Capítulo 8

CONOCER A PUTZI

Con la ayuda de Sigrid Schultz y Quentin Reynolds, Martha se introdujo rápidamente en el tejido social de Berlín. Como era lista, coqueta y guapa, se convirtió en la favorita de los jóvenes funcionarios del cuerpo diplomático extranjero, y una invitada muy solicitada en las fiestas informales, las llamadas «fiestas con alubias» y «veladas de cerveza», celebradas cuando ya habían concluido las funciones obligatorias del día.[224] También se volvió habitual en las reuniones nocturnas de veinte o más corresponsales que quedaban en un restaurante italiano, Die Taverne, que pertenecía a un alemán y a su mujer belga. El restaurante siempre tenía una mesa redonda grande en un rincón para el grupo, una Stammtisch, o mesa de habituales, cuyos miembros, incluida Schultz, solían llegar hacia las diez de la noche y podían quedarse allí hasta las cuatro de la mañana. El grupo había cogido fama. «El local entero les mira a hurtadillas y trata de oír lo que hablan»,[225] escribiría Christopher Isherwood en Adiós a Berlín. «Si viene alguien con información —detalles de un arresto, o las señas de una víctima a cuyos parientes entrevistar—, uno de los periodistas se levanta de la mesa y sale con él a dar una vuelta por la calle.» La mesa a menudo recibía visitas especiales de los secretarios primeros y segundos de diversas embajadas extranjeras, y también varios funcionarios nazis de prensa, y en una ocasión incluso el jefe de la Gestapo, Rudolf Diels. William Shirer, posterior miembro del grupo, veía a Martha como una participante muy valiosa: «guapa, vivaz, buena conversadora».[226]

En ese nuevo mundo, la tarjeta de visita era la moneda corriente.[227][4] El carácter de la tarjeta de un individuo reflejaba el carácter del individuo, la percepción que tenía de sí mismo, cómo quería que le percibiera el mundo. Los líderes nazis invariablemente tenían las tarjetas más grandes, con los títulos más imponentes, normalmente impresas en alguna letra teutónica muy gruesa. El príncipe Louis Ferdinand, hijo del príncipe coronado de Alemania, un joven de buen carácter que había trabajado en una fábrica de montaje de Ford en Estados Unidos, tenía una tarjetita diminuta, en la que sólo constaba su nombre y su título. Su padre, por otra parte, tenía una tarjeta grande, con una foto de sí mismo a un lado, con toda la parafernalia regia, y el otro lado en blanco. Las tarjetas eran versátiles. Una nota garabateada en una tarjeta servía como invitación a cenas y fiestas o para citas más formales. Tachando simplemente el apellido, un hombre o una mujer transmitían amistad, interés o incluso intimidad.

Martha acumulaba docenas de tarjetas, y las guardaba. Tarjetas del príncipe Louis, que pronto se convirtió en pretendiente y amigo; de Sigrid Schultz, por supuesto, y de Mildred Fish Harnack, que estaba presente en el andén de la estación cuando llegaron Martha y sus padres a Berlín. Un corresponsal de la United Press, Webb Miller, escribió en su tarjeta: «Si no tienes nada más importante que hacer, ¿por qué no cenas conmigo?».[228] Y le indicaba su hotel y el número de su habitación.

* * *

Al fin, ella conoció a su primer nazi importante. Tal y como le había prometido, Reynolds la llevó a la fiesta de su amigo inglés, «una celebración muy lujosa y alcohólica».[229] Un buen rato después de su llegada, un hombre inmenso con una mata de pelo negro carbón entró en la sala «causando sensación»,[230] recordó después Martha, pasando su tarjeta a derecha e izquierda, con énfasis decidido en las receptoras jóvenes y guapas. De metro noventa y cinco de altura, era una cabeza más alto que la mayoría de los hombres que estaban en la sala, y pesaba sus buenos 113 kilos. Una observadora le describió una vez como «de un aspecto absolutamente extraño, como una enorme marioneta con las cuerdas flojas».[231] Aun con el escándalo de la fiesta, su voz sobresalía como el trueno por encima de la lluvia.

Reynolds le dijo a Martha que aquel era Ernst Hanfstaengl. Oficialmente, tal como indicaba su tarjeta, era Auslandspressechef (jefe de prensa extranjera) del Partido Nacionalsocialista, aunque de hecho aquél era un trabajo inventado, con poca autoridad real, una prebenda que le había concedido Hitler para reconocer la amistad de Hanfstaengl ya desde los primeros días, cuando Hitler iba a menudo a casa de Hanfstaengl.

Después de presentarles, Hanfstaengl le dijo a Martha: «Llámame Putzi». Era su apodo infantil, usado universalmente por sus amigos y conocidos y por todos los corresponsales de la ciudad.

Ese era el gigante del que Martha por aquel entonces había oído hablar tanto, el del apellido impronunciable y de imposible ortografía, adorado por muchos corresponsales y diplomáticos, odiado y temido por muchos otros. Este último bando incluía a George Messersmith, que decía sentir «un desagrado instintivo» por aquel hombre.[232] «Es totalmente insincero, y uno no puede creerse ni una sola palabra de lo que dice», afirmaba Messersmith.[233] «Finge la amistad más íntima con aquellos a quienes al mismo tiempo está intentando perjudicar a escondidas, o a los que ataca directamente.»

Al amigo de Martha, Reynolds, al principio le gustó Hanfstaengl. A diferencia de otros nazis, aquel hombre «se desvivía por ser cordial con los norteamericanos»,[234] recordaba Reynolds. Hanfstaengl se ofrecía a prepararle entrevistas que de otro modo sería imposible conseguir, y se presentaba a sí mismo ante los corresponsales en la ciudad como uno de esos chicos «informales, simpáticos, encantadores». Sin embargo, el afecto de Reynolds por Hanfstaengl acabó por enfriarse. «Tenías que conocer a Putzi para que te desagradara de verdad. Eso», observaba, «venía después».[235]

Hanfstaengl hablaba inglés muy bien. En Harvard fue miembro del Club Hasty Pudding,[236] un grupo de teatro, y dejó embelesado para siempre a su público cuando para una actuación se disfrazó de chica holandesa llamada Gretchen Spootsfeiffer. Llegó a tener como compañero de clase a Theodore Roosevelt, el hijo mayor de Teddy Roosevelt, y se convirtió en visitante habitual de la Casa Blanca. Se decía que Hanfstaengl había tocado el piano en el sótano de la Casa Blanca con tanta energía que rompió algunas cuerdas.[237] Como adulto, llevaba la galería de arte de su familia en Nueva York, donde conoció a su futura esposa. Después de trasladarse a Alemania, la pareja se volvió íntima de Hitler y le hizo padrino de su hijo recién nacido, Egon. El chico le llamaba «tío Dolf».[238] A veces, cuando Hanfstaengl tocaba para Hitler, el dictador lloraba.

A Martha le gustaba Hanfstaengl. No era lo que esperaba que fuese un dirigente importante nazi, «proclamando de una manera tan escandalosa su encanto y talento».[239] Era grande, lleno de energía, con unas manos gigantescas de enormes dedos, manos que la amiga de Martha, Bella Fromm, describiría como «de las dimensiones más espantosas»,[240] y una personalidad que pasaba fácilmente de un extremo al otro. Martha escribió: «Tiene unos modales amables y obsequiosos, una bonita voz, que usa conscientemente con mucho arte, a veces susurrante y suave, al momento siguiente aullante, atronando la habitación».[241] Dominaba todos los medios sociales. «Podía dejar exhausto a cualquiera y, de pura perseverancia, vencer tanto a gritos como a susurros al hombre más fuerte de Berlín.»[242]

A Hanfstaengl también le gustaba Martha, pero no tenía muy buena opinión de su padre. «Era un modesto profesor de historia del Sur, que llevaba su embajada con un presupuesto muy reducido y probablemente intentaba ahorrar dinero de su paga»,[243] escribió Hanfstaengl en sus memorias. «En un momento en que hacía falta un robusto millonario para que compitiese con la extravagancia de los nazis, él iba remoloneando, discretamente, como si todavía se encontrase en el campus de su universidad.» Hanfstaengl se refería a él despectivamente como «papá» Dodd.[244]

«Lo mejor que tenía Dodd», afirmaba Hanfstaengl, «era su atractiva y rubia hija, Martha, a la que llegué a conocer muy bien».[245] Hanfstaengl la encontraba encantadora, vibrante y desde luego una mujer con un gran apetito sexual.

Y eso le dio una idea.