Capítulo 54
UN SUEÑO DE AMOR
En los meses que siguieron al ascenso final de Hitler, la sensación de futilidad de Dodd se fue agudizando, igual que una añoranza simultánea de volver a su granja en las suaves lomas de los Apalaches, entre sus hermosas manzanas rojas y sus vacas perezosas. Escribió: «Resulta muy humillante para mí estrechar las manos de asesinos conocidos y confesos».[788] Fue una de las pocas voces en el gobierno de Estados Unidos que alertó de las verdaderas ambiciones de Hitler y los peligros del sesgo aislacionista de Norteamérica. Le decía al secretario Hull en una carta fechada el 30 de agosto de 1934: «Con Alemania unida como nunca lo ha estado,[789] se están armando y entrenando 1.500.000 hombres, a todos los cuales se les enseña cada día a creer que la Europa continental debería estar subordinada a ellos». Y añadía: «Creo que debemos abandonar el llamado aislamiento». Escribió al jefe del Estado Mayor del ejército, Douglas MacArthur: «A mi juicio, las autoridades alemanas se están preparando para una lucha continental. Existen muchas pruebas. Sólo es cuestión de tiempo».[790]
Roosevelt compartía en gran medida ese punto de vista, pero la mayoría de los norteamericanos parecían más decididos que nunca a mantenerse apartados de las reyertas europeas. A Dodd le maravillaba ese hecho. Escribió a Roosevelt en abril de 1935: «Me asombraría que los huesos de Woodrow Wilson no se revolviesen en su tumba de la catedral.[791] Posiblemente usted pueda hacer algo, pero por lo que dicen de la actitud del Congreso, tengo serias dudas. Tantos hombres… piensan que el aislamiento absoluto es el paraíso».
Dodd se resignaba a lo que él llamaba «el delicado trabajo de observar con mucho cuidado y no hacer nada».[792]
La sensación de repulsión moral hizo que se retrajese de todo compromiso activo con el Tercer Reich de Hitler. El régimen, a su vez, reconociendo que se había convertido en un oponente obstinado, quiso aislarle del discurso diplomático.
La actitud de Dodd horrorizaba a Phillips, que escribió en su diario: «¿Para qué demonios nos sirve tener un embajador que se niega a hablar con el gobierno ante el cual está acreditado?».[793]
* * *
Alemania continuaba su marcha hacia la guerra e intensificó su persecución de los judíos, aprobando una serie de leyes bajo las cuales los judíos dejaban de ser ciudadanos, por mucho tiempo que llevasen sus familias viviendo en Alemania, y sin importar lo valientemente que hubiesen luchado por Alemania en la Gran Guerra. Ahora, en sus paseos a través del Tiergarten, Dodd veía que algunos bancos estaban pintados de amarillo indicando que eran para judíos. El resto, los más deseables, estaban reservados para los arios.
Dodd observó, impotente, cómo los alemanes ocupaban Renania el 7 de marzo de 1936 sin resistencia alguna. Vio Berlín transformado para los Juegos Olímpicos, cuando los nazis limpiaron la ciudad y eliminaron sus estandartes antijudíos, y vio intensificarse de nuevo la persecución en cuanto se hubo ido la muchedumbre de extranjeros. Vio crecer la estatura de Hitler en el interior de Alemania hasta convertirse en un dios. Las mujeres chillaban cuando pasaba cerca, los cazadores de recuerdos excavaban trozos de tierra del suelo donde él pisaba. En septiembre de 1936, en el mitin del partido en Núremberg, al que Dodd no asistió, Hitler llevó a su público casi a la histeria. «¡Que me hayáis encontrado… entre tantos millones, es el milagro de nuestros días!», exclamaba.[794] «¡Que os haya encontrado es la fortuna de Alemania!»
El 19 de septiembre de 1936, en una carta marcada como «Personal y Confidencial», Dodd escribió al secretario Hull contándole su frustración al ver cómo se desarrollaban los acontecimientos sin que nadie se atreviese a interceder. «Con los ejércitos aumentando de tamaño y de eficiencia todos los días,[795] con miles de aeroplanos dispuestos al momento a dejar caer bombas y soltar gas venenoso encima de grandes ciudades, y con todos los demás países, pequeños y grandes, armándose como nunca, uno ya no puede sentirse seguro en ninguna parte», escribía. «¡Cuántos errores y fallos desde 1917, y especialmente durante los doce últimos meses, y ningún país democrático hace nada, ni castigos morales ni económicos, para detener el proceso!»
La idea de dimitir fue resultando cada vez más atractiva para Dodd. Le escribió a Martha: «No se lo digas a nadie, pero no creo que pueda continuar en esta atmósfera más de la primavera que viene. No puedo hacer a mi país ningún servicio, y la tensión es demasiado grande para estar siempre sin hacer nada».[796]
Mientras tanto, sus oponentes en el Departamento de Estado redoblaron sus campañas para expulsarle. Su eterno enemigo, Sumner Welles, llegó al cargo de subsecretario de Estado, reemplazando a William Phillips, que en agosto de 1936 se convirtió en embajador de Italia. Más cerca se encontraba un nuevo antagonista, William C. Bullitt, otro de los hombres elegidos a dedo por Roosevelt (graduado de Yale, sin embargo), que dejó su puesto como embajador de Rusia para dirigir la embajada de Estados Unidos en París. En una carta a Roosevelt el 7 de diciembre de 1936, Bullitt escribía: «Dodd tiene muchas cualidades admirables y extraordinarias, pero está muy mal provisto para el cargo que ocupa ahora. Odia demasiado a los nazis para poder hacer nada con ellos, ni sacar nada de ellos. Necesitamos en Berlín a alguien que al menos se muestre civilizado con los nazis y hable alemán a la perfección».[797]
La negativa categórica de Dodd a asistir a los mítines del Partido Nazi seguía hiriendo a sus enemigos. «Personalmente, no entiendo por qué se muestra tan sensible», escribía Moffat en su diario.[798] Aludiendo al discurso del día de Colón que pronunció Dodd en octubre de 1933, Moffat preguntó: «¿Por qué considera tan intolerable oír a los alemanes despotricar contra nuestra forma de gobierno, cuando él decidió en la Cámara de Comercio despotricar ante un público alemán contra una forma de gobierno autocrática?».
Las filtraciones persistieron, aumentando la presión pública para que sustituyesen a Dodd. En diciembre de 1936 el columnista Drew Pearson, autor junto con Robert S. Allen de una columna del Sindicato de Caricaturistas Unidos llamada «El carrusel de Washington», publicó un duro ataque contra Dodd, «atacándome violentamente como si fuera un fracasado y pretendiendo que el presidente es de la misma opinión», escribió Dodd el 13 de diciembre. «Esto es nuevo para mí.»[799]
El ataque de Pearson hirió profundamente a Dodd. Había pasado la mayor parte de aquellos cuatro años queriendo cumplir el mandato de Roosevelt de servir como modelo de los valores americanos, y creía que lo había hecho tan bien como se podía esperar de cualquier hombre, dada la naturaleza extraña, irracional y brutal del gobierno de Hitler. Temía que si dimitía entonces, bajo un nubarrón tan negro, dejaría la impresión de que le habían obligado a hacerlo. «Mi posición es difícil», escribía en su diario.[800] «Abandonar mi trabajo aquí bajo estas circunstancias me colocaría en una posición defensiva y positivamente falsa en nuestro país.» Su dimisión, afirmaba, «se consideraría de inmediato una confesión o un fracaso».
Decidió posponer su partida, aunque sabía que había llegado el momento de retirarse. Mientras tanto, pidió otro permiso para ir a Estados Unidos, descansar en su granja y reunirse con Roosevelt. El 24 de julio de 1937 Dodd y su mujer hicieron el largo viaje en coche a Hamburgo, donde Dodd embarcó en el City of Baltimore, y a las siete en punto inició la lenta navegación por el Elba hacia el mar.
* * *
Dejar a Dodd a bordo de aquel barco le rompió el corazón a su mujer. La noche siguiente, domingo, le escribió un carta para que él la recibiera a su llegada. «He pensado en ti, querido mío, todo el camino de vuelta a Berlín, y me he sentido muy triste y sola, especialmente por verte partir sintiéndote tan mal y tan desgraciado.»[801]
Le pedía que se relajase y que intentase dominar los persistentes «dolores de cabeza nerviosos» que le incapacitaban desde hacía un par de meses.
«Por favor, por favor, por nuestro bien, si no por el tuyo, cuídate mucho más y vive de una manera menos tensa y exigente.» Si él se mantenía sano, le decía, todavía tendría tiempo de conseguir las cosas que quería… y es posible que ella se refiriese aquí a completar su Viejo Sur.
Le preocupaba pensar que todo aquel dolor y aquella tensión, aquellos cuatro años en Berlín, hubiesen sido en parte culpa suya. «Quizá fui demasiado ambiciosa para ti, pero eso no significa que te ame menos», escribía. «No puedo evitarlo… tener ambiciones para ti. Es algo natural.»
Pero todo eso había terminado, le decía después. «Decide lo que es mejor y lo que prefieres, y yo estaré contenta.»
La carta luego se ponía un poco más lúgubre. Ella le describía el camino de vuelta a Berlín, aquella noche. «El viaje fue bien, aunque nos cruzamos con muchos camiones del ejército… con esos horribles instrumentos de muerte y destrucción dentro. Todavía noto que me recorre un escalofrío cuando los veo, junto con los otros muchos signos de la catástrofe que se avecina. ¿Es que no hay ninguna manera posible de evitar que hombres y naciones se destruyan entre sí? ¡Es horrible!»
Todo esto fue cuatro años y medio antes de que Estados Unidos entrase en la Segunda Guerra Mundial.
* * *
Dodd necesitaba aquel descanso. Su salud realmente había empezado a preocuparle. Ya desde su llegada a Berlín empezó a tener problemas estomacales y dolores de cabeza, pero últimamente éstos se habían vuelto más intensos. Sus dolores de cabeza a veces persistían durante semanas sin fin. El dolor, decía, «se extendía por las conexiones nerviosas entre el estómago, los hombros y el cerebro, hasta que dormir resultaba casi imposible».[802] Sus síntomas habían empeorado hasta el punto de que en uno de sus anteriores permisos consultó a un especialista, el doctor Thomas R. Brown, jefe del Departamento de Enfermedades Digestivas del hospital Johns Hopkins, en Baltimore (que en 1934, en un simposio de gastroenterología, observaba con sobriedad glacial: «no debemos olvidar que es esencial estudiar las deposiciones desde todos los ángulos»). Al saber que Dodd estaba trabajando en una historia épica del Sur y que completarla era el gran objetivo de toda su vida, el doctor Brown le recomendó amablemente que dejase su puesto en Berlín. Le dijo a Dodd: «A los sesenta y cinco uno debe recapacitar y decidir qué es lo esencial, y hacer planes para completar nuestra obra fundamental, si es posible».[803]
En el verano de 1937 Dodd tenía dolores de cabeza casi continuos y brotes de problemas digestivos que en una ocasión hicieron que permaneciera hasta treinta horas sin comer nada.
En la raíz de sus problemas de salud debía de haber algo mucho más grave que la tensión por el trabajo, aunque ciertamente, el estrés era un factor importante. George Messersmith, que al final se trasladó de viena a Washington para ocupar el cargo de ayudante del secretario de Estado, escribió en unas memorias sin publicar que creía que Dodd había sufrido un declive orgánico e intelectual. Las cartas de Dodd se iban por las ramas y su escritura se degradó hasta tal punto que otros del departamento se las pasaban a Messersmith para que las «descifrara». El uso de la escritura manual por parte de Dodd aumentó a medida que iba confiando menos en los estenógrafos. «Era obvio que a Dodd le estaba ocurriendo algo», escribió Messersmith. «Sufría de algún tipo de deterioro mental.»[804]
La causa de todo aquello, según creía Messersmith, era que Dodd no se acostumbraba a la conducta del régimen de Hitler. La violencia, la obsesiva marcha hacia la guerra, el trato despiadado a los judíos, todo ello había dejado a Dodd «tremendamente deprimido», según Messersmith. Dodd no podía aceptar que todas esas cosas estuviesen ocurriendo en la Alemania que conoció y amó tanto cuando era un joven estudiante en Leipzig.
Messersmith decía: «Creo que estaba tan anonadado por todo lo que estaba ocurriendo en Alemania y los peligros que eso suponía para el mundo que no era capaz ya de pensamiento y juicio racional».[805]
Tras una semana en su granja, Dodd se encontraba mucho mejor. Fue a Washington y el miércoles 11 de agosto se reunió con Roosevelt. Durante su conversación, que duró una hora, Roosevelt dijo que le gustaría que se quedase en Berlín unos meses más. Instó a Dodd a dar todas las conferencias que pudiese mientras estaba en Estados Unidos, y que «dijese la verdad sobre las cosas», una orden que confirmaba a Dodd que todavía tenía la confianza del presidente.[806]
Pero mientras Dodd estuvo en Estados Unidos, el Club Bastante Bueno tramó una afrenta singular. Uno de los hombres más recientes del embajador, Prentiss Gilbert, que actuaba como embajador en funciones (o encargado de negocios), recibió el consejo del Departamento de Estado de asistir al siguiente mitin del Partido Nazi en Núremberg. Así lo hizo Gilbert. Fue en un tren especial para diplomáticos, a cuya llegada a Núremberg les saludaron diecisiete aviones militares que volaban formando una esvástica.
Dodd vio en todo aquello la mano del subsecretario Sumner Welles. «Llevo mucho tiempo creyendo que Welles se opone a mí y a todo lo que yo he recomendado», escribió Dodd en su diario.[807] Uno de los pocos aliados de Dodd en el Departamento de Estado, R. Walton Moore, ayudante del secretario de Estado, compartía el desagrado que Dodd sentía por Welles, y confirmó sus temores: «No tengo ni la menor duda de que está usted en lo cierto al situar la influencia que ha estado determinando en gran medida la acción del departamento desde mayo».[808]
Dodd estaba furioso. Le parecía que apartarse de esos congresos era una de las pocas maneras que tenía de mostrar sus auténticos sentimientos, y los de Estados Unidos, hacia el régimen de Hitler. Envió una protesta incisiva y (según él creía) confidencial al secretario Hull. Para gran consternación de Dodd, esa carta se filtró a la prensa. La mañana del 4 de septiembre de 1937 vio un artículo sobre el tema en el New York Herald Tribune, en el que se resumía un párrafo entero de la carta, junto con el telegrama subsiguiente.
La carta de Dodd indignó al gobierno de Hitler. El nuevo embajador alemán en Estados Unidos, Hans-Heinrich Dieckhoff, le dijo al secretario de Estado Hull que aunque no hacían una propuesta formal de que se retirase a Dodd, «deseaba dejar bien claro que el gobierno alemán sentía que no era persona grata».[809]
* * *
El 19 de octubre de 1937 Dodd tuvo una segunda reunión con Roosevelt, esta vez en casa del presidente, en Hyde Park, «un lugar maravilloso», decía Dodd.[810] Su hijo Bill le acompañó. «El presidente hizo patente su ansiedad por la marcha de los asuntos exteriores», escribió Dodd en su diario. Hablaron del conflicto chino-japonés, entonces en plena ebullición, y la perspectiva de una gran conferencia de paz que pronto tendría lugar en Bruselas destinada a ponerle fin. «Una cosa le preocupaba», decía Dodd. «¿Podrían cooperar realmente Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Rusia?»
La conversación se trasladó a Berlín. Dodd le pidió a Roosevelt que le mantuviera en su cargo al menos hasta el 1 de marzo de 1938, «en parte porque no deseaba dejar que los extremistas alemanes pensaran que sus quejas… habían tenido demasiado éxito». Se llevó la impresión de que Roosevelt aceptaba.
Dodd instó al presidente para que eligiera a un colega profesor de historia, James T. Shotwell, de la Universidad de Columbia, como sustituto suyo. Roosevelt parecía dispuesto a considerar la idea. Cuando la conversación llegó a su fin, Roosevelt invitó a Dodd y a Bill a que se quedaran a almorzar. La madre de Roosevelt y otros miembros del clan Delano se unieron a ellos. Dodd dijo que fue «una reunión encantadora».
Cuando se disponía a irse, Roosevelt le dijo: «Escríbame personalmente sobre la marcha de las cosas en Europa. Leo muy bien su letra».
En su diario, Dodd añadió: «Le prometí que le escribiría tales cartas confidenciales, pero ¿cómo conseguir que llegasen a él sin que las leyeran los espías?».
Dodd se embarcó para Berlín. Su anotación en el diario del viernes 29 de octubre, el día de su llegada, era breve, pero reveladora. «En Berlín otra vez. ¿Qué voy a hacer?»[811]
No sabía entonces que de hecho Roosevelt había cedido a la presión tanto del Departamento de Estado como de Asuntos Exteriores y había accedido a que Dodd dejase Berlín antes de final de año. Dodd se quedó asombrado cuando, la mañana del 23 de noviembre de 1937, recibió un breve telegrama de Hull, señalado como «estrictamente confidencial», que decía: «El presidente lamenta cualquier inconveniente personal que pueda causarle, pero desea que le pida que se disponga a dejar Berlín si es posible hacia el 15 de diciembre, y en cualquier caso, nunca más tarde de Navidad, a causa de las complicaciones que usted ya conoce y que amenazan con ir en aumento».[812]
Dodd protestó, pero Hull y Roosevelt se mantuvieron firmes. Dodd reservó un pasaje para él y para su mujer en el SS Washington, que debía partir el 29 de diciembre de 1937.
* * *
Martha viajó dos semanas antes, pero primero ella y Boris se reunieron en Berlín para despedirse. Para hacer tal cosa, decía ella, él abandonó su puesto en Varsovia sin permiso. Fue un episodio romántico y desgarrador, al menos para ella. De nuevo le declaró a él su deseo de casarse.
Esa fue la última vez que se vieron. Boris le escribió el 29 de abril de 1938, desde Rusia. «Hasta ahora he vivido con el recuerdo de nuestro último encuentro en Berlín. Qué lástima que sólo durase dos noches. Querría prolongar ese tiempo al resto de nuestras vidas. Qué buena y dulce fuiste conmigo, querida. Nunca lo olvidaré… ¿Qué tal ha ido el viaje a través del océano? Un día cruzaremos juntos ese océano y juntos contemplaremos las olas eternas y viviremos nuestro amor eterno. Te amo. Te siento y sueño con los dos. No me olvides. Tuyo, Boris.»[813]
De vuelta en Estados Unidos, fiel a su naturaleza y no a Boris, Martha se enamoró enseguida de otro hombre, Alfred Stern, neoyorquino de sensibilidad izquierdista. El era diez años mayor que ella, medía metro ochenta, era guapo y rico, habiendo disfrutado de un espléndido convenio tras su divorcio de una heredera del imperio Sears Roebuck. Se comprometieron y se casaron en un tiempo increíblemente breve, el 16 de junio de 1938,[814] aunque según las noticias aparecidas en la prensa hubo una segunda ceremonia más tarde, en la granja de Round Hill, Virginia. Ella llevaba un vestido de terciopelo negro con rosas rojas. Escribiría años más tarde que Stern fue el tercer y último gran amor de su vida.
Le contó lo de su matrimonio a Boris en una carta fechada el 9 de julio de 1938. «Ya sabes, querido, que tú significaste en mi vida más que cualquier otro. También sabes que si me necesitas, estaré dispuesta a acudir cuando me llames.»[815] Y añadía: «Miro hacia el futuro y te veo de nuevo en Rusia».
Cuando la carta llegó a Rusia Boris ya estaba muerto, ejecutado, uno de los incontables agentes del NKVD que cayeron víctimas de la paranoia de Stalin. Martha se enteró más tarde de que a Boris se le acusó de colaborar con los nazis. Ella decía que aquella acusación era «una locura». Se preguntaba mucho después si su relación con él, especialmente aquella última reunión no autorizada en Berlín, habría desempeñado algún papel sellando su destino.
Nunca supo que aquella última carta de Boris, en la que aseguraba que soñaba con ella, era falsa, escrita por Boris siguiendo las órdenes del NKVD poco antes de su ejecución, para evitar que su muerte destruyese la simpatía de ella por la causa soviética.[816]