraño, porque el cuartel general de las SA y el hogar del capitán Röhm estaban muy cerca.
Llegaron a un control. La matrícula de Boris indicaba su estatus diplomático. La policía les hizo señas de que pasaran.
Boris fue conduciendo despacio a través de un paisaje nuevo y siniestro. Al otro lado de la calle de la casa de Martha, junto al parque, se encontraba una hilera de soldados, armas y camiones militares. Más abajo siguiendo la calle Tiergartenstrasse, en el punto donde se cruzaba con Standartenstrasse (la calle de Röhm), vieron más soldados y una barrera de cuerda que marcaba que la calle estaba cerrada.
La sensación era de ahogo. Unos camiones corrientes bloqueaban la vista del parque. Y hacía calor. Era por la tarde, después de las seis, pero el sol todavía estaba alto y calentaba. Ese sol, que antes era tan atractivo, ahora a Martha le parecía «achicharrante». Ella y Boris se separaron. Ella corrió a la puerta de su casa y entró rápidamente. La súbita oscuridad y el aire frío y pétreo del vestíbulo eran tan discordantes que ella se sintió mareada, «se me cegaron los ojos de momento por la falta de luz».
Subió la escalinata hasta el piso principal y allí encontró a su hermano. «Estábamos preocupados por ti», dijo él. Le contó que le habían pegado un tiro al general Schleicher. Su padre había ido a la embajada a preparar un mensaje para el Departamento de Estado. «No sabemos lo que está pasando», añadió Bill. «En Berlín hay ley marcial.»
En aquel primer instante, el nombre «Schleicher» no le dijo nada. Luego recordó: Schleicher, el general, un hombre de porte militar y gran integridad, antiguo canciller y ministro de Defensa.
«Me senté, todavía confusa y terriblemente preocupada», recordaba Martha. No comprendía por qué habían matado al general Schleicher. Le recordaba como una persona «cortés, atractiva e inteligente».
También habían matado a la mujer de Schleicher, le dijo Bill. Ambos habían recibido disparos por la espalda, en su jardín; numerosos disparos. La historia iría cambiando a lo largo de los días siguientes, pero el hecho irrevocable era que los Schleicher estaban muertos.
La señora Dodd bajó las escaleras. Ella, Bill y Martha se fueron a uno de los salones de recepción. Tomaron asiento muy juntos y hablaron en voz baja. Observaron que Fritz aparecía con una frecuencia inusual. Cerraron todas las puertas. Fritz siguió llevándoles noticias de nuevas llamadas telefónicas de amigos y corresponsales. Parecía asustado, «blanco y aterrorizado», escribió luego Martha.
La historia que contó Bill era espantosa. Aunque la neblina de los rumores emborronaba toda nueva revelación, algunos hechos eran ciertos. Los Schleicher eran sólo dos muertos más entre docenas, quizá centenares de asesinatos oficiales cometidos hasta el momento aquel día, y la matanza continuaba. Se decía que Röhm estaba bajo arresto, y que su destino era incierto.
Cada nueva llamada telefónica traía nuevas noticias, muchas demasiado absurdas para creerlas. Se decía que pelotones de asesinos iban recorriendo el campo, cazando a sus presas. A Karl Ernst, jefe de las SA de Berlín, lo sacaron del barco donde iba a pasar su luna de miel. Un importante líder de la Iglesia católica fue asesinado en su despacho. Un segundo general del ejército también fue tiroteado, igual que un crítico de música de un periódico. Aquellas muertes parecían aleatorias y caprichosas.
Hubo un momento perversamente cómico. Los Dodd recibieron un lacónico RSVP (répondez s’il vous plaît) del despacho de Röhm, afirmando que «para su gran pesar», no podía asistir a la cena en casa de Dodd para el siguiente viernes 6 de julio «porque estaba ausente para curarse una enfermedad».[715]
«A la vista de la incertidumbre de la situación», escribió Dodd en su diario, «quizá era mejor que no aceptase».[716]
* * *
A la sensación de agitación de aquel día se añadía una colisión que ocurrió justo ante el 27a, cuando el chófer de la embajada, un hombre llamado Pickford, chocó con una moto y le rompió la pierna al conductor… una pierna de madera.[717]
En medio de todo ese jaleo, una cuestión especialmente acuciante seguía preocupando a Dodd: ¿qué había ocurrido con Papen, el héroe de Marburgo, a quien tanto odiaba Hitler? Se decía que Edgar Jung, el autor del discurso de Papen, había muerto de un tiro, y que el secretario de Prensa de Papen también había acabado asesinado. En ese clima criminal, ¿habría sobrevivido el propio Papen?