CAPÍTULO LXVIII
EN el camión, Lorenzo estaba muy preocupado con lograr un desenlace correcto.
—¿Preparaste bien todo, Lorencito?
—Lo revisé mil veces, papá. Inundé todo con gasolina como para quemar medio mundo. Dispuse tres distintos programadores horarios como te dije. Conecté a cada uno una bombilla a la que rompí el cristal y dejé descansar sobre un colchón completamente impregnado en gasolina. Aparte de ello, conecté un cuarto programador de doce voltios a una batería, por si hay un fallo de corriente eléctrica. No hay ninguna posibilidad de que todo eso no se destruya completamente dentro de doce horas.
—No quisiera bajo ningún concepto que puedan buscar ahí ningún rastro, ni encontrar sobre todo una sola huella de don César.
—Todo serán cenizas dentro de poco más de doce horas.
—Eso es lo importante. ¿Dejaste fuera del refugio lo que te indiqué?
—Sí, papá. Sabrán que hemos estado ahí y no en México como ellos pensaban.
Continuaron hacia México, cruzando por el camino que ya habían estudiado. Continuaron manejando el camión día y noche sin descanso los dos mil kilómetros que les separaban de Monterrey.
Al fin llegaron a Monterrey, donde introdujeron el camión en el almacén de la empresa de transportes que había adquirido Lorenzo.
Sacaron del doble fondo a los secuestrados en muy mala situación, hacinados, con deshechos humanos esparcidos por el doble fondo, prácticamente enfermos. Los reanimaron. Les dieron comida y agua más que suficiente. Les mantuvieron bajo vigilancia arrinconados al fondo del camión. Así permitieron que se ventilara el interior. Finalmente cerraron de nuevo el portón trasero del vehículo.
—Bueno —dijo Lorencito—, os queda poco para estar en casa.
—Apágales la luz del interior del camión dentro de media hora para que duerman y no permitas que vean este almacén, para que nunca sepan dónde han estado.
—Todo estará controlado, papá —respondió Lorenzo.
Lorenzo se dirigió al pequeño cuarto de oficina o escritorio que había en el almacén, tomó uno de los celulares previstos para ello y se dispuso a hacer la llamada más importante.
—¿Y la mujer y el hijo del juez? —interpeló Carmen.
—Les comunicaré dónde están cuando estemos todos a salvo —respondió Lorenzo—. Ahora, déjame hacer esta llamada.
—Amigo, ¿lo tenéis todo bien dispuesto? Aquí lo tengo controlado... Claro que tengo el resto del dinero. Ya sabes de mi seriedad... Ha habido muchos gastos, claro... Pasado mañana, mi hijo mayor y yo estaremos en Mazatenango... Claro, avisa a don César. Disponedlo todo vosotros; él que no se mueva de su casa. Le visitáis como tantos simpatizantes, nada de llamadas. Que recuerde don César que no me canso de recordarlo, que seguro que la pulsera que lleva Carlos emite sonido y por tanto las conversaciones a su alrededor.
Al otro lado del teléfono, uno de los dos delincuentes amigos de Lorenzo, los que le habían ayudado en su día a capturar a los que quisieron violar a Carmen, estaba reunido con su colega. Lo tenían todo preparado por dos motivos: porque cobrarían mucho dinero por todo ello y porque odiaban a muerte a los gringos y simpatizaban con Carlos.
Las instrucciones de Lorenzo habían sido clarísimas: evitar a toda costa la muerte de nadie, pero principalmente de cualquier guatemalteco.
Lorenzo finalizó la llamada y se dirigió a Lorencito:
—No podemos perder tiempo en descansar, hijo. Hay que salir con el carro y conducir día y noche de nuevo para Mazatenango. Dormiremos en el carro. —Se dirigió entonces a Carmen—: Ya sabes dónde has de ir hasta que nos reunamos. Pasará algún tiempo, pero estarás bien en el lugar que te he preparado. Olvídate para siempre de tu antigua personalidad y tu antiguo aspecto. Tranquila, porque seguro que saldremos adelante y viviremos; en caso contrario, ya sabes, nunca les des la oportunidad de agarrarte viva.
Los dos lloraron, también Lorencito, antes de separarse.