CAPÍTULO I
A sus casi cincuenta años, Lorenzo se levantaba de la cama algunos días sintiendo que tenía treinta años; otros, le parecía que tenía ciento treinta. últimamente, casi todos los días creía tener ciento treinta; pero sabía que su hijo le necesitaba y luchaba por tener su cuerpo con las fuerzas de los treinta años. Hacía dieta y más ejercicio. Se preocupaba por controlar su tensión arterial y el ritmo de su corazón. No podía fallarle, pero sentía miedo de hacerlo, porque estaba pasando el momento más difícil de su vida.
Mientras pensaba en todo ello, sacaba de su boca algunos clavos que tenía sujetos entre los dientes y seguía clavando maderas.
La silla había quedado bien reforzada. Disponía de los arneses para sujetar los cuatro miembros y la cabeza del condenado, y el cableado eléctrico estaba instalado correctamente. Su silla eléctrica estaba prácticamente terminada y lista para ejecutar al primer rehén.
Se separó, la miró, se le desencajó la cara y lanzó un grito desgarrador que envió al infinito. Tan terrible fue el alarido que dio en aquel sombrío sótano de Guatemala que debieron haberlo oído los criminales que habían condenado a su hijo a que fuese asesinado por el Tío Sam, allá en los Estados Unidos de América.
Su mente le llevó a su adolescencia, treinta años antes...