CAPÍTULO LXVI

EL agente McDonald estaba convencido de ser el eje del mundo. Era defensor a ultranza de la ley y el orden y estaba convencido de que quien robaba una naranja debía pasar mucho tiempo en la cárcel y ser lastrado para toda la vida con gravísimos antecedentes, porque de la ley no se burlaba nadie. Era pues un hombre chulo, aunque, eso sí, gran creyente y religioso, que no faltaba nunca a los actos litúrgicos de su iglesia, donde rezaba más que nadie, sobre todo procurando que le vieran. Lo cual no impedía que fuera profundamente impiadoso. En su carro llevaba una pegatina que decía I love Jesus. Se le había olvidado añadir: Y odio a todos los demás.

Tremendamente inseguro, sospechaba siempre que su mujer le engañaba. Y acertaba. Su mujer le engañaba y hacía el amor como una salvaje con un individuo... LATINO.

McDonald lo sabía, aunque se negaba a darlo por confirmado.

Así pues, además de que odiaba a todo el mundo, especialmente odiaba a los latinos o hispanos y más todavía al compañero que le habían asignado, un hijo de emigrante guatemalteco que había conseguido llegar a guardia (él se creía gran funcionario policial) en los Estados Unidos.

McDonald le odiaba, pero le necesitaba, porque conocía mucho la zona y por supuesto el idioma y las costumbres.

Los dos compartían uno de los vehículos de que disponían, dotado de buenos equipos de comunicaciones y con el receptor adecuado para en todo momento tener localizado a Carlos.

Por su parte, el guardia de Estados Unidos guatemalteco y compañero de McDonald tenía otros sentimientos: Odiaba a McDonald, porque le envidiaba por ser norteamericano de pura cepa, con auténtica sangre gringa; por otro lado, no dejaba de recibir desde el interior de su sangre guatemalteca ondas de simpatía hacia Carlos.

Esto lo notaba McDonald. La convivencia de los dos guardias, metidos prácticamente todo su tiempo en aquella camioneta de vigilancia, no era fácil. Pero procuraban hacer su trabajo. Constantemente vigilaban el monitor que indicaba dónde estaba Carlos y daban instrucciones a los otros cuatro agentes americanos, que se encontraban en otro vehículo.

Ahora trabajaban con más dificultad, porque, debido a las quejas insistentes de la población, tenían que ser muy discretos.

Se les obligó a retirarse de la puerta de la casa de don César. Tenían que conformarse con estar por las proximidades, cambiando de posición con cierta frecuencia, porque los policías guatemaltecos, les obligaban a ello.

De hecho, también tenían los policías guatemaltecos que proteger con su presencia a los policías gringos, porque los patojos de Samayac, a la más mínima, les lanzaban piedras.